Democracia y Política

Pedagogía de la frustración

No se conoce un solo caso en que el nacionalismo haya cedido en algo a cambio de las sucesivas renuncias del Estado

Acaso el mayor éxito del nacionalismo, tanto del catalán como del vasco, haya sido el de asentar en buena parte de la opinión pública la idea de que España les debe algo y que para que no lo tomen por las bravas es menester apaciguarlos con privilegios, franquicias y caprichos varios. No se conoce una sola vez que hayan cedido nada a cambio; como máximo se han permitido perdonarle la vida al Estado, y apenas durante los ratos en que preparaban el siguiente asalto. Y para una oportunidad en que aunque tarde, a rastras y sin convicción completa las instituciones plantaron cara a un intento de ruptura de la convivencia, llega un Sánchez y decide por su cuenta dar marcha atrás, aliarse con los autores de la revuelta, otorgarles la razón, asumir sus quejas y finalmente indultarles la condena comparando a Junqueras nada menos que con Mandela. Es decir, utilizar el Gobierno para revocar la acción de la justicia, pisotear el Derecho, humillar a la nación y malversar el único éxito cosechado en cuatro decenios contra la coacción del soberanismo irredento.

Como suprema expresión de gratitud, los beneficiarios se han permitido, no sin hacerse mucho de rogar, insinuar que el presidente va por buen camino y que su puesta en libertad supondrá un pasito adelante en el «alivio del conflicto». Es decir, que piensan seguir practicando el chantaje y que ni por asomo tienen bastante con verse en la calle. Eso ‘va de soi’, es el requisito mínimo indispensable: ahora viene la lista de reclamaciones habituales, con intereses de mora por el tiempo que han pasado en la cárcel. El sanchismo y sus corifeos celebran satisfechos el gesto, como si los reos hubiesen declarado su arrepentimiento entre cánticos de palinodia y golpes de pecho. Necesitaban una reciprocidad siquiera exigua para salir de la asfixia que les ha provocado su abdicación ante las presiones separatistas. Llega, dicen, la hora de la política. La de la ley ha pasado a mejor vida.

Durante la insurrección de 2017, el filósofo Javier Gomá dejó dicho que el nacionalismo debía aprender -o había que enseñarle- a gestionar su frustración, que es la característica mental de la etapa adulta. Pero eso implica empezar a decirle que no, negarse a pagar sus falsas facturas, obligarle a aceptar el fracaso y hacerle entender que la autodeterminación no llegará nunca. Esa clase de pedagogía ausente desde siempre en Cataluña, donde sólo el Estado practica -bajo el disfraz del entendimiento o la concordia- una permanente y unilateral renuncia. Renuncia al ejercicio de la soberanía nacional y a la vigencia práctica de las bases constitucionales. Renuncia al principio de legalidad, a la división de poderes, a la sociedad de ciudadanos libres e iguales en derechos, deberes y responsabilidades. Renuncia, en fin, al compromiso esencial de los gobernantes: garantizar que en su país nadie sea más que nadie.

 

 

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