Para que haya un pacto fiscal, primero tiene que haber confianza entre los distintos actores que deben refrendar el pacto. En la medida que el gobierno del Presidente Gabriel Boric siga jugando a ser un día más izquierdista que Allende y al día siguiente disfrazarse de pragmático y moderno, es imposible que la oposición -y los propios aliados moderados del gobierno- puedan tener suficiente confianza mutua para sentarse a negociar con el oficialismo.
Porque las acciones tienen consecuencias, los gustitos que se da Boric en sus diatribas contra el capitalismo, en sus críticas al modelo de libre mercado, y en sus acusaciones a los empresarios, culpándolos de las falencias de un Estado que gasta mal sus recursos y de un gobierno que no da el ancho, hacen altamente improbable que el pacto fiscal que busca hoy el gobierno se materialice. Porque Boric dice demasiadas cosas distintas en demasiado poco tiempo como para poder ser creíble, esta propuesta de pacto fiscal ha nacido muerta.
Los gobiernos a veces quieren dejar amarrados a gobiernos futuros con acuerdos que limiten la capacidad de futuras administraciones de cumplir sus promesas. La propuesta de lograr un pacto fiscal que se extienda por 10 o 20 años inevitablemente restringiría la capacidad de futuros gobiernos -y de futuras mayorías populares- de tomar decisiones sobre aumentos o bajas de impuestos. En las democracias que funcionan, cada elección se convierte en una oportunidad para revisar los impuestos y para discutir aumentos o bajas a distintos sectores. Pretender que el gobierno y la oposición de hoy pueden dejar atados con camisa de fuerza al gobierno y la oposición de mañana es un plan que siempre termina fallando. De hecho, de haberse logrado un pacto fiscal antes de las elecciones de 2021, seguramente el propio Boric, como candidato, hubiera criticado duramente la negociación de un pacto fiscal en el período anterior que hubiera limitado la capacidad de su gobierno de hacer su propia propuesta de reforma tributaria.
Pero también es cierto que nunca hay que dejar pasar la oportunidad para construir y profundizar consensos. El gobierno y la oposición bien pudieran intentar construir un consenso que sirva de base para acuerdos de largo plazo que, al tener legitimidad y popularidad, no sean desafiados ni cuestionados en las próximas campañas presidenciales. Así como los países que funcionan bien en general discuten reformas a la Constitución en sus temporadas electorales (y no se aventuran en procesos constituyentes interminables sólo para evitar la renuncia de un Presidente impopular), las democracias que mejor funcionan en el mundo también logran construir consensos sobre el rango de asuntos que se pone en juego en cada elección.
En teoría, sería genial lograr construir un pacto nacional sobre las prioridades de gasto, un marco general de cómo se va a financiar el gasto público y cómo se velará por la probidad y el buen uso de los recursos fiscales. Pero para que eso ocurra, primero debe existir suficiente confianza entre los distintos actores que se sientan a la mesa. Si el gobierno se ha dedicado a denostar a sus rivales -o si, todavía peor, pasa de la denostación a la adulación para luego volver a la denostación- y si los que ostentan el poder no han sido capaces de construir confianza con la oposición, simplemente no habrá agua en la piscina para poder pensar en un pacto fiscal de larga duración.
Como si eso no fuera de por sí un obstáculo difícil de superar, la opinión pública tampoco confía en las autoridades. La gente desconfía de las élites y siente que las élites están más preocupadas de su propio bienestar que del bienestar del pueblo. Esa misma desconfianza alimenta la intención de voto por el Rechazo de cara al nuevo plebiscito constitucional de diciembre de 2023. Ya que gente rechaza a la élite, en la medida que la nueva Constitución sea percibida como un acuerdo de esa impopular élite, la gente estará cada vez más inclinada a rechazar el nuevo texto. Lo mismo podría terminar pasando con un pacto fiscal negociado entre un gobierno impopular deslegitimado por los escándalos de corrupción y una élite política que genera una profunda desconfianza en la ciudadanía.
Para que funcione un pacto fiscal, y para que goce de legitimidad, es necesario primero que las élites políticas desarrollen confianza mutua y, segundo, que la gente confíe en ellas. Ninguna de esas condiciones existe en el Chile de hoy. Por eso, el anuncio del gobierno llamando a construir un gran pacto no parece tener mucho futuro. Mientras el Presidente Boric siga con esos paupérrimos niveles de aprobación, la desconfianza entre las élites siga dominando, y la desconfianza de la gente hacia a las élites siga al alza, ningún intento de alcanzar un pacto nacional será viable.