Pascal, ¿nuestro contemporáneo?
En su libro más reciente, Pierre Manent presenta un Pascal para el siglo XXI. Figura conciliadora entre la ciencia y la fe, partidario del orden, bastión contra el relativismo, el autor de los Pensamientos tiene todavía mucho que aportar al debate actual, a cuatrocientos años de su nacimiento.
Hijo de comunistas, converso al catolicismo, neotomista, discípulo de Raymond Aron y exégeta del liberalismo, Pierre Manent (Toulouse, 1949) es uno de los filósofos políticos más densos y problemáticos de nuestro tiempo, sobre todo en Francia, país del cual le cuesta salir (sus ideas cuadran con dificultad en los Estados Unidos o en América Latina). Su propia “proposición”, para hablar después de la que atribuye a Blaise Pascal (1623-1662) en el cuarto centenario de su nacimiento, consiste en reintroducir el linaje cristiano y sus obligaciones políticas en la democracia liberal de la Unión Europea porque es la única manera –dice– de tratar con el islam (y con su mayoría de ciudadanos pacíficos) desde la tolerancia pero, también, desde una firmeza basada en dos condiciones innegociables. En primer término y bajo ninguna circunstancia puede permitirse el velo porque, exclusivo de la mujer, es un atentado no solo contra la igualdad de los sexos sino contra la visibilidad de cada rostro: sin la mirada, nuestra civilización estaría irremediablemente perdida. En Occidente, solo el verdugo se oculta la cara, leemos en Situation de la France (2015), escrito a raíz de los atentados terroristas de aquel enero de 2015.
En segundo término, a condición de que sus costumbres, aquellas que son compatibles con la ley, sean respetadas y protegidas, los doctores islámicos han de aceptar que en París, Londres, Madrid o Berlín no hay delito de blasfemia y el islam, siendo así, no gozará de ningún privilegio distinto de los que se benefician los cristianos y los judíos.
El propio Manent considera utópico que el islam político acepte esos requisitos y se burla de quienes esperan –por lo general agnósticos de izquierda– una reforma islámica a mediano plazo, pero es terminante en que es Francia la que debe imponer sus condiciones. Esa exigencia proviene de la crítica de Manent al concepto vigente de laicidad y a una historia tergiversada, según él, de la Tercera República de la cual proviene ese principio. La ley Combes que separó a la Iglesia del Estado en 1904 fue obra de una república poderosa decidida a limitar severamente la influencia política, económica y moral de la Iglesia católica y si lo logró fue gracias a dos factores ausentes en la orgullosamente descristianizada Europa del siglo XXI: la conscripción obligatoria que hacía de cada ciudadano un soldado durante dos o tres años y el monopolio gubernamental de la educación que moldeaba una idea nacional de origen cristiano. Tan de origen cristiano, propiamente católico, dice Manent, es el Estado nación, que las iglesias se adaptaron tarde o temprano a él y hasta la fecha los integrismos cristianos no representan ninguna amenaza para el funcionamiento real de la democracia occidental, ni siquiera –digo yo– en los Estados Unidos. Ello no se debe –lo subraya un Manent cuidadoso de hablar de identidad– a aquella opinión, de naturaleza tributaria, de Jesucristo sobre lo que es de Dios y lo que es del César, ni tampoco (aunque influye) al cisma bizantino, sino a que, desde la Edad Media, ese Estado nación nace en diálogo, contubernio o conflicto con una esfera religiosa actuante y legítima, la cual, al ser descartada actualmente, deja a Europa inerme ante el islam.
Según Manent, la laicidad –como la entienden los políticos franceses y muchos de sus ciudadanos– no sirve para negociar con los clérigos musulmanes ni con sus clientelas fanatizadas, ante las cuales el Estado debe presentarse aliado a la Iglesia católica, a las confesiones protestantes y con la comunidad judía de principal soporte, porque el colosal fracaso del liberalismo fue todo aquello que condujo al Holocausto. Si Europa no retoma la naturaleza política de su cristiandad, según Manent, está acabada, porque la democracia política en Occidente también es consecuencia de una visión religiosa del mundo. Voltaire, me parece, no se sentiría incómodo con la idea.
Podrán parecer peregrinas o reaccionarias las ideas de Manent pero responden a una revisión de la idea canónica de la secularización (también desarrollada, en otro sentido, por Hans Blumenberg, en La legitimación de la Edad Moderna, 1966), misma que ha sido interpretada no como lo que efectivamente es (un conjunto de prácticas públicas que garantizan las libertades y ponen sus límites), sino como un vaciamiento espiritual de la conciencia pública, obra de Estados que a sus ciudadanos solo les piden no meterse en problemas con la policía y pagar impuestos con puntualidad. Para un liberal organicista como Manent esa anomia dejará a Europa en manos de un islam político con una idea de “comunidad de Dios” ajena a una democracia que no puede salvarse sin reconocerse como judeocristiana.
