El autor pone en discusión la visión de pueblo del papa Francisco con la historia del populismo en América latina como telón de fondo. El artículo fue publicado en la edición de marzo de la revista italiana Il Mulino.
En cuanto no creyente, me impresiona ver las bofetadas que resuenan en la Iglesia; como historiador, me incomoda volver a encontrar en las trincheras los ejércitos que se batían durante el Concilio: el mundo está tan cambiado desde entonces… Después de haber estudiado durante veinte años a la Iglesia argentina, me sobresalto viendo la figura del papa Francisco utilizada por unos y otros. Por lo tanto, creo que es útil reflexionar a partir del lugar del que él proviene: el catolicismo argentino. Y hacerlo desde lejos, esquivando las disputas que agitan a la Iglesia sin la pretensión de enseñar nada, sino sólo señalar el contexto histórico y cultural donde se ubica la parábola de Bergoglio.
Antes, dos premisas. Una se refiere a la célebre etiqueta de “Papa peronista” que desde el primer momento Bergoglio carga consigo. Muchos bromearon con ello, pocos se esforzaron por comprenderlo. Será porque del peronismo los italianos tenemos nociones vagas, y suele pensarse como un fenómeno exótico de lugares remotos. Error: el peronismo es el caso más típico de populismo latinoamericano, y dado que para los italianos es el pan cotidiano, haríamos bien en tomarlo en serio. ¿Bergoglio es peronista? Absolutamente sí. Pero no tanto porque adhirió a él en su juventud. Más bien en el sentido de que el peronismo es el movimiento que determinó el triunfo de la Argentina católica frente a la liberal, que salvó los valores cristianos del pueblo frente al cosmopolitismo de las elites. Por lo tanto, para Bergoglio el peronismo encarna la saludable conjugación entre pueblo y nación en la defensa de un orden temporal basado en los valores cristianos, e inmune a los liberales. En pocas palabras, Bergoglio es hijo de una catolicidad embebida de antiliberalismo visceral, que se erigió a través del peronismo en guía de la cruzada católica contra el liberalismo protestante, cuyo ethos se proyecta como una sombra colonial en la identidad católica de América latina.
Entonces, ¿Bergoglio es populista? Absolutamente, a condición de que ese concepto sea entendido como se debe. Llámese peronismo o de otra manera, los rasgos ideales del populismo antiliberal son siempre los mismos. En efecto, el populismo del Papa no tiene nada original, salvo la proyección global que su cargo le confiere. Pero antes de ver sus contenidos, corresponde señalar la segunda premisa. ¿El tema? El universo terminológico del Papa: en sus grandes viajes del año pasado –Ecuador, Bolivia, Paraguay; Cuba y los Estados Unidos; Kenia, Uganda, República Centroafricana– Francisco pronunció 356 veces la palabra pueblo. El populismo del Papa está ya en sus palabras. Menos familiaridad tiene en cambio Bergoglio con otros términos: democracia la mencionó apenas 10 veces, individuo 14 veces, y generalmente en su acepción negativa. La palabra libertad la repitió más a menudo, 73 veces, y en la mitad de los casos en los Estados Unidos. En Cuba la pronunció sólo dos veces.
¿Son números sin sentido? No tanto. Confirman lo que se intuía: que la noción de pueblo es el arquitrabe de su imaginario social. No tiene nada malo: pueblo es una hermosa palabra, potente y evocadora. Pero también resbalosa y ambigua. ¿Cuál es la idea de pueblo en Francisco? Su pueblo es bueno, virtuoso, y la pobreza le confiere una innata superioridad moral. En los barrios populares, dice el Papa, se conservan la sabiduría, la solidaridad, los valores evangélicos. Allí está la sociedad cristiana, el depósito de la fe. Más aún: ese pueblo no es para él una suma de individuos sino una comunidad que los trasciende, un organismo viviente animado por una fe antigua, natural, donde el individuo se disuelve en el Todo. En cuanto tal, ese pueblo es el Pueblo Elegido que custodia una identidad en peligro. No por nada la identidad es otro de los pilares del populismo de Bergoglio: una identidad eterna e impermeable frente al devenir de la historia, propiedad exclusiva del pueblo; una identidad ante la cual toda institución o Constitución humana debe inclinarse para no perder la legitimidad que le confiere el pueblo.
