Pedagogía frente a la barbarie
Entre la humareda y las barricadas, algunos destellos esperanzadores. Apenas ocupan una foto, un vídeo breve o un texto de acompañamiento en las crónicas sobre Cataluña. Pero esas escenas fugaces se quedan en la retina como un fogonazo de foto antigua, porque sus protagonistas apelan al coraje y a la decencia en medio del encanallamiento de unos y la cobardía de otros.
Pienso por ejemplo en Julia Moreno, micrófono en mano, entre unas decenas de estudiantes que desafían en Barcelona la huelga soberanista. Tiene 21 años y preside S’ha acabat!, una asociación que hace frente al secuestro de las universidades por parte de los totalitarios.
O en María José Figueras, rectora de la Rovira i Virgili, de Tarragona, intentando dialogar con los encapuchados que la obligan a cerrar el recinto y que, como sucedáneos mamarrachos de Millán Astray, le dicen eso de «no se ampare en las leyes, no sirven de nada».
O en Paula, vecina del Paseo de Gracia, que en un memorable desahogo ante los micrófonos de Ana Rosa imparte una lección de historia: el nacionalismo como ideología perversa que lleva 40 años creando fronteras con el apoyo de una izquierda que enterró sus principios.
O en Cayetana Álvarez de Toledo, que planta cara a unos estibadores en la plaza Sant Jaume. Ella repite «ley, democracia, libertad». Y la turba vocifera: «Guarra», «zorra», «puta», «vuélvete a Argentina»… Por cierto, según El País, Cayetana «se enzarzó» con los estibadores, que la llamaron «chula». El diario de Prisa ha remedado el chiste del culo y el búho de Eugenio: puta, he dicho puta. Les faltó añadir que se lo buscó por ir provocando. Para La Vanguardia, Álvarez de Toledo y los estibadores habían tenido «sus más y sus menos». Tanto eufemismo miserable resulta conmovedor.
Todas estas mujeres, como Inés Arrimadas o Maite Pagaza, hacen pedagogía frente a la barbarie. Pero no es una cuestión de feminismo. En el otro lado tenemos a Meritxell Budó, portavoz del Gobierno catalán, que justifica lo injustificable con un discurso viscoso y lastimero. O a Ada Colau, que retiene a la Guardia Urbana mientras arde su ciudad y luego pide paz, como una Gandhi que ha abandonado la dieta crudivegana.
En estos tiempos de enmascarados y de equidistantes, de «ensoñaciones» y ciudadanos ilusos, de repente alguien habla claro, en medio del fragor, a cara descubierta. Que se nos quede grabado como un gesto heroico dice mucho de la indefensión en la que nos encontramos.