Paradojas peruanas
El quinto cambio de gobierno con normalidad constitucional después de Alberto Fujimori
Entre las muchas secuelas del autoritarismo de los noventa, las más perdurable tal vez haya sido que con Fujimori se inició una era de partidos políticos efímeros; partidos incapaces de sobrevivir más allá del período presidencial de su fundador. Ello al punto que también se han contagiado los partidos tradicionales. Tendencia reproducida en el tiempo, fragmentación es un concepto apto para definir el sistema político peruano.
El partido de Fujimori, Cambio 90, hoy no existe, como tampoco el de Toledo, Perú Posible. El Partido Nacionalista del presidente Humala no presentó candidato en la reciente elección debido a la baja intención de voto, sugiriendo que también tiene fecha de vencimiento. Y los históricos APRA y Acción Popular obtuvieron el 6 y 6.97% de los votos respectivamente. Fragmentación, pero también fugacidad.
Este patrón ha complicado la conformación de bloques y coaliciones legislativas. Y desde 2001, además, el gobierno dividido—cuando el partido de gobierno está en minoría en la legislatura—se ha convertido en norma. Tamaño desafío, los cuatro presidentes que sucedieron a Fujimori han gobernado en minoría, con un Congreso fragmentado y con partidos de corta vida. Lo mismo parece tocarle al quinto.
Escenarios de gobierno dividido, fragmentación y su consecuente conflicto no han sido infrecuentes en las democracias latinoamericanas. El propio autogolpe de Fujimori fue posible por ese contexto, y las caídas de Alfonsín y De la Rúa en Argentina, y Rousseff en Brasil deben ser examinadas con la misma lente, si bien en dirección opuesta: en los tres casos el Congreso, opositor, forzó la renuncia o destitución del, o de la, presidente.
Para contrarrestar esa debilidad legislativa ha surgido lo que se llama hiperpresidencialismo en la región, un “régimen” en el que el jefe del ejecutivo relega al Congreso legislando por medio de decretos. Con precios internacionales robustos y una economía en crecimiento, como en la última década, el presidente aprovecha y concentra discrecionalidad en sus manos. Típicamente, la política refleja el ciclo económico. Si la economía crece, los mismo ocurre con el poder presidencial.
El problema ha surgido precisamente cuando los precios internacionales cambian y la economía se desacelera, si no es que se contrae. Es la oposición ahora, previamente ignorada y humillada, que se cobra sus deudas. La política sigue siendo un epifenómeno de la economía, pero ahora en la parte descendiente del ciclo: la inestabilidad institucional es un síntoma de la recesión.
Lo paradójico es que en condiciones propicias para el conflicto y la exacerbación de ciclos de inestabilidad, el Perú post Fujimori ha estado caracterizado por la cooperación. Es decir, en lugar de esa especie autóctona latinoamericana que reproduce el boom and bust, tanto de recursos económicos como de poder, ha sido una experiencia contracíclica anómala en la región.
Desde el gobierno de transición de Paniagua en 2000 hasta hoy, de hecho, ha habido convergencia y pragmatismo en la política económica, la decisión de robustecer los mecanismos equilibradores—Perú tiene un sistema semi-presidencial, con un poderoso Primer Ministro—y consensos para reforzar la institucionalidad democrática, no obstante las irregulares inhabilitaciones de candidatos en la última elección.
Un notable aprendizaje de la elites políticas es el haber absorbido las lecciones del traumático período fujimorista. De este modo, la economía ha crecido a consecuencia de la estabilidad política; la desigualdad ha descendido; y el país es un actor visible en el comercio internacional, socio de Estados Unidos y miembro activo de la Alianza Pacífico. Con el nuevo gobierno, además, se espera un Perú fuertemente involucrado en los asuntos políticos hemisféricos, la crisis de Venezuela entre ellos.
Todo esto mientras se evitó el uso del poder discrecional por parte de presidentes que podrían haberse aprovechado de la bonanza de este siglo como tantos otros en la región. El examen más crítico de civilidad democrática, hasta ahora aprobado, ha sido la última elección. La segunda vuelta favoreció a Pedro Pablo Kuczynski de Peruanos por el Kambio sobre Keiko Fujimori de Fuerza Popular por una diferencia de 0.24%. Ante el empate, los viejos fantasmas del fujimorismo autoritario retornaron, fantasmas que la candidata derrotada disipó con un reconocimiento temprano y elegante.
El país se apresta así a un nuevo cambio de gobierno este 28 de julio, el quinto consecutivo con normalidad constitucional desde la caída de Alberto Fujimori. También es el quinto con gobierno dividido, sin embargo, en lo que será el próximo examen. El partido de Keiko Fujimori controlará el Congreso con 73 de los 130 curules. Una nueva Fujimori ahora tiene la ocasión de demostrar que ella también ha sido parte del aprendizaje democrático. Sería una historia con final feliz.
Si lo es, Perú seguirá impartiendo lecciones por toda América Latina sobre cómo reconstruir la democracia después del autoritarismo, a pesar de sus partidos fragmentados y fugaces. Son varios los países que deberían prestar atención.