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¿Para qué sirve una monja de clausura?

¿Para qué sirve una monja de clausura?

 

 

No creo en Dios. Nunca me he preguntado de dónde vengo ni dónde iré cuando fallezca. Jamás he sentido la necesidad de creer y, a mí, recurrir al Altísimo cuando van mal dadas me parece una superstición, algo deshonesto. He respetado siempre al creyente pero nunca lo he entendido. Hasta el día que enterramos a mi prima Belén en el convento de San Calixto. Sentado en el banco de la iglesia, triste por el fallecimiento de una persona joven, por una enfermedad que no le concedió ni una esperanza y sobrecogido por la imagen de tristeza y entereza de las monjas de clausura que custodiaban su féretro durante la homilía, hubo un momento que algo me hizo click en la cabeza. El obispo de Córdoba interpeló a los allí congregados. Dijo: «¿Para qué sirve una monja de clausura?». Instintivamente me giré para mirar hacia los bancos atestados. Había gente muy joven, compañeros de la universidad que probablemente nunca volvieron a verla desde que ingresó en la orden, en un pequeño convento de la sierra cordobesa de Hornachuelos. Había gente mayor, gente muy entera, con semblante serio pero no roto. El obispo nos miró y contestó a la pregunta que había lanzado segundos antes: «Para esto, aquí estáis todos vosotros, para congregarnos en el entierro de una monja de clausura».

Volví a fijarme en todos esos jóvenes que eran capaces de acudir hasta un lugar tan apartado para despedirse de quien ya lo hicieron en vida, cuando tomó los hábitos de las Carmelitas Descalzas. Y pensé que, quizá, todo lo que yo argumentaba sobre la absurda necesidad de creer acababa de quedar desmontado por el ejemplo de mi prima.

 

«Puede decir a voz en cuello que ver a su sobrina, su sonrisa tras la celosía, se cuenta entre los instantes de mayor felicidad de mi padre»

 

Es verdad que mentiría si dijera que hoy, cinco años después de su muerte víctima del cáncer, haya prendido en mí la llama de la fe católica. Pero también lo haría si no reconociera que, desde aquel día, pienso que hay muchas cosas en las que Belén me está ayudando. Su fortaleza, su bondad, su entrega, su compasión y, por encima de todo, su capacidad de sonreír porque has renunciado a todas las cosas materiales para consagrarte a todos nosotros. Me conmovió entonces y me sigue interpelando hoy.

Creo que el ejemplo de Belén me hace luchar por ser mejor. Pienso en ella muy a menudo porque además, y de manera muy especial, a ella le reconozco sin ningún género de duda el alivio mental, moral y espiritual que supuso siempre para mi padre. Las excursiones a San Calixto las esperaba con ilusión y, de vuelta de ellas, el semblante de mi padre era otro, de absoluta paz. Puede decir a voz en cuello que ver a su sobrina, su sonrisa tras la celosía, se cuenta entre los instantes de mayor felicidad de mi padre.

Hay algo que también me descolocó y me hizo entender que aquello no era cosa de sotanas y hábitos sino que su entrega nos hizo mejores a todos. Al menos, por primera vez en mi vida, apelo a alguien y no a mi conciencia el deseo natural de ser un buen tipo, de no dejar que lo mucho malo que tengo se imponga sobre lo poco bueno que haya en mí.
Ese día, mi tío Taito me dijo mientras nos abrazábamos en el jardín de San Calixto, donde reposan los restos de Belén: «¿Qué padre puede estar triste si su hija ha sido feliz 33 años de su vida?»
Teresa, profundamente creyente, siempre dice que Belén intercede por nosotros. No lo sé. Lo que tengo claro es que desde aquel día he adquirido fortalezas y certezas que no tenía para enfrentarme a los retos diarios, a los problemas, a mi enfermedad. A la vida en general. Antes siempre veía el vaso medio vacío, me dejaba llevar por la rabia, el temor y la frustración y hoy «algo» dentro de mí ha cambiado. Fue ese día en San Calixto cuando comprendí para qué sirve una monja de clausura, mi prima Belén de la Cruz.
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