Es claro que tal noción romántica de pueblo es discutible y que también lo es la superioridad moral del pobre. No hay que ser antropólogo para saber que las comunidades populares tienen, como toda comunidad, vicios y virtudes. Y lo reconoce, contradiciéndose el mismo Pontífice, cuando establece un nexo de causa y efecto entre pobreza y terrorismo fundamentalista; un nexo por otra parte improbable. Pero idealizar al pueblo ayuda a simplificar la complejidad del mundo, en lo cual los populismos no tienen rivales. El límite entre Bien y Mal se presentará entonces tan diáfano que puede desatar la enorme fuerza ínsita en toda cosmología maniquea. Es así como el Papa contrapone el pueblo bueno y solidario a una oligarquía depredadora y egoísta. Una oligarquía transfigurada, carente de rostro y nombre, esencia del Mal en cuanto rinde culto al dios pagano del dinero: el consumo es consumismo; el individuo, egoísta; la atención al dinero, adoración sin alma. Tal es el enemigo del pueblo para Bergoglio; sí, enemigo, como en un tiempo lo definía la “racionalidad iluminista”, la “pretensión liberal” de homogeneizar la creación.
¿Cuál es el peor daño provocado por esta oligarquía? La corrupción del pueblo. La oligarquía mina las virtudes, la homogeneidad, la espontánea religiosidad, como un Diablo tentador. Vistas así, las cruzadas de Bergoglio contra la oligarquía, por más que repitan el lenguaje de la crítica post-colonial, son herederas de la cruzada antiliberal que los católicos integristas llevan adelante desde hace dos siglos. Algo que no debe extrañar: el antiliberalismo católico que en el plano secular simpatizó con las ideologías antiliberales de turno, fascismo y comunismo in primis, es natural que hoy abrace con ardor la vulgata no global. Ciertamente hay en la historia del catolicismo una fuerte tradición católico-liberal, interesada en la laicidad política, los derechos del individuo, la libertad económica y civil. Pero no fue esa la familia que vio crecer a Francisco. Si el colegio de cardenales hubiera elegido un Papa chileno quizás hubiera podido encontrarlo en ese universo cultural. Pero la Iglesia argentina es la tumba de los católicos liberales, muertos por la ola nacional popular.
¿Tiene fundamento la visión populista del mundo propia de Bergoglio? ¿Será eficaz para volver a darle a la Iglesia y a su mensaje el relieve perdido? ¿Para resistir a la progresiva secularización del mundo? No está dicho. Si es cierto que el mundo sufre desigualdades crónicas, no lo es que las causas sean precisamente aquellas a las que el Papa señala su dedo. Tampoco está tan polarizado como su esquema maniqueo pretendería. En los últimos quince años, en muchos países desarrollados ha crecido la distancia entre ricos y pobres pero también se ha dado una discreta redistribución de las riquezas entre el norte y el sur del mundo. En Asia y en América latina decenas de millones de personas han ingresado en la clase media: son más instruidas y secularizadas que el pueblo que ama Bergoglio. Una cronista le preguntó al Papa por qué nunca habla de la clase media. ¿Qué rol tendrá en el mundo bipolar del populismo papal? Con amabilidad, Francisco le agradeció la sugerencia y le prometió decir algo al respecto. Luego recordó que algo había dicho en el pasado. Y es verdad: la clase media es una clase colonial que contagia al pueblo con el ethos individualista. Por lo tanto nunca escondió su predilección por los movimientos políticos y sociales populares y su rechazo a las clases medias. A Cristina Kirchner le concedió cinco audiencias en un par de años no porque la amara sino porque es peronista, el partido del pueblo. A Mauricio Macri ni siquiera lo felicitó cuando ganó las elecciones: explicó que así lo exigía el protocolo; él, que se ríe de las formas. Es obvio: Macri representa a la clase media porteña, laica y cosmopolita, y tuvo el descaro de avalar en la Argentina el matrimonio gay. Habrá que aprender a vivir en libertad, dijo, ganándose una turbulenta reunión con Bergoglio para el cual estas leyes violan la catolicidad del pueblo, su identidad, su sentido moral. Por más que después el pueblo, el soberano que vota, haya elegido a Macri.
