Paul Newman, 100 años de encanto inmarcesible
El 26 de enero se cumplió el centenario del nacimiento de uno de los actores más magnéticos del séptimo arte. Paul Newman (Shaker Heights, Ohio; 26 de enero de 1925-Westport, Connecticut; 26 de septiembre de 2008) fue bendecido con un rostro cincelado por los dioses, un torso urdido en el averno y unos ojos de un azul inmenso, que tenían el poder de traspasar la pantalla. Intentando escapar de su propia belleza, Newman creó durante más de cincuenta años una singular galería de antihéroes. Algunos canallas y sinvergüenzas. Otros borrachos y pendencieros. Todos ellos perdedores. Encarnando a esos personajes, Newman creció como actor y edificó una nueva imagen de hombre, fuerte y a la vez vulnerable, desencantado pero encantador, misterioso y de una incandescencia distante. Newman. Pocas veces un apellido estuvo mejor puesto. Pocas veces la cámara amó tanto a una estrella. Como escribió en una ocasión la crítica de cine Pauline Kael: «A nadie se le debería pedir que no le guste Paul Newman».
Paul Newman podría pasar por un hombre del Renacimiento: piloto de carreras, pianista ocasional, poeta frustrado, filántropo, defensor de causas sociales, realizador, icono sexual a su pesar y, sobre todo, actor. Sin embargo, en el título de sus memorias, La extraordinaria vida de un hombre corriente, se intuye que el actor no se tenía en tan alta estima. De hecho, su humildad a menudo rozaba el autodesprecio. Newman dijo en una ocasión: «Nunca tuve talento porque siempre fui un seguidor». Incluso uno de los acontecimientos más importantes de su vida, su admisión en el Actors Studio, la cuna del Método, la atribuiría a un accidente; estaba actuando junto a otro actor que estaba haciendo una audición y él fue aceptado de rebote.
Así definió Newman sus años de niñez y adolescencia: «Yo no era nada por naturaleza. No era un amante. No era un atleta. No era un estudiante. No era un líder». Hijo de Theresa Fetzer, una católica de ascendencia húngara, y Arthur S. Newman, un comerciante judío que era socio de una tienda de artículos deportivos, Paul Leonard Newman nació en 1925, en una ciudad a las afueras de Cleveland. De niño era diminuto y recibió varias palizas en la escuela, con lo que tuvo que aprender a anestesiarse para no sentir dolor. «Esa no es una cualidad muy valiosa para un actor», reflexionaría décadas después.
La inseguridad de Newman se remonta a su infancia. Siempre se sintió un perdedor a ojos de su padre, que murió sin llegar a verle brillar. En palabras del intérprete: «Creo que siempre pensó que yo era un peso ligero. A menudo me trataba como si estuviera decepcionado conmigo, y tenía todo el derecho a estarlo. Que él no llegase a ver mi potencial fue una de las grandes agonías de mi vida. Me moría por demostrarle que, de alguna manera, en algún momento, podría estar a la altura. Y nunca tuve la oportunidad, nunca la tuve».
En 1942 quiso alistarse como piloto aviador naval, pero al ser daltónico fue rechazado. Acabó siendo operador de radio y artillero en aviones torpederos en Guam, Hawái y Saipán. De este último destino por poco no logra salir con vida, pero una infección de oído del piloto de su tripulación le libró de ser transferido al USS Bunker Hill, que dos días después sufrió un terrible ataque kamikaze.
Al finalizar su servicio militar, retomó sus estudios en el Kenyon College de Ohio, donde de nuevo un accidente (una pelea en un bar hizo que le expulsaran del equipo de fútbol) le empujó hacia el que sería su destino. Newman se incorporó al club de teatro estudiantil, aunque pensaba que era un actor terrible, sin talento natural, más allá de su capacidad de concentración y su constancia: «Me aterrorizaban los requisitos emocionales de ser actor. Actuar es como bajarse los pantalones, estás expuesto».
Tras graduarse en 1949, se mudó a Woodstock, Illinois, escapando del negocio familiar. En la compañía teatral Woodstock Players conoció a su primer amor, la actriz y modelo Jacqueline Witte, con la que se casó ese mismo año y llegaría a tener tres hijos. La muerte de su padre le forzó a dedicarse a vender artículos deportivos. Hasta que su familia no vendió la tienda no pudo inscribirse en la Escuela de Arte Dramático de la Universidad de Yale, aunque lo que le impulsaba no era la pasión por el teatro: «Estaba huyendo de algo, no estaba corriendo hacia algo».
