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Paula Cadenas: El desprecio por el hombre normal o la preocupación de que se nos represente

 Crispín Luz era un alma gentil, sencilla, se despertaba temprano para trabajar y cumplía con las obligaciones morales de todo ciudadano en el anonimato. Pero para su autor, Rufino Blanco Fombona, esto no parecía suficiente. A lo largo de la pequeña novela escrita en 1907, al amanecer del siglo y en puertas del gomecismo, presenciamos cómo una mezcla de sentimientos encontrados y conflictos morales van entrabando el destino del personaje hasta sabotear completamente la trama de la historia.

El escritor venezolano, prolijo, bolivariano, pistolero y seductor, especie de Juan Charrasqueado de principios del XX, escribió El Hombre de hierro en los últimos días de Castro, cuando el presidente moribundo se paseaba entre Caracas, Macuto y Maracay para temperar. Castro va macilento, flaco, rojo el cerco de los ojos, caídos los parpados (…) Y en ese vagón de ferrocarril, junto con este hombre extenuado y en demacración va también, canijo y maltrecho, el destino de Venezuela. Escribía en marzo de 1906. Allí, en ese su primer novelín, como solía llamarlo, intenta retratar una sociedad enferma. Lo intenta a partir del retrato de un personaje principal solo y aminorado en medio de una sociedad que lo desprecia, ni su jefe, ni su madre, ni su esposa lo valoran, pero sobre todo le toca a Crispín Luz tratar de funcionar y avanzar a pesar de los golpes de pluma de su creador.

Al final, cuando ya está completamente acabado, cuando ya sin esperanza va a respirar a la hacienda, propiedad de la familia, allí, ve llegar a uno de los hermanos a caballo dispuesto a iniciar una nueva revuelta contra el gobierno. El hermano esboza unas cuantas consignas, sin novedad ni plan, y se marcha pisoteando la tierra, los cultivos. El desmejorado Crispín, canijo y maltrecho como el país, queda diciendo con voz precaria: “pero es una locura”, es una locura sacrificar así la tierra trabajada. Pero el narrador abandona la exclamación ahogada del personaje principal, y decide acompañar un poco más con la descripción el brío de los caballos que a su paso van tumbando los frutos de los sembradíos. La forma en que el autor describe rápidamente a uno delgado, incapaz de ponerse en pie y al otro esbelto, saludable, alzado y pleno desde su caballo, nos permite entrever hacia donde se inclina la balanza de valores del intelectual de principios del XX.

La intención racional del escritor en 1907, según lo explica en varias entradas de su diario, era clara: mostrar esas contradicciones de la Venezuela de entonces, el patrón que se enriquecía con el contrabando, la madre y la esposa poco virtuosas o los hermanos pendientes de revueltas y futuros cargos en el gobierno triunfante o de turno, frente a Crispín Luz, el único que se contenta de llevar una existencia correcta trabajando y siendo justo con los otros. Resulta interesante ver cómo se refleja en la trama de la novela, como en la trama del país, esa contradicción de base en la que el ciudadano sencillo y pacifico es un don nadie y mequetrefe. El autor buscará montar racionalmente esta contradicción, pero al no economizar en adjetivos despectivos, epítetos ni en escenas para ridiculizar a su personaje acabará mostrando finalmente las fisuras de las que él tampoco escapa.

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Hace apenas unos meses, el 27 de junio de 2017 vimos una puesta en escena muy reveladora. Es decir un siglo y una década más tarde, parece que nos encontramos todavía entre el revolucionario de fusil y el civil de traje. Un momento puntual y muy reciente, más allá de la carga trágica que cada evento de actualidad puede llevar, resulta valiosísimo para la comprensión de lo que somos. Me refiero al momento en que irrumpen los militares en la Asamblea Nacional. El presidente de la Asamblea Nacional, Julio Borges, intenta hablar con el hombre de armas, no importa su nombre. El militar responde con frases cortantes, elimina al otro a manotazos de monosílabos callejeros. En segundos, desde un yo alebrestado y armado, con su bota anula los votos de más de un 70% de la población en frases maltrechas. La comunicación no es posible entre un civil en corbata y un uniformado de verde. El presidente de la Asamblea lo percibe y se da media vuelta, entonces el militar le da un empujón por la espalda, pero el civil no responde. Y en ese mismo momento, se ve claramente cómo parecieran confrontarse dos épocas diferentes, dos planos de nuestra historia, casi podemos ver dos psicologías o caras de nuestra idiosincrasia superpuestas.

