Peña Nieto y el populismo
Al comienzo de septiembre en su informe anual ante el Congreso, el presidente de México identificó al populismo como el gran riesgo que enfrenta su país. A fin de mes, llevó similar mensaje a la Asamblea General de las Naciones Unidas. A mitad de camino en el sexenio, tal vez esta sea la nueva agenda comunicacional de la administración de Peña Nieto.
Es paradójico. La prensa internacional no deja de informar sobre las masivas violaciones de derechos humanos, de las que Ayotzinapa es solo un ejemplo entre muchos; sobre el narcotráfico, que ha penetrado la política hasta sus raíces; y sobre la corrupción al más alto nivel, desde la casa blanca hasta la fuga del Chapo Guzmán. Y sin embargo, en Nueva York, el presidente les dice que están desinformados, ya que el verdadero peligro que enfrenta México es el populismo.
No es la primera vez que Peña Nieto se distancia de la realidad. Ni la primera vez que lo hace recurriendo a la escena internacional durante una crisis interna. Luego de las desapariciones de los normalistas, viajó a China en vez de viajar a Iguala. La fuga del Chapo lo sorprendió casi empacando la maleta para viajar a Francia, y a París partió nomás. Ahora en la Asamblea General, y luego del demoledor informe sobre Ayotzinapa del GIEI, grupo de expertos convocados por la CIDH, Peña Nieto usa las Naciones Unidas para hacer política chica y criticar a López Obrador y al Bronco, quienes más que una amenaza populista representan una amenaza a las chances electorales del PRI en 2018.
Peña Nieto ataca al populismo, pero no explica qué entiende por tal. Señala que el populismo fomenta el odio y debilita las instituciones. Ello es limitado, por decir lo menos. El populismo se enfrenta a las elites pero también exhibe un discurso de solidaridad entre los humildes. Es cierto que rechaza las instituciones de la democracia liberal y su arquitectura constitucional, pero al mismo tiempo ha sido siempre un efectivo constructor de instituciones de control social.
Lázaro Cárdenas
La sutileza no es trivial, ya que la mejor ilustración de ello proviene de la historia de su propio partido. El presidente podría volver a esos textos clásicos y enriquecer el debate. Bajo Lázaro Cárdenas tuvo lugar el momento populista por excelencia, con nacionalizaciones, reforma agraria, redistribución, industrialización sustitutiva y, sobre todo, con corporativismo clientelar, estrategia que ha hecho escuela en la región. Es decir, nadie ha sido más populista que el PRI, creador de mecanismos de cooptación de grupos subalternos que, a la vez, le han sido funcionales para la perpetuación. Esa es la identidad del partido de gobierno, aún en este siglo.
Pero Peña Nieto omite esa discusión y agrega su nombre a la larga lista de la confusa cacofonía latinoamericana de hoy: el populismo como bête noire, sin saber muy bien si estamos hablando de lo mismo. Es que si llamamos populista a cada político—o política—que usa su carisma personal para llegar al electorado, abusa de la retórica, hace promesas que no podrá cumplir y gasta más de lo que recauda, entonces populismo y política serán sinónimos. En América Latina, es el anclaje en la singularidad histórica que le da sentido a “Populismo”, con mayúscula, como nombre propio.
Peña Nieto agrega a la confusión porque usa el término como mero insulto y como cortina de humo para distraer la atención. Confunde además porque evita hablar de los verdaderos peligros que afronta México. Distrae la atención con amenazas hipotéticas, mientras la sociedad mexicana paga con su vida sus encuentros cotidianos con el enemigo real: la colusión del crimen organizado con el poder, la cual sostiene el autoritarismo criminal-subnacional, régimen político propagado por todo el territorio.
El presidente elude estos temas porque evade su responsabilidad. Si dicha colusión ha generado un verdadero sistema de dominación, lo es por el tácito pacto entre el centro y la periferia, o sea, entre el gobierno federal y los gobiernos locales a los cuales se les ha concedido crecientes cuotas de autonomía. Ello ha llevado a una profunda degradación de ese mismo Estado, la licuación de su soberanía. Aquella frase del procurador Murillo Karam es casi una confesión por la negativa: “Iguala no es el Estado mexicano”.
Capturado por grupos privados, la idea de abdicación estatal es más que metáfora. Como destaca el informe del GIEI, la investigación en Ayotzinapa concluyó que los estudiantes fueron secuestrados, algunos torturados y luego ejecutados por policías municipales, estatales, federales y miembros del ejército, ellos además del cartel Guerreros Unidos. También estableció que esos hechos no han sido aislados sino que responden a un patrón común que se observa en diferentes zonas del país, crímenes que quedan impunes en una abrumadora mayoría de los casos.
El presidente debería explicarle al mundo como hará para reconstruir el Estado y poner fin a este genocidio, para lo cual hace falta voluntad política, un bien escaso. Ello porque el gobierno ya ha rechazado la creación de una comisión internacional contra la impunidad, según han recomendado los expertos. Argumenta que México posee las instituciones necesarias para investigar, juzgar y condenar a los culpables. “México no es Guatemala”, comentan en privado—y con arrogancia—los funcionarios priistas. En el México rural profundo ello sería motivo de ironía, si no fuera que causa dolor e indignación.
Peña Nieto continúa en su propia burbuja. En lugar de resolver la crisis de derechos humanos—o de delegar en otros, dada la visible incapacidad de su gobierno—prefiere especular sobre las amenazas imaginarias del populismo. Olvida que esos crímenes están en la columna del debe de su propia contabilidad. Ignora tal vez que la cadena de la responsabilidad legal y política siempre llega a la cima de la estructura de poder. Y que es él, y solo él, quien está en esa cima.
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