La formación de Yale resultó demasiado académica para Newman. En 1952 se mudó a Nueva York y se convirtió en miembro del Actors Studio. Estaba abocado a convertirse en una de las puntas de lanza de la generación de actores que relevaría a Gable, Bogart y Grant, vaticinando el «Nuevo Hollywood» que se alzaría sobre las ruinas del antiguo sistema de estudios. Como James Dean y Marlon Brando antes que él, Newman sería embajador del Método en la fábrica de los sueños.
Con Adler, Newman descubrió que era un actor cerebral, en parte por sentirse bloqueado ante sus propias emociones. Necesitaba comprender a un personaje para poder interpretarlo, «vivir el papel». En escena y en la pantalla, Newman rebajaría el nivel de neurosis de sus compañeros del Método Dean, Brando y Montgomery Clift. En lugar de apoyarse en tics histriónicos, construiría sus personajes con un minimalismo eficaz, un naturalismo que hacía que el público pensara que no estaba actuando. También se apoyó en una forma de moverse particular, un andar cansado que se convertiría en una de sus señas de identidad.
En el teatro, formó parte del reparto original de la obra Picnic, de William Inge, estrenada en 1953 (fue el actor suplente de Ralph Meeker). Dos años después interpretaría en las tablas a Glenn Griffin, el criminal que secuestra a una familia en su propia casa en la obra The Desperate Hours, compartiendo cartel con otro mítico actor del Método, Karl Malden.
Su otra escuela fue la televisión. En sus apariciones en obras catódicas tuvo la oportunidad de trabajar por primera vez con realizadores como Sidney Lumet, Arthur Penn o Sydney Pollack, que revolucionarían Hollywood al dar el salto a la gran pantalla.
En 1954 debutó en Hollywood con El cáliz de plata (The Silver Chalice, 1954), un mediocre péplum que Newman no dudaría en calificar años más tarde como «la peor película producida en los años cincuenta». Cuando, en 1963, el largometraje se iba a emitir en una cadena de televisión local de Los Ángeles, el actor publicó un anuncio en la revista Variety: «Paul Newman se disculpa todas las noches de esta semana, Canal 9» (lo que, paradójicamente, ayudó a aumentar la audiencia).
En los años ochenta recibió el Golden Turkey Award al debut cinematográfico más vergonzoso por su participación en la película, y reconoció ser merecedor del antipremio.
El rol de Newman en El cáliz de plata había sido rechazado por James Dean. El mismo año realizó una prueba de cámara para el film Al este del Edén (East of Eden, 1955) junto al malogrado actor. Newman, que nunca creyó tener talento y atribuyó su éxito a una amalgama de perseverancia y suerte, fue el candidato perfecto para sustituir a Dean en varios proyectos que estaban en preparación cuando el atormentado ídolo juvenil murió en un accidente automovilístico, como The Battler, la adaptación televisiva del relato El luchador, de Ernest Hemingway, emitido en el programa Playwrights ’56 (1955–1956) poco después de la muerte de Dean, Marcado por el odio (Somebody Up There Likes Me, 1956), donde encarnaría a otro boxeador, o El zurdo (The Left Handed Gun, 1958), el debut en la gran pantalla del realizador Arthur Penn.
Marcado por el odio adaptaba la autobiografía del controvertido púgil Rocky Graziano, cuya carrera estuvo marcada por su paso por prisión y su participación en varios combates amañados por la mafia. Aunque Newman aún no había pulido su presencia escénica y dependía demasiado de los manierismos de otros compañeros de profesión, el rol supuso su primer gran papel. Cuando no fue nominado al Óscar, el productor Charles Schnee y el director Robert Wise le dieron como premio de consolación un «Noscar».
Por su parte, El zurdo es un wéstern psicológico donde encarnaría a Billy el niño, basado en la biografía del forajido escrita por Gore Vidal. Pese a que los críticos apuntaron que era demasiado viejo para el papel (Newman tenía entonces 33 años, y el pistolero había muerto con solo 22), el actor aportó una fragilidad al personaje alejada de los estereotipos del género. El filme nos permite ver por primera vez a Newman cómodo en la gran pantalla.
El zurdo sería el primer wéstern de Newman, uno de los géneros donde más brillaría, llegando a encarnar a varios personajes reales del santoral del Salvaje Oeste, como Butch Cassidy, el juez Roy Bean o Buffalo Bill.