Muy pronto las redes se llenaron de comentarios sobre la falta de valentía de Julio Borges, de la vergüenza de tener un presidente de asamblea, un diputado de un congreso elegido democráticamente, que no defienda ‘‘como se debe al pueblo que lo eligió’’ -¿a gritos y a palos?-. Lo preocupante a mi ver no es solo la constatación de la degradación del lenguaje, el abuso, el atropello, tampoco el presenciar una vez más y de forma tan palpablemente descarnada las profundas fracturas en las formas; heridas perpetradas a la democracia por más de 18 años, incluso antes de Chávez. Lo verdaderamente revelador es el poco valor que se le otorga a la salida civil, pacífica, a la palabra sencilla que busca e insiste en el diálogo, incluso frente al ejército. Inmediatamente después, cuando el diputado agredido vuelve a la sala donde parecen tener sitiados a los diputados, se escucha a un Borges en tono pasmosamente calmado decir: “Es que no se puede razonar”. En un artículo publicado en la prensa digital, se le llama ‘‘pelele’’ y ‘‘sumiso’’, se desprecia su comportamiento por no haber defendido con firmeza y coraje los casi 15 millones de votos y hacer frente al ‘‘comandante de la unidad’’. El autor, Orlando Avedaño, agrega que “al dejarse humillar Borges de esa manera, el régimen, a través del gorila déspota, humilla y empuja a los millones que empuñaron, aquel 6 de diciembre, el civismo —aunque, probablemente, varios no lo hubiesen permitido.//Es una pésima imagen la que se expide.”

Así vamos, pensando en la imagen, en la representación, en la puesta en escena, en las cámaras. Cámaras a las que Borges, por cierto, señala justo en ese momento. Pues es a lo que le apunta, a la grabación, agregando que todo ese despliegue era una farsa. Así, señalando la cámara le dice al de la bota que él, el presidente de la Asamblea Nacional, representante de una enorme mayoría, no entrará en su juego, en su montaje, en su farsa, justamente en la otra representación. Sí, en eso que está montando, que es un tinglado. El militar repite, ‘‘farsa’’, queda aún más desprovisto de palabras y ejerce la autoridad, acude entonces muy rápido a las manos; el último y único recurso del pobre de palabras.

Pero los posts se repiten, apuntan a la preocupación de que no se nos represente como se debe, que no se le haya puesto un parado de una buena vez. Otros aluden a la imagen que damos internacionalmente. No enfrentarlo es ‘‘dejarse”. El autor del artículo propone además como verdadero ejemplo, como imagen en oposición, los miles de venezolanos que se enfrentan al régimen, en la calle, los valientes jóvenes que han luchado contra los militares y han salido a dar la cara y a poner el cuerpo. No perdamos de vista aquí, ese factor, poco estudiado, de representación histriónica que tienen las manifestaciones, ese lado de escenificación, de demostrar al mundo, que entendemos como necesaria y muy eficaz, pero el problema es que finalmente acabe siendo un fin en sí. Acaso peligrosa trampa narcisista y distorsionadora.

Es decir, que en la propuesta de los que salen a criticar duramente al presidente de la Asamblea, parece haber una clara oposición entre ese obrar al interior, ese guardarse, hacer pausa e incluso silencio, como inapropiados, y ese salir a representar como la acción idónea. ¿Es decir que el enfrentarse cuerpo a cuerpo al militar armado es la única alternativa que nos queda? ¿La posibilidad de intentar hablar sin subir el tono y buscar conversar en voz baja queda entonces anulada? ¿Y qué hay de la alternativa de retirada, reflexión y silencio como estrategia?

Y si pensáramos en términos heroicos o de valentía –pues al parecer es éste el lenguaje que nos reúne– la verdad es que exige mucha templanza el no caer en la provocación de la violencia, sobre todo a lo largo de todos estos años. Resulta oportuno recordar, no olvidar, la cantidad de veces que hemos presenciado enfrentamientos violentos en la asamblea, justamente en los que Borges ha acabado con el ojo morado. Toca ejercitar un respirar profundo y continuar. Pienso, esperemos, que mucha reflexión puede haber detrás para aprender a dejar al otro con sus monosílabos cargados de resentimiento, para darle la espalda a sus repetidos “Usted puede ser el presidente de la Asamblea, pero yo soy el jefe de la unidad”. Y ese “¡No me importa quién eres tú!” abre todo una brecha para entender dónde estamos, situarnos. Por un lado, creo que hace falta templanza y coraje para darle la espalda a un hombre armado, guapo y apoyado. Luego, es cierto que hace falta reflexionar sobre lo que verdaderamente significa representar a un grupo. Acaso el mayor enemigo –¿en número?– no sea el de la bota, sino el pequeño Gómez que llevamos todos al interior, que, como Blanco Fombona mismo, atenta contra todo proceder democrático. Conocidas son las anécdotas de este intelectual armado, quien no dudaba en sacar espada, pistola o hasta machete en medio de una conversación acalorada. Él fue quien participó desde París en campañas y planes para derrocar a Gómez, incluyendo el del Falke; otro trágico episodio heroico de nuestra historia inmortalizado por Federico Vegas en su novela homónima. Y muchos son los diputados, lo sabemos, que van disfrazados de civiles, pero con el arma debajo.