En esa visión de pueblo se apoya el resto de los elementos del populismo de Francisco. En primer lugar, la idea de que la democracia es un concepto social, y solamente social. Y que, por lo tanto, es democrático todo orden que respete el Evangelio realizando la Justicia Social; admitiendo que ésta exista. En ese caso, la forma que adquiera el régimen político es secundaria: una autocracia popular que distribuya la riqueza y sea respetuosa de la religiosidad del pueblo seguramente será una democracia; incluso cuando deba exagerar poniendo bajo su control a los medios, los tribunales, el Parlamento, las finanzas públicas, etcétera. La dimensión política e institucional de la democracia, el delicado equilibrio de los poderes del Estado de derecho, la tutela jurídica de las libertades individuales, no son temas ante los cuales Bergoglio haya sido muy sensible. En las pocas oportunidades en las que los trata, acostumbra proponer la antigua distinción entre democracia formal y sustancial. Y, sin embargo, precisamente la violenta historia latinoamericana tendría que haber enseñado que en democracia la forma es sustancia. Las “democracias participativas” latinoamericanas de nuestros tiempos son enésimas reediciones del más reaccionario patrimonialismo del Estado, con un corolario de abusos clientelares, autoritarismo político, desastres económicos. Lo recuerda el drama venezolano.
Unas pocas anécdotas de los momentos en que el Papa se aparta de los textos escritos ilustran lo dicho. En Paraguay, como se sabe, Bergoglio cometió una gaffe. Le pasa también a los papas, amén. Pero una gaffe se presta a consideración. En pocas palabras: alguien le pidió a Francisco de realizar un llamado por la liberación de un prisionero. Él dio por descontado que se trataba de un abuso del Estado y recriminó al Presidente de Paraguay. Pero después descubrió que el prisionero en cuestión estaba en manos de un grupo terrorista y que el Estado paraguayo, por defectuoso que sea, no tenía nada que ver. Su reacción espontánea y de buena fe nos sorprende. Por lo pronto revela las predilecciones del Papa: bueno o malo, el Gobierno paraguayo no entra dentro de la calificación de gobiernos del pueblo que ama Bergoglio; a diferencia de los de Ecuador y Bolivia, donde se mostró muy cauto con las autoridades locales, de las que no puede decirse que sean inmaculadas. El episodio demuestra que el silencio mantenido luego sobre los derechos humanos en Cuba o Uganda no se debe a una precisa voluntad de evitar tensiones con las autoridades políticas. Cuando lo considera oportuno, Bergoglio no teme llamarlas al orden, tal como sucedió en Paraguay y en la República Centroafricana. La convicción de que algunos regímenes tutelan la esencia religiosa del pueblo mejor que otros sería su brújula.
A propósito de Cuba, viaje que merecería un capítulo aparte, sobresalen algunos pasajes. El primero es el discurso de Bergoglio a los jóvenes cubanos. No sólo no hay mención a la libertad y a la democracia, sino que el Papa los alertó: atención con el consumismo, les dijo a quienes apenas saben qué es el consumo; cuídense del individualismo, alertó allí donde el individuo está obligado a hacer lo que dice el Estado, arriesgando la cárcel si desobedece. Parecerían chistes grotescos si no respondieran a su idea de pueblo: sabe bien que el castrismo es hijo legítimo de la tradición populista; que el comunismo de Castro es una desviación secular del mensaje evangélico, fenómeno difundido en toda la catolicidad latina. En efecto, lo que dice el Papa recuerda los largos discursos en los que Fidel Castro ilustraba la transformación de Cuba como una reducción jesuítica de nuestros tiempos. Lo que le preocupa a Bergoglio es mantener a Cuba en el recinto populista evitando que el pueblo pierda la religiosidad que ese régimen tan austero ha preservado, si bien bajo otro nombre. El imperativo no es liberarlo, sino salvarlo de las sirenas capitalistas, del contagio liberal.
