Democracia y PolíticaViolencia

Patricio Navia: Los violentistas hacen hoy más daño que Pinochet

Es incomprensible que en el país haya dos lecturas sobre la legitimidad de la violencia política hoy y sobre la importancia de tomar medidas concretas para castigar, con la mayor severidad que permite la ley, a los violentistas.

 

Aunque cada conmemoración del 11 de septiembre nos obliga a recordar el oscuro legado de violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura, la violencia que se desata en los actos conmemorativos de ese trágico momento también deja meridianamente claro que la principal amenaza contra la democracia hoy en Chile está en los violentistas que destruyen propiedad pública y privada, atacan a Carabineros, y enlodan lo que debiera ser un momento de recogimiento y compromiso con el respeto a los derechos humanos y con la democracia.

Como ocurre, con diferente magnitud e intensidad, cada 11 de septiembre, el país es víctima de hechos de violencia en actos conmemorativos del trágico quiebre de la democracia en 1973. Aunque los organizadores insisten en que esos manifestantes son descolgados e infiltrados radicales y extremistas que nada tienen que ver con la naturaleza pacífica de las demostraciones, es imposible disociar los actos conmemorativos el 11 de septiembre y los hechos de violencia que los acompañan.

Resulta difícil de entender, por ejemplo, por qué los organizadores de las marchas no trabajan de forma más coordinada con la policía para identificar a los violentistas y aislarlos, previniendo así que las marchas terminen en actos de violencia que manchan el mensaje de protesta pacífica que, presumiblemente, promueven los manifestantes.

Como los manifestantes, y los líderes de esas manifestaciones, repetidamente han dejado en claro que sus condenas formales a la violencia no están acompañadas de hechos concretos que demuestren ese rechazo a los violentistas, hay fundadas razones para creer que a los manifestantes que denuncian la violencia estatal que se desató después del golpe de 1973 no rechazan de igual forma la destrucción que causan y el miedo que siembran los violentistas que se esconden en sus manifestaciones.

Como hay incuestionable evidencia acumulada de que muchos de esos violentistas son activistas de extrema izquierda y miembros de organizaciones radicalizadas, anarquistas y otras que comparten la crítica al modelo de democracia y sociedad mercado que predomina en Chile, es razonable que muchos chilenos piensen que los líderes de las marchas pacíficas son cómplices pasivos de los que desatan la violencia de forma paralela, y muchas veces protegida, por la propia marcha.

Los marchantes a menudo critican el accionar de Carabineros. Pero es fácil demostrar que en Chile se realizan decenas de marchas pacíficas en las que Carabineros no interviene. La clave para que una marcha sea pacífica radica en que los manifestantes no destruyan la propiedad pública o privada y, por lo tanto, Carabineros no vea la necesidad de intervenir.

En Chile, como quedó claro con las conmemoraciones del 50 aniversario del golpe, hay distintas visiones sobre las causas del quiebre de la democracia y sobre quiénes tienen mayor responsabilidad en las violaciones sistemáticas a los derechos humanos que se produjeron en el país durante la dictadura.

Pero es incomprensible que en el país haya también dos lecturas sobre la legitimidad de la violencia política hoy y sobre la importancia de tomar medidas concretas para castigar, con la mayor severidad que permite la ley, a los violentistas. Aquellos que realmente están comprometidos con las marchas pacíficas debieran ser los más interesados en que se identifique y capture a los delincuentes que siembran el caos y violentan el estado de derecho.

El gobierno del Presidente Boric, por cierto, también pudiera hacer mucho más para demostrar que se opone la violencia. Los indultos presidenciales en diciembre de 2022 a delincuentes con amplio prontuario ya dejaron una mancha indeleble en su legado. Pero La Moneda todavía tiene tiempo para demostrar que está del lado de la ley y el orden y no del lado de los violentistas.

Lamentablemente, como nuevamente volvió a quedar de manifiesto en los hechos de violencia que rodearon el 50 aniversario del golpe de Estado de 1973, la violencia política sigue siendo un problema que amenaza la estabilidad y el buen funcionamiento de la democracia. Ya han pasado 33 años desde que terminó la dictadura y comenzamos a reconstruir nuestra democracia, y ya son 17 años de la muerte de Pinochet.

Si bien el país todavía tiene heridas abiertas por las violaciones a los derechos humanos cometidos en dictadura, la principal amenaza que enfrenta Chile hoy tiene que ver mucho más con la incapacidad que existe en muchos sectores de la sociedad -en especial aquellos de la izquierda más extrema- de rechazar la violencia como una herramienta legítima de acción política. Porque los violentistas atentan hoy contra los derechos de las personas, son ellos -mucho más que la memoria y el legado de la dictadura de Pinochet- la principal amenaza a la estabilidad y consolidación de nuestra democracia. La obligación de todo demócrata convencido es aislarlos, perseguirlos y trabajar arduamente para que les caiga todo el peso de la ley.

 

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