En los comienzos de su carrera cinematográfica, a Newman le confundían a menudo con Marlon Brando, y llegó a declarar que en su día firmó unos quinientos autógrafos haciéndose pasar por su compañero del Actors Studio, aunque la comparación le molestaba: «Me pregunto si en alguna ocasión alguien lo confunde con Paul Newman».
La primera nominación al Óscar de Newman llegaría con su interpretación de Brick Pollitt en La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1958), la traslación al cine de la obra de Tennessee Williams ganadora del Pulitzer. El actor quedó decepcionado cuando todas las referencias a la homosexualidad de su personaje fueron eliminadas en el guion de la adaptación cinematográfica. Su frustración por la censura se transmitió en una caracterización distante. Richard Brooks iba a rodar la película en blanco y negro, pero decidió hacerla en color para que el público pudiera contemplar el azul de los ojos de Newman y la mirada violeta de Elizabeth Taylor.
En 1958 se estrenaría otra película clave para su carrera. El largo y cálido verano (The Long, Hot Summer, 1958) adaptaba libremente la novela El villorrio, de William Faulkner. En ella, el realizador Martin Ritt explotó por primera a Newman como icono sexual. Aunque, a decir verdad, el motivo de que las chispas saltaran en la pantalla no era casual. Era la primera vez que coincidía en una película con Joanne Woodward, la brillante actriz que ese mismo año ganaría un Óscar por su interpretación en Las tres caras de Eva (The Three Faces of Eve, 1957).
A nadie se le escapó la tensión sexual de la pareja durante el rodaje. Como recordaría su compañera de reparto Angela Lansbury: «Se notaba que la conexión entre ambos era total». Cuando Newman se divorció de Jacqueline Witte, la pareja se casó en Las Vegas y viajaron a Cannes, donde Newman conseguiría el premio al mejor actor por El largo y cálido verano.
Woodward y Newman unirían sus vidas y sus carreras. Juntos harían dos obras de teatro y 16 películas, en cinco de las cuales Newman dirigiría a su esposa.
El actor se despediría de la década con otra gran interpretación, como el ambicioso y amoral abogado Anthony Judson Lawrence en La ciudad frente a mí (The Young Philadelphians, 1959). El drama judicial era la película preferida de su madre, seguramente porque el protagonista se parecía al actor en la vida real, algo que reconocería el propio Newman.
El mismo año volvería al teatro para estrenar la obra Dulce pájaro de juventud, de Tennessee Williams, a las órdenes de Elia Kazan y con la gran Geraldine Page como coprotagonista. Dos años después, la pieza teatral se adaptaría al cine, con Newman y Page repitiendo sus personajes.
Aunque los años sesenta arrancaron de forma poco prometedora, con el tostón de Otto Preminger Éxodo (Exodus, 1960), tan solo destacable por haber contribuido a acabar con las listas negras en Hollywood, al acreditar al guionista Dalton Trumbo, la década brindaría a Newman dos de sus roles más memorables: el Eddie Felson de El buscavidas (The Hustler, 1961) y Hud Bannon en Hud, el más salvaje entre mil (Hud, 1963).
El buscavidas suele figurar como la película preferida de los críticos que ahondan en la carrera de Newman. En esta obra maestra de Robert Rossen, interpreta a uno de los perdedores que le eran tan caros al actor. Para meterse en la piel de un jugador profesional de billar sería entrenado por la leyenda del deporte Willie Mosconi.
A Newman le gustaba contar cómo, años después, mientras estaba jugando unas partidas en una discoteca, un niño se le acercó y le dijo: «Sr. Newman, he visto El buscavidas cuatro veces y verle jugar al billar es una de las mayores decepciones de mi vida». Newman sería nominado al Óscar por su interpretación, aunque seguía sin confiar en sus aptitudes. En palabras de su compañera de reparto, Piper Laurie, «en realidad no creía en sí mismo como actor. Pensaba que tenía grandes limitaciones y que se lo debía todo a otras personas (el Actors Studio, Joanne), parecía no atribuirse el mérito».
En Hud, el más salvaje entre mil se pondría de nuevo en las manos de Martin Ritt, uno de los directores con los que Newman trabajó en más ocasiones, pues compartía con él una visión progresista y social (Ritt había sido acusado de comunista e incluido en las listas negras en los años cincuenta) y la devoción por el Método (el realizador había comenzado su carrera como actor en el Group Theatre, la primera compañía de teatro de Estados Unidos que puso en práctica las técnicas de Stanislavski).