Pero la manera en que el Papa mira a Cuba se manifestó con candor cuando un periodista le preguntó por qué no había recibido a los disidentes. ¿Sabe que muchos fueron arrestados para que no se encontraran con usted? No sé nada, respondió Francisco, y de todas maneras no concedió entrevistas privadas a nadie, “No sólo los disidentes pidieron audiencias, incluso un jefe de Estado lo hizo”. Así, puso en el mismo plano la foto con el Papa que un dignatario esperaba llevar a su país y los familiares de los prisioneros políticos en busca de consuelo. ¿Cómo es posible? Él mismo nos ayuda a entenderlo: poco antes había dicho que los derechos humanos no se respetan en muchos países del mundo. Para luego agregar: hay países europeos que por diferentes motivos no te permiten siquiera llevar signos religiosos. Por lo tanto, las leyes laicas francesas, ya que a ellas aludía Bergoglio, violarían los derechos humanos no menos que la sistemática negación cubana de todo derecho civil y político. ¿Una enormidad? Claro que sí. Pero así son las cosas para el Papa: la medida de la legitimidad del orden social es su fidelidad o no a la identidad religiosa del pueblo, entendido como lo entiende el populismo. De laicidad ni siquiera el sabor.
A esta altura, no sorprende que Francisco repita a menudo uno de sus mantras más amados: el Todo es superior a la Parte. Es una manera de decir que el pueblo, entidad mítica y divina, trasciende al individuo. Aún menos sorprende que tal condena del individualismo haya servido históricamente para legitimar numerosas tiranías ejercidas en nombre del pueblo, prontas a sacrificar los derechos individuales en el altar de una justicia social de la que nunca se vio huella: peronismos, castrismos, chavismos y otros. Otro momento de un viaje pontificio ilustra este punto: al menos dos veces en África el Papa avaló la subordinación de la parte al todo, del individuo al pueblo, de los derechos de una minoría a la supuesta identidad del pueblo. En primer lugar en Uganda, donde Francisco no les concedió voz ni audiencia a los gay, amenazados de ir a la cárcel por el “delito” de homosexualidad; medida felizmente derogada por la Corte constitucional. Desde la óptica populista, el reconocimiento de los derechos de los homosexuales es un típico ejemplo de colonialismo ideológico, de contagio de la santa religiosidad del pueblo africano con caprichos inmorales del decadente Occidente. En términos similares Bergoglio había reaccionado frente al matrimonio gay en la Argentina.
Están también las sorprendentes consideraciones de Francisco sobre el SIDA. A un periodista alemán que le preguntó si la Iglesia no debería cambiar de posición a propósito de los profilácticos, Bergoglio respondió: “El problema es mayor. La malnutrición, la explotación de las personas, el trabajo esclavo, la falta de agua potable… esos son los problemas. No nos preguntemos si se puede usar tal o cual banda adhesiva para una pequeña herida. La gran herida es la injusticia social”. Si bien el SIDA compromete a millones de individuos, no es sino una “pequeña herida” frente a la titánica tarea de restaurar el imperio de la justicia en el mundo. Hay una humanidad por salvar, ¿por qué perderse tras los individuos que probablemente hayan pecado?
Si este es el prisma ideal a través del cual el Papa interpreta el mundo, tiene razón quien señala su línea apocalíptica, cuya otra cara es la redentora. Es un nudo clave porque el binomio apocalipsis-redención es el alma de la visión maniquea del mundo típica del populismo; una visión hostil de las aproximaciones pragmáticas a los problemas del mundo, donde Francisco ve la amenaza del imperio “tecnocrático” que domina a todos.