¿Qué tiene que ver Pascal con todo esto?, se preguntará el lector. Según Manent, todo. En el prólogo de Pascal et la proposition chrétienne –un libro de ardua lectura porque pese a su apariencia apologética requiere de un conocimiento de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino del cual muchos lectores, laicos o agnósticos, carecemos– llama el liberal francés a un regreso, entre otros viajes de ida y vuelta, a la noción de Estado soberano propuesta por Pascal y que ha de ser vivida por ciudadanos (antes súbditos) que no están obligados a creer en Dios pero sí a aceptar las obligaciones que implica vivir en una sociedad cristiana. Esa soberanía nos libra, según el Pascal leído por Manent, de “la tiranía de cada yo sobre los otros”.
Manent cree que aquellos deberes cristianos, trasmutados en derechos por la Ilustración, mantienen un nexo activo con los tiempos de Pascal, lo cual es difícil de demostrar. La demostración es latosa, sin duda, no solo por la naturaleza fragmentaria y paradójica de los Pensamientos (publicados parcialmente y por primera vez en 1670) de Pascal, sino porque Manent, lector de Leo Strauss, es voluntariamente ahistórico y anacrónico: la ciudad antigua sigue siendo un ejemplo para la ciudad moderna. O posmoderna. Repitiendo el gesto del heterodoxo estructuralista de origen rumano Lucien Goldmann, quien con El hombre y lo absoluto. El dios oculto (1955) trató de llevar al “trágico y predialéctico” Pascal al molino del marxismo, Manent lo usa ahora para justificar al liberalismo conservador. Se vale: para Ernest Renan, Pascal fue el primer intelectual moderno.
Para Manent es Pascal una suerte de geómetra apto para conciliar la fe y la razón –mediante el corazón, como lo recordase el filósofo mexicano Antonio Gómez Robledo– una ciudad moderna ayuna de cristianismo, dispuesta “catastróficamente” la sociedad europea “a nacer a una vida nueva inocente de todo mal”.
Su calidad de ser uno de los fundadores de la ciencia moderna (más allá de los vaivenes biográficos de su periplo entre la devoción y las matemáticas) califica a Pascal para legitimar el mundo de la técnica tan caro a los modernos porque el tomismo prueba “la estrecha alianza de la filosofía y la ciencia griega” con la Iglesia;
Pascal, sugiere Manent, siempre subordinó su espíritu de geometría al diseño divino, alejándonos del gnosticismo –el hombre megafáustico– del siglo XXI; Pascal nos obliga a “vivir para la muerte” y nos impide verla solo en relación al peligro de morir, ajeno a la prepotencia del liberto Epicteto y al indiferentismo de Michel de Montaigne; su profundo pesimismo es compatible tanto con la caída romántica como con el deicidio nietzscheano, y Pascal (ya sea que haya ofrecido su “apuesta” a los ateos y a los libertinos, o a su propia incertidumbre), al jugar con la posibilidad metodológica de la inexistencia de Dios, levanta la mano frente a los incrédulos.
Y, por el contrario, la batalla pascaliana contra la casuística jesuita, en Pascal et la proposition chrétienne, lo califica para luchar, con los conservadores y los tradicionalistas, contra los errores relativistas del “modernismo” y de la Ilustración, cuyo origen Manent localiza en la Compañía de Jesús, como lo fijó Pascal en las Cartas provinciales. La muy jesuítica “doctrina de las ‘opiniones probables’ es inseparable, en realidad, de una forma embrionaria, pero característica y explícita, de ‘progresismo’”, afirma Manent, para quien, como en tiempos de Pascal, las reglas “más antiguas y menos establecidas” de la moral cristiana siempre están en peligro.
Para Manent, el jansenismo (para decirlo a la ligera) de Pascal es un humanismo y su noción de la gracia, equidistante de Calvino y Loyola, pareciera resultarle compatible con el temperamento ideal de los actuales católicos liberales. Pascal impide, drásticamente, seguir separando lo político de lo religioso. Es característica esa unidad, entre lo interior y lo exterior, de un escritor poco amigo de las minucias de la fe y de un científico que siempre fue vasallo imperturbable de su rey, ajeno a las frondas y a las disensiones civiles, asociado, para beneplácito de Manent, al partido del orden, enemigo teológico como lo fue Pascal del “partido de la justicia”, que no puede ser nunca portador de lo universal, ni de lo absoluto. Pero poco tiene que ver Pascal, argumenta Manent, con Thomas Hobbes, pues la guerra eterna hobbesiana es una “condición natural” tan falsa y absurda como la de Jean-Jacques Rousseau: pascalianamente, los hombres vivimos en sociedad muy lejos de uno y de otro extremo. Subsistimos mediocremente gobernados por los “medios inteligentes” y ese sino no ha cambiado.
El orden, insisto, es para Manent el de una sociedad liberal donde el Estado habrá de recuperar su papel como garante del bien común y de la primacía originaria del cristianismo como religión de Occidente. Eso dice Pierre Manent en Pascal et la proposition chrétienne. No me es fácil estar de acuerdo con él, pero –sin duda– ha logrado traer a Pascal, “el Hamlet del cristianismo”, según dijo Barbey d’Aurevilly en un gesto de malhumor, al siglo XXI y proponerlo como nuestro contemporáneo. ~