Hud es una película fascinante, a medio camino entre el drama rural y el wéstern moderno, donde Newman compondría uno de sus grandes villanos, un despreciable vaquero egocéntrico, mujeriego, vehemente y alcohólico, que pretende incapacitar a su padre para explotar el petróleo de su rancho.
Newman interpretó a Hud como alguien «podrido hasta la médula», pero su encanto acabó impregnando al personaje, y el público, en especial los jóvenes, lo abrazaron como un carismático antihéroe. El personaje también le hizo popular entre el público femenino y supuso su tercera nominación al Óscar, aunque en esta ocasión serían sus compañeros de reparto, Melvyn Douglas y una brillante Patricia Neal, quienes se alzarían con el galardón.
Con Martin Ritt rodaría otras dos películas del Oeste, la fallida adaptación al wéstern del Rashomon de Akira Kurosawa Cuatro confesiones (The Outrage, 1964), donde, aunque parezca increíble, interpretaba a un bandido mexicano, y la magnífica Un hombre (Hombre, 1967), que adaptaba una novela de Elmore Leonard, un film con tintes sociales lleno de suspense que se erigiría como el mejor wéstern de su carrera.
Newman coqueteó con éxito con el noir en Harper, investigador privado (Harper, 1966) y con el cine de suspense al estilo de Alfred Hitchcock en El premio (The Prize, 1963). Lamentablemente, cuando tuvo la ocasión de trabajar con el maestro del suspense las cosas no salieron como esperaba. Hitchcock, que veía a los actores como ganado, despreciaba las técnicas de los actores del Método, especialmente tras haber sufrido los caprichos de Montgomery Clift durante el rodaje de Yo confieso (I Confess, 1953). Cuando Newman le preguntó por las motivaciones de su personaje en Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), Hitchcock, siempre afilado, le respondió: «Tu motivación es tu sueldo».
Tanto Newman como su coprotagonista, una Julie Andrews gélida y cursi, estaban descontentos con el guion y exigieron hacer varios cambios del libreto que, como el propio Newman reconocería más tarde, no beneficiaron a la historia. En palabras del realizador: «Hubiéramos conseguido mucho más sin Julie Andrews ni Paul Newman. Los estudios me dijeron que siguiera adelante. Costaron 1,8 millones de dólares. Gastar ese dinero fue una desgracia para mí… ¡y con actores equivocados, además! ¡Solo porque atraían al público!». El descontento de Hitchcock con los protagonistas de Cortina rasgada hizo que acabara cediendo el protagonismo de la película a los personajes secundarios. Durante el resto de su carrera, Hitchcock no volvería a contratar a ninguna estrella para protagonizar sus películas.
La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, 1967) supuso otro hito en la popularidad del actor. El filme de Stuart Rosenberg adaptaba la novela de Donn Pearce, un ladrón de cajas fuertes que, durante su estancia en una cadena de presos, oyó hablar de Luke Jackson, un experto jugador de póquer que en una ocasión se comió 50 huevos cocidos por una apuesta. Jack Lemmon produjo la película. Aunque hoy cuesta imaginar a otro actor en la piel del carismático Luke Jackson, Newman no fue la primera opción para interpretar el papel. Lemmon ofreció primero el rol a Telly Savalas, quien no pudo participar por estar en Europa en pleno rodaje de Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967). Con su hábil mezcla de drama carcelario, denuncia social y comedia, La leyenda del indomable supuso un gran éxito comercial, y el papel de Luke Jackson consolidó la carrera de Paul Newman como arquetipo de antihéroe romántico.
Desde luego, no hablamos de un romanticismo tradicional. En las películas protagonizadas por Newman en los años setenta y ochenta solo aparecen vestigios de subtramas románticas y los personajes femeninos son prescindibles o irrelevantes. En producciones como La leyenda del indomable no hay lugar para las mujeres. Cuando aparecen tienen un papel anecdótico, como Katharine Ross en Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969), cuya única función es ver cómo Newman hace piruetas sobre una bicicleta mientras suena Raindrops Keep Falling on My Head.
Sin embargo, su relación con Robert Redford en la misma película, rebosante de camaradería y complicidad, tiene tintes homoeróticos. Cuando Newman aparece en la cama con una mujer, siempre parece dispuesto a escaparse por la puerta de atrás o a encogerse de hombros cuando su partenaire le pida que se quede a dormir. Esa actitud de «tómalo o déjalo» forma parte del encanto de los personajes de Newman en la gran pantalla. Nada parece quitarle el sueño, especialmente los romances de celuloide.