¿Qué decir del aspecto apocalíptico del Papa? Francisco tiene toda la razón cuando denuncia las desigualdades, las injusticias, las nuevas marginalidades, los abusos contra los migrantes, las guerras, la bomba ambiental. Al mismo tiempo, no recuerdo épocas en las que no haya estado presente el fantasma del apocalipsis. ¿Acaso vivimos un tiempo más trágico, decadente y enfermo que otros? Podría ser, aunque no lo creo. Depende mucho de cómo se mida. Si la medida es el Reino de los Cielos, no hay época que escape a la ira de Dios. Pero si se trata de la medida laica y desencantada, esta época es como todas las demás: un vaso medio vacío y medio lleno. Pero el análisis apocalíptico del mundo induce al Papa a evocar una consigna redentora: “hagan lío”, les dice a los jóvenes; sigan grandes valores, imiten a los mártires, luchen por la utopía evangélica. Se dirá que ese es su oficio. Es verdad, pero el terreno de las utopías redentoras es uno de los más delicados. Por más que se diga, los hombres tienden a legitimar la violencia y a entablar guerras en nombre de tales utopías, más que meros intereses económicos. En lo que se refiere a los tremendos efectos de las utopías redentoras, tan amadas por los movimientos sociales ante los que el Papa lanza encendidos discursos, la historia argentina viene en ayuda: ese país sufrió sus efectos como pocos. Militares, peronistas, Iglesia y guerrilleros se enfrentaron violentamente en nombre de la nación católica y de la catolicidad del pueblo, con desprecio por la democracia burguesa y el Estado de derecho. El resultado es conocido por el mundo.
Tomemos en consideración un episodio citado por un vaticanista italiano. Escribe que Bergoglio recuerda conmovido al padre Vernazza, de cuyo apostolado permanece viva la memoria en las villas de Buenos Aires. Es verdad: como otros sacerdotes, Vernazza le había dedicado la vida a los pobres. Pero tal dedicación tenía también otros aspectos. Vernazza viajó en el avión que en 1972 llevó de vuelta a Perón a su patria, entre políticos, sindicalistas, guerrilleros y religiosos peronistas. Estaba incluso Licio Gelli en ese avión. Todos pensaban que la Argentina era una nación católica inmune al virus liberal, que el peronismo encarnaba la catolicidad del pueblo y que Perón habría restaurado el orden cristiano; un orden sobre el cual no había acuerdo, y que provocó que terminaran disparándose entre ellos. Del baño de sangre sobre el que después los militares colocaron una horrible lápida participaron también los amigos de sacerdotes llenos de buenas intenciones como Vernazza. Los Montoneros, grupo armado peronista que veía reflejado el Evangelio en el socialismo, y que en su nombre mataba sin vacilaciones, se habían formado en las parroquias. Eran jóvenes que “habían hecho lío”.
Esto sucede donde se impone el populismo: la defensa de la identidad del pueblo, especie de ave fénix, oscurece el Estado de derecho, cuyos principios son considerados inapropiados instrumentos de las clases coloniales contra la virtud del pueblo. El populismo vuelca así su impulso maniqueo en la arena política. Resultado: la dialéctica política se transforma en guerra entre pueblo y anti pueblo; el Apocalipsis es una profecía auto cumplida; la redención sigue siendo un sueño insatisfecho. Lo cual no impide, sin embargo, que Francisco, afligido por la idea de que la globalización infecta y mata las identidades del pueblo, diversas entre ellas pero todas signadas por la religiosidad, invoca una defensa a ultranza. A ello apunta cuando se rebela contra la uniformidad que el capital impondría al mundo; cuando reclama pluralismo, un concepto que Bergoglio conjuga de manera personal: nuevamente como pluralidad de pueblos y no de individuos; por más que muchos pueblos no admitan pluralismo en su interior. No obstante es obvio que las identidades no son inmunes al cambio, que están sujetas a mezclarse entre sí. La imputación del Papa que acusa a la globalización de colonizar la identidad del pueblo fue antes dirigida a la cristiandad, cuando se plasmaron las identidades populares que hoy Francisco defiende como si fueran eternas y estáticas.