El argumento de la pausa, el darse la vuelta y replegarse es rápidamente tumbado por numerosas voces en las redes que se llaman de oposición. Mientras, se extiende una banalización de la violencia, y escuchamos en coro un “No podemos seguir dejándonos humillar”. ¿Y qué significa verdaderamente esta frase en un contexto donde nos estamos dejando matar ya hace mucho? ¿Es que no terminamos de entender que deberíamos comenzar a buscar otras herramientas para salir de este hueco hacia el que se quiere arrastrarnos? Los primeros que repiten en medios públicos, “lo que se quiere es una guerra civil” son los del gobierno, pues para eso sí que están armados. ¿Y es lo que se quiere? ¿Adentrarnos más a esa cueva o este laberinto de estratagemas y excesos en el que acabamos sacrificando a diario a los jóvenes?

Acaso podamos ver allí, en aquella escena de la asamblea, en ese instante exacto, una radiografía –parafraseando el título de Cercas– o algunas claves, incluso desde nuestro complejo heroico. Pues hay un héroe antiguo, pero con visos modernos, muy astuto, el único capaz de vencer al Monstruo de un solo ojo, al Cíclope, que, como ese militar, vive en su cueva sin capacidad de ver más allá. Y es cegándolo de la sola mira, del solo ojo como logra enfrentarlo, pero para llegar allí, a hacer de su percepción una desorientadora cavidad, le toca entrar a la cueva, esconderse, sufrir, aguardar, dejarse arrinconar, simular y hacerse pasar por nadie. Odiseo es un héroe, pero no como los otros, es capaz de hacerse llamar Nadie, hacerse pasar por mendigo, su fuerte no son tanto las armas como el verbo, la astucia, la creatividad y la estrategia. Mucho sufrimiento e historias lo han llevado allí. ¿Pero quién hoy está dispuesto a borrar su nombre y plegarse a un plan? Y lo más difícil: ¿cómo silenciar las voces que se dicen aliadas pero nos impiden alejarnos de la sinrazón?

Hemos llegado hasta acá aplaudiendo al héroe militar, revolucionario y caudillesco. Al guapo y apoyado, a Juan Charrasqueado, también más tarde a Juanito Alimaña, hemos dejado algún caballero civil, estadista y bien hablado en el olvido por el hombre a caballo y alzado en armas, al hombre de bota capaz de atacar a machete o cuchillo. No sabemos apreciar las cualidades de un buen ciudadano, como la del trabajo anónimo, sencillo, puntual y responsable. Nuestra lengua está poblada de adjetivos denigrantes para las almas pacíficas, mequetrefe, señorita que se deja o el de pelele recientemente usado contra el presidente de la Asamblea Nacional.

Los comentarios en las redes, como el lenguaje en la novela de El hombre de hierro, acaban revelando al interior de la sociedad esa misma contradicción que llevaba dentro el apasionado Rufino Blanco Fombona, revolucionario, hombre de letras, dado a las artes amatorias como a las armas, iracundo y ambicioso, feroz luchador contra el gomecismo, pero que siempre albergó la esperanza de ver a Venezuela libre, sí, pero también, en el fondo, para poder él a su turno tener un puesto en el gobierno; él, quien pudo ver el destino canijo y enfermo de Venezuela, y creó al bueno de Crispín Luz, pero que no lo dejó ser. Blanco Fombona, gobernador de Amazonas, quien no dudaba en retar a duelo a caciques o escritores; el hombre que murió en el exilio, en Argentina, con el mismo temple y sus grandes bigotes. Y cuenta Alejandro Rossi que su madre descubrió bajo la almohada de Blanco Fombona, en la habitación del City Hotel donde falleció, el arma y rastros del tinte negro con el que se tapaba las canas, el arma y el disfraz, agrega Rossi. Eso es, hasta la muerte el arma y la representación, la puesta en escena, para que se vea cómo nos cuidamos y no nos dejaremos humillar.

Abrigando siempre la esperanza de un Gran futuro –no normal, sino glorioso– para “ella”, Venezuela, la patria que como doncella poco independiente, seguirá esperando la llegada del hombre providencial, no de un equipo de estadistas, sino del macho para que la represente y la defienda, en lugar de comenzar a hacerse y construirse en el día a día, trabajando, donde cada gesto ciudadano cuente y haga de cada uno de nosotros una pieza que juega a favor de la verdadera representación democrática, haciéndola valer.

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