En el otro extremo estaría el Newman director, autor de películas que exploraban el universo femenino con una singular sensibilidad. Las colaboraciones de Newman y Joanne Woodward en estas producciones independientes recuerdan a las de John Cassavetes y Gena Rowlands. Woodward brilla especialmente en películas como Raquel, Raquel (Rachel, Rachel, 1968), donde interpreta a una profesora de mediana edad que vive con su madre, asolada por los fantasmas de la soledad, el sexo y la muerte, o la maravillosa El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas (The Effect of Gamma Rays on Man-in-the-Moon Marigolds, 1972), donde Woodward deslumbra interpretando a una desequilibrada madre de familia, un papel que fue premiado en Cannes.
En estos largometrajes íntimos, Newman encontró una válvula de escape a las producciones comerciales a las que se vio abocado en los setenta y a su frustración por no poder llevar a cabo proyectos más arriesgados, como su intento de buscar financiación para rodar una adaptación de la novela The Front Runner, que giraba en torno a la historia de amor entre un entrenador y un corredor profesional.
Pero si Newman tuvo una válvula de escape a su trabajo como actor, fue su pasión por el automovilismo. En 1969, aceptó el papel del piloto Frank Capua en la película Quinientas millas (Winning, 1969) porque le daba la oportunidad de conducir un coche de carreras. En 1972 participó en su primera carrera profesional. Competía con el nombre de P.L. Newman, para no llamar la atención. Actuar fue perdiendo importancia para él, era solamente lo que pagaba las facturas.
A finales de los setenta participó en las 24 horas de Lemans, quedando en segundo lugar en la general y ganando su categoría. Siguió compitiendo durante toda la década de los ochenta. Desde abril hasta octubre se convertía en piloto de carreras, así que no rodaba películas durante los meses de verano. En 1995, a los 70 años, participó en las 24 horas de Daytona, el equivalente estadounidense de Le Mans. Logró ganar su categoría y terminar en el quinto puesto en la general. Figura en el Libro Guinness de los Récords como la persona de mayor edad en ganar una carrera profesional.
Newman encontró a su compañero de pantalla ideal en Robert Redford. La química entre ambos actores brilló en las taquilleras Dos hombres y un destino y El golpe (The Sting, 1973). Redford era un actor más intuitivo que Newman, pero no tenía problema en esperar a que su compañero se tomase el tiempo que necesitara antes de rodar una escena. Ambos eran bromistas empedernidos, que disfrutaban retándose con nuevas payasadas. En una ocasión, Newman imprimió la cara de Redford en 150 rollos de papel higiénico.
La colaboración entre Newman y Steve McQueen no resultó tan idílica. Los estudios llevaban tiempo queriendo juntar en un proyecto a las dos estrellas más populares de su era. De hecho, McQueen fue el primer candidato para coprotagonizar Dos hombres y un destino junto a Newman, y en un momento de la producción de A sangre fría (In Cold Blood, 1967) se pensó en las dos estrellas para interpretar a los asesinos Robert Blake y Scott Wilson.
Finalmente, McQueen y Newman coincidirían en El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974), la película de catástrofes más famosa de los setenta. El encuentro entre los actores fue una lucha de egos que se tradujo en una discusión por ver qué nombre aparecía antes en los títulos de crédito, llegando a la salomónica decisión de incluir uno de los nombres a la izquierda pero más bajo, y el otro a la derecha y más alto. Sería la primera utilización en el cine de la técnica conocida como «staggered but equal» («escalonado pero igual»).
Otras películas de los setenta explotarían la sarcástica desidia de Newman en papeles como el juez Roy Bean en el fallido wéstern de John Huston El juez de la horca (The Life and Times of Judge Roy Bean, 1972) o Reggie Dunlop, el envejecido jugador de hockey sobre hielo de El castañazo (Slap Shot, 1977), una eficaz comedia deportiva, tan repleta de testosterona como carente de pretensiones. Fue la única década en que Newman no fue nominado a un premio Óscar. Su desinterés, cada vez mayor, en la actuación, no era casual. Se negaba a tomarse en serio a una industria cuyos mayores atractivos eran, en sus propias palabras, «dos robots y un tiburón».
