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Paraíso perdido

¿Por qué Brasil ha tenido que elegir entre nacional-populismo o corrupción, valga la redundancia?

Brasil es uno de esos países que más que ver, hay que sentir. Ya que, al mismo tiempo, es uno de los lugares más analizados e imaginados del mundo.

Su irresistible ensoñación sugiere un alarde de exquisita belleza, cornucopia de riquezas naturales, paraíso de la indolencia sensual, culto al ‘futebol’ y la samba, junto a un mestizaje tan profundo que parece confundirse con armonía racial.

Toda esa imagen desbordante se completó con la transformación de Brasil en una envidiada potencia económica emergente e incluso protagonizar lo más parecido a dos transiciones democráticas en dos décadas: el paso de la dictadura militar a la Constitución de 1988 y la ‘democracia sustancial’ lanzada en 2003 por Lula da Silva, quien se ganó el reconocimiento internacional por reducir la pobreza en uno de los países más desiguales del mundo.

El Brasil actual no puede estar más alejado de aquellas idílicas percepciones. Su profunda policrisis ha terminado por engendrar monstruosidades hasta llegar a los comicios de este domingo, en los que Lula obtuvo el 50,9% frente al 49,1% de Bolsonaro, el margen más ajustado desde las elecciones democráticas de 1989 y la primera vez que un presidente no consigue la reelección.

El resultado ha servido para recordar lo profundamente que ha cambiado Brasil, no solo en los cuatro años bajo el ‘Trump tropical‘, sino en las últimas dos décadas. El viral crecimiento de las iglesias evangélicas es un elemento; una fe seguida ahora por casi uno de cada tres brasileños. El poder de presión de la agroindustria, que representa casi el 30% del PIB, es otro.

Ambos son decisivos impulsores del bolsonarismo que ha llegado para quedarse. En realidad, ni Lula ni Bolsonaro eran opciones buenas.

Los problemas de Brasil, agravados por una transversal corrupción política, han terminado por poner contra las cuerdas un sistema donde la separación de poderes y la independencia judicial se ha convertido en una sugerencia más que un imperativo democrático. En definitiva, demasiados Catilinas pero sin rastro de un solo Cicerón.

 

 

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