Partido Demócrata, debates y Donald Trump
La semana pasada continuó en Houston, Texas, esa especie de carrera de obstáculos en que el partido Demócrata ha convertido -en buena medida por la actual “debatitis”- la escogencia del supuesto campeón que se enfrentará a Donald Trump. Pareciera que el candidato será no el más preparado o adecuado, sino el más resiliente.
¿No saben acaso los liderazgos opositores gringos que tanto debate, tanto vértigo discutidor, en gran medida solo produce consecuencias negativas, le abre posibilidades de ataque a sus rivales republicanos? Qué golilla: los propios precandidatos demócratas son los que generan argumentos negativos sobre sus contrincantes internos, para que luego puedan ser usados por el adversario en la campaña presidencial.
Pero peor aún está la cosa del lado Republicano, que incluso amenaza con irse al extremo opuesto: está en desarrollo un movimiento para “eliminar” las primarias –o sea, la posibilidad de que surjan candidaturas alternativas- y “coronar” al actual presidente como candidato sin rivales. Algo que, en palabras de uno de sus posibles contrincantes, Joe Walsh, luce más como la conducta de un padrino de la mafia que la de un dirigente democrático. Y no es la primera señal de alarma: en diciembre, el comando de campaña de Trump anunció que estaba formalmente unificando sus operaciones con las del Comité Nacional Republicano para crear una entidad única: “Trump Victory”. Se confirma así el control total por el empresario de toda la estructura partidista. Ya no se preguntará a los diversos aspirantes al Parlamento o a gobernaciones en los estados ¿qué necesitan? sino ¿apoyan a Donald Trump? En todo caso, ¿acaso sorprende que los actuales líderes Republicanos –que lo son solo de nombre, lo de líderes y lo de Republicanos- usen métodos de decisión similares a los de Rusia, China o Corea del Norte? Otra vergüenza más para un partido que ha perdido su rumbo histórico; deformado, “purificado” y rehecho lo más posible a imagen y semejanza de su caudillo-empresario-presidente.
Así están los dos partidos estadounidenses: uno peca por exceso y el otro por defecto.
En este último debate estuvieron diez precandidatos (de los cuales solo tres muestran apoyos de al menos 10%: Biden, Warren y Sanders); se está reduciendo dramáticamente la inmensa cohorte de relleno en los pastos del partido Demócrata, todos jurando ser el caballero –o caballera, como seguramente diría una feminazi de la lengua- que derrotará al dragón Donald.
Gracias a tanto debate, una vez más el votante norteamericano es sometido a la tortura de oír ofertas y promesas electorales que abundan en todo menos en creatividad, tanto en la forma como en el fondo: los Demócratas creen que pueden conseguir votos ofreciendo a los miembros de diferentes grupos socio-económicos beneficios diversos, y luego se sorprenden cuando esos votantes miran a otro lado. Asimismo, parten de una premisa falsa e irreal: que para ser un buen candidato hay que ser una especie de Enciclopedia Británica, saber de todo, ser un catálogo ambulante de respuestas fríamente tecnocráticas. Como se ha demostrado con el presidente en funciones, los temas del temperamento, de su brújula moral, son incluso más importantes y fundamentales.
Coincido con David Brooks cuando afirma que si Donald Trump no fuera el actual presidente podría debatirse en serio cuál es la mejor solución a los problemas de la Seguridad Social, o sobre los migrantes, o el medio ambiente. Pero resulta que Trump es presidente, y esta elección no es sobre estos temas: esta elección es acerca de qué son hoy los Estados Unidos como sociedad, como pueblo, su carácter nacional, los valores que se sustentan, cuál es la atmósfera moral adecuada para criar y educar a las generaciones jóvenes.
Sigamos con Brooks y su columna en el New York Times: “Trump es un revolucionario cultural, no un revolucionario en políticas públicas. El actual presidente está transformando los EEUU en un nivel mucho más profundo, en el cual él opera, un nivel de dominio y sumisión, donde emergen el miedo y el desprecio. Trump está redefiniendo lo que usted puede decir y cómo un líder puede actuar; está reafirmando una vieja versión de qué tipo de masculinidad merece ser seguida y obedecida. En términos tomistas, él está instigando una degradación del alma norteamericana”.
¿De qué sirve, cómo impacta decisivamente en la elección, que se sigan los métodos de campaña convencionales, las mismas fórmulas retóricas robóticamente memorizadas, los mismos trucos de debate o la sonrisa condescendiente hacia la cámara, cuando lo que se está viviendo es no solo un desprecio, sino un intento de derribo de todos los principios que iluminaron el camino de los Padres Fundadores, James Madison, Thomas Jefferson, John Adams o Alexander Hamilton? Donald Trump ha alterado, como no lo había hecho ningún otro político en más de dos siglos, la manera en que los estadounidenses viven y sienten la política.
Mientras, Biden, Warren, Sanders et al, siguen discutiendo sus pequeñas o grandes diferencias sobre un recetario de posibles soluciones o, peor aún, si esto o aquello se puede ofrecer o prometer, porque es muy de izquierda, o progresista y los norteamericanos no votan nunca por algo que sea muy radical. Al final, es un esfuerzo por tratar de conjugar ambición y radicalismo. Sobre semejantes sinsentidos todos ellos recibieron en un debate previo una auténtica lección de parte de una precandidata que ni siquiera calificó para esta ronda más reciente, Marianne Williamson. Y es que hoy a la gente no le importa demasiado si las promesas de un candidato son realistas o no; se siente atraída por políticos que muestran pasión y que hablan con sencillez. Al viejo dicho clintoniano “es la economía, estúpido”, hoy lo substituye “son los sentimientos, estúpido”. La fórmula –que ningún político democrático en el mundo parece entender, mucho menos buscar-, es cómo transformar el cansancio masivo en entusiasmo contagiante.
Williamson les dijo a sus competidores en los debates de Detroit: “habiéndolos oído esta noche, casi me pregunto por qué son Demócratas. Dan la impresión de creer que es un error usar los instrumentos del Gobierno para ayudar a la gente. Eso es lo que los Gobiernos deberían hacer”.
Finalizó con lo siguiente: “nuestro problema no es solo que necesitamos derrotar a Donald Trump; además es indispensable crear un plan para resolver el odio institucionalizado, colectivizado, y el nacionalismo blanco. Y para ello debemos ir más allá de las simples triquiñuelas de los políticos de pasillo y salón de reuniones, o de los meros argumentos intelectuales”.
Mientras, hay analistas que se dedican a contar las veces en que Joe Biden se equivoca, o si titubea mucho cuando habla.