Los años ochenta supusieron el renacimiento de Newman, que supo envejecer mejor que cualquier otra estrella. Mientras su viejo competidor del Actors Studio, Marlon Brando, era fagocitado por su propia leyenda, a base de interpretaciones perezosas y una dieta pantagruélica que pretendía dinamitar al icono sexual que una vez fue, Newman supo reinventarse y crecer como intérprete en películas como Ausencia de malicia (Absence of Malice, 1981) o la estupenda Distrito Apache (Fort Apache the Bronx, 1981), una cinta policiaca realista que fue una de las mayores influencias de la serie Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues, 1981–1987).
El gran papel del Newman maduro llegaría cuando Sidney Lumet le propuso interpretar al abogado Frank Galvin en la magistral Veredicto final (The Verdict, 1982), una historia de redención en la que Newman confesó haberse sentido por primera vez emocionalmente cómodo al encarnar a un personaje.
Según comentaría Lumet, en las primeras lecturas del guion tuvo la impresión de que faltaba algo, y le dijo a Newman que «su interpretación era buena, pero que aún no la había desarrollado hasta meterse dentro de una persona viva, de carne y hueso». Newman fue capaz de mirarse en el espejo, trasladando a la pantalla su dolorosa experiencia con el alcoholismo, lo que Joanne Woodward definió como «la mayor angustia de nuestras vidas».
Veredicto final es un filme de una belleza crepuscular. Lumet convirtió el soberbio guion de David Mamet en el último clásico del género judicial. Pero el mayor mérito es de Newman, al transformar a Frank Galvin en un personaje conmovedor, a punto de romperse, a punto de caer, pero siempre dispuesto a recuperar su humanidad. Su interpretación en Veredicto final es uno de los mayores monumentos al arte de la interpretación de la historia del cine.
Aunque fue nominado al Óscar por su conmovedora caracterización, tendría que esperar hasta 1986 para recibir un premio honorífico por su contribución a la industria del cine. Un año después, volvió a estar nominado y al fin, con 62 años, se alzó con la estatuilla en una categoría competitiva, recibiendo el premio a la mejor interpretación masculina por el film El color del dinero (The Color of Money, 1986), donde encarnaba a Eddie Felson, el mismo jugador de billar que había interpretado 25 años antes en El buscavidas.
En los años noventa, Newman siguió aportando su encanto a películas no siempre merecedoras de su excelencia, como El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994) o Ni un pelo de tonto (Nobody’s Fool, 1994).
En su última aparición en una película de imagen real, encarnó convincentemente al gánster irlandés John Rooney en la estilizada epopeya mafiosa de Sam Mendes Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002). Una vez más, un personaje que en otras manos habría sido irredimible fue cuidadosamente modelado para dotarlo de dignidad. El director de Fotografía, Conrad L. Hall, era un veterano que había trabajado a lo largo de su carrera en varias películas protagonizadas por Newman, entre ellas La leyenda del indomable. En un momento del rodaje, Hall miró por el visor y comenzó a llorar. Cuando le preguntaron qué le pasaba, simplemente dijo: «Era tan hermoso. Era tan hermoso». Hall falleció antes de ver estrenada la película y recibió un Óscar póstumo. Newman moriría seis años después, de un cáncer de pulmón. Tan solo un año antes había corrido su última carrera en un circuito profesional. Tenía 82 años y quedó en cuarto lugar.
Oh, sí, era hermoso. Era un hombre brillante y hermoso, pero no solo por su legado cinematográfico. Cuando su hijo Scott murió de una sobredosis en 1978, se volcó en la construcción del Centro Scott Newman, que brinda apoyo y asistencia a personas drogodependientes.
El actor también fundó campamentos de verano gratuitos para niños enfermos. Su empresa de aderezos de ensalada y salsas para pasta, Newman’s Own, cuyas ganancias íntegras se destinan a fines benéficos, ha recaudado hasta la fecha más de quinientos millones de dólares. Defendió los derechos de las mujeres y el matrimonio entre homosexuales. Fue portavoz del control de armas y del fin de la carrera armamentista nuclear. También fue incluido en el puesto número 19 de la lista negra de Richard Nixon. Junto a su nombre se leía: «Causas radicales liberales». Newman comentaría al respecto: «Fue uno de los logros de los que más me enorgullezco en mi vida. Más que las películas, más que los premios; descubrir que estaba en la lista de enemigos de Nixon significaba que estaba haciendo algo bien».
Aunque no solía conceder entrevistas, en 1994 habló con la revista Newsweek sobre su propia vejez: «No estoy más tranquilo, no estoy menos enojado, no soy menos autocrítico, no soy menos tenaz».