Peligroso aspirante a autócrata
En lugar de dar explicaciones urgentes sobre su esposa, pretende imponer un régimen de impunidad para él y persecución a quienes no le obedezcan.
Como era de prever, Pedro Sánchez ha anunciado su continuidad en el cargo, tras cinco días de insólita dejación de funciones que, en realidad, han sido una bochornosa ceremonia de culto a su personalidad, tan residual como válida para calentar su retorno victimista y épico.
El vodevil, con un desenlace previsible, resulta un peligroso fraude sin precedentes conocidos, pues invierte la responsabilidad inherente al cargo de una manera inaceptable, impropia de una democracia occidental y típica de regímenes represores de otras latitudes.
Porque no solo se le niegan explicaciones a la opinión pública sobre las actividades de la esposa del presidente; sino que además se convierten los sólidos indicios de un comportamiento como poco impresentable en una excusa para atacar la independencia judicial y la libertad informativa.
Sánchez tiene que ofrecer una versión razonable de las actividades de Begoña Gómez, cuya labor de intermediación de distintas maneras en ámbitos relativos a las funciones y decisiones de su marido está más que documentada.
Porque fue designada, a dedo, para dirigir una «cátedra extraordinaria» especializada en el mundo de la captación de fondos, sin ser licenciada y sin ningún tipo de control aparente. Porque asociados a ese chiringuito universitario recibieron millonarias adjudicaciones del Gobierno, con cartas de recomendación de ella misma. Porque mantuvo relaciones comerciales con compañías receptoras luego de ayudas y préstamos firmados por subordinados de Sánchez. Y porque recibió, a través de empresas de las que era accionista o en plataformas de las que formaba parte, subvenciones gubernamentales.
Todo eso puede ser o no delito, pero es en todo caso incompatible con el más elemental sentido de la ética y de la estética, dos requisitos innegociables en tan alta magistratura. Que además sugieren un posible enriquecimiento en el núcleo familiar de Sánchez, y por tanto para él mismo, que quizá explique su resistencia a atender la reclamación del Consejo Europeo de que se consignen en sede oficial todos los datos económicos de los cónyuges de los altos cargos.
Ante esa falta de ejemplaridad, como poco, la respuesta democrática no puede ser el silencio y, a continuación, una escalada liberticida contra quienes, en la Justicia o la prensa, intenten contar la verdad y calibrar las consecuencias de todo tipo que merezca.
Convertirlo todo en una conspiración de la «derecha y la ultraderecha», calificar el funcionamiento ordinario de jueces y periodistas de «golpe mediático y judicial» o convertir las evidencias documentadas sobre Begoña Gómez en una «máquina del fango» supone atentar contra los fundamentos del Estado de Derecho.
Y transformar en ley ese delirio acercaría a España a una especie de autarquía caciquil en la que un alocado presidente se dota a sí mismo de una impunidad total mientras persigue, desde un ejercicio absolutista del poder, a los contrapoderes definitorios de una verdadera democracia. El país no tiene un problema con la «ultraderecha», obviamente, pero sí lo padece con el populismo chavista de un presidente desquiciado, peligroso y antidemócrata.