Pero cuántas charlatanerías abstrusas, se me dirá: la sustancia es que el Papa defiende a los pobres y denuncia a los poderosos. El resto es artificio intelectual, actividad que Francisco ama tan poco que a menudo repite que la Realidad es superior a las Ideas. La tradición populista es, por otra parte, anti-intelectual por definición. El argumento es tan fuerte, tan definitivo al poner a quien lo afirma en una posición de superioridad moral, que no deja mucho margen a las objeciones. Al laico, enfermo de dudas, a quien el estudio de la historia le ha enseñado que a menudo las mejores intenciones hacen más daño que el granizo y alejan los objetivos que se querían alcanzar, algunas preguntas le surgen espontáneamente. La primera es si las imprecisas ideas que el Papa expone sobre economía son las más adecuadas para reducir las desigualdades sociales y la pobreza. Lo dudo. Y sé que muchos también lo hacen. El Papa no es un economista y no está obligado a dar recetas. Me parece justo. Pero dado que es sacrosanto y se manifiesta sobre tales materias, también será lícito expresarse sobre si están fundados o no sus diagnósticos y las terapias a las que alude: en síntesis, mucho menos mercado, mucho más Estado; la economía tendría que basarse en principios morales y no en la lógica de los beneficios. Lo cual, digámoslo, no constituye una gran novedad. El hecho es que los modelos económicos populistas a los que alude Francisco nunca dieron buenos resultados: ni en términos de creación de riqueza para distribuir, ni en la reducción estructural de las desigualdades. Las economías populistas fabricaron pobreza en nombre del pobre y su herencia suele pesar sobre las generaciones futuras. ¿No será excesiva la hostilidad del Papa por el mercado?
El más intrigante nudo del pensamiento social de Francisco nos lleva a su reflexión sobre los pobres, entendidos como categoría sociológica, y al Pobre, en el sentido espiritual. El dilema es claro: por un lado, el Papa lanza dardos contra el injusto sistema económico, causa de la difundida pobreza en el mundo; pero, por otro lado, señala al Pobre como la quintaesencia de las virtudes que hay que preservar. ¿Francisco suscribiría la famosa frase de Olor Palme, “Nuestro enemigo no es la riqueza, sino la pobreza”? Frente al riesgo de que con la pobreza desaparezcan las virtudes cristianas del Pobre, ¿prefiere entonces un mundo de pobres? Esto se desprende de su explícita postura frente a la pobreza. No queda claro. Bergoglio se expresa algunas veces contra la pobreza, y en otras, en defensa del Pobre. Quizás piense, como Fidel Castro, que cuando la riqueza comienza a corromper y a contaminar al pueblo, entonces hay que preservar algo más potente que el dinero: la conciencia. Lástima que esto presuponga la existencia de un Estado ético que se arrogue el derecho de plasmar la “conciencia” del pueblo y de establecer lo que está bien o mal para él: un Estado totalitario, heredero del antiguo ideal del Estado confesional, por el cual no excluyo que Francisco sienta nostalgia.
Mientras tanto, suceden muchas cosas y se plantean enormes interrogantes sobre los fundamentos de su visión del mundo y sobre la noción de pueblo que lo inspira; y, por ende, sobre la eficacia de que la Iglesia restituya su relevancia perdida. Las sociedades modernas, también en el sur del mundo, siempre son más articuladas y plurales. Hablar de un pueblo que protege identidades puras e intrínsecas de religiosidad es a menudo un mito que no se corresponde con la realidad. No tiene sentido seguir considerando a las clases medias, que han crecido enormemente y están ansiosas por poder consumir más y tener mejores oportunidades, como clases coloniales enemigas del pueblo. Muchos pobres de ayer hoy forman parte de las clases medias. El mercado religioso se encuentra en una rápida evolución y la secularización avanza a pasos agigantados. Incluso en el plano político, los populismos con los que el Papa comparte muchas afinidades, sufrieron muchos golpes, especialmente en América Latina, tanto que lleva a sospechar si no están quedando huérfanas del pueblo que invocan. No casualmente Francisco pareció desorientado cuando un periodista le pidió su opinión sobre la elección de Mauricio Macri y el nuevo curso antipopulista que algunos piensan que se está dando en América Latina. “He escuchado alguna opinión –murmuró el Papa–, pero de esta geopolítica en este momento no sabría qué decir. Hay muchos países latinoamericanos en esta situación de cambio, es verdad, pero no sabría explicarlo”. Es evidente que no se mostró entusiasta considerando el perfil más secular y cosmopolita de las fuerzas que se proponen suplantar a los populismos en crisis. Pero con ellas deberá confrontarse el Santo Padre. Adorado por los fieles pero también huérfano, al menos un poco, de pueblo.
Traducción: José María Poirier
El autor es profesor de Historia de América latina en la Universidad de Bolonia, autor de numerosos trabajos sobre el peronismo y la Iglesia argentina.