Pensar México, otra vez
Frente a un poder hegemónico, las luchas que se ven como pequeñas son aquellas que conforman movimientos capaces de ocuparse de las más amplias: democracia, justicia, libertad.
Hay suertes extrañas y un tanto malditas. México atraviesa las fragilidades de la suya. Son escasas las nociones más arriesgadas e imprecisas como la muy mexicana idea de que, al margen de tragedias, sin importar decisiones políticas y errores, la vida sigue un curso medianamente aceptable. Quien niegue el deterioro del país, aunque buena parte de él lo sufra; quien se resigne a que los muertos son demasiados, pero se mantenga tranquilo porque son más los vivos; que la economía se ha ido al carajo suficientes veces, pero no es grave y otras tantas se ha levantado, juega con una confianza infinita de imposible permanencia.
Este país que no se acaba nunca lo hace a manera de disculpa frente a todos sus excesos, olvidando que la mayoría de las naciones tampoco se desvanecen, incluso al llegar a conquistar sus peores sótanos.
La facilidad de adaptación a lo nocivo actúa como vocación autodestructiva de escape continuo.
Políticamente, los mexicanos adoptamos el hábito de suponer que la suerte –si aceptamos llamarla de esa forma– no se termina. Solo que cuando lo que da la impresión de terminarse es el experimento constante, en construcción o refinamiento que somos todos los países, se padecen episodios evitables y queda buscar la forma de sanar cicatrices en un proceso cruel y lento.
Esa extraña conciencia política y costumbre a sus usos, nuestras peores características, ha permitido ignorar la posibilidad de fatalidades. Se cambian actores políticos, composiciones de los poderes, adscripciones partidistas y entre gritos triunfales, temores o estridencias vacías, no se asumen nociones de urgencia, aunque se pronuncien. Este es nuestro estado natural, acrecentado hoy día.
Mientras la conversación pública se sitúa en uno de sus capítulos más complicados a causa del regreso a una hegemonía partidista, la vulneración a las lógicas republicanas de separación de poderes por medio de reformas que llevan a la designación de jueces y ministros mediante voto popular, y la desaparición de organismos autónomos, producto de un intento de equilibrio para la eficacia de la administración pública; al mismo tiempo de todo aquello, se descubren campos de exterminio en Tamaulipas, la violencia de Sinaloa evoca fantasmas como costumbres y al sur, en Chiapas, poblaciones son relegadas al desplazamiento forzado y al desamparo del control territorial por parte de un crimen organizado capaz de afectar los precios de los alimentos.
La gravedad de las reformas está suscrita a la desolación y al tiempo. Si las rutinas de lo peor en México no se han resuelto, quien quiera atender la historia, ejemplos y valoraciones, sabe bien que el efecto de las reformas profundiza su condición, elimina las posibilidades reales de contener eso peor y, sobre todo, aleja el espacio de aspiración para resolverlo. Por eso, frente a los demás elementos detestables de este país, el momento exige poner atención en su impacto.
Lo más agotador de este diagnóstico, y tantos otros similares, es la absoluta disociación de que se tratan de efectos de una manera de hacer política que llegó a su límite.
¿Es posible articular un discurso de oposición al que los partidos, como único instrumento democrático de acceso al poder, terminen sumándose, aunque sea como única forma de garantizar su supervivencia? ¿Existe la posibilidad de organizar ese discurso?
El punto de mayor riesgo político y democrático en el que nos encontramos, gracias a la serie de reformas propuestas y refrendadas entre las administraciones entrante y saliente, es el síntoma cumbre de nuestros vicios democráticos. En todo el planeta avanzaron el populismo y los nativismos, ¿cómo llegaron a hacerlo en México de una manera suficiente para desplazar desesperaciones sobre niveles de violencia tan particulares? ¿Por qué nuestra relación con la ley admitió la insensatez de querer tener jueces electos por sufragio? Las sociedades se hacen democráticas a partir de sus fracasos y pedagogías públicas. Debemos aceptar el fracaso absoluto en la construcción de anticuerpos para enfrentar demagogias y la relativización de los principios republicanos más elementales.
La guerra contra las drogas y sus saldos, la corrupción rampante y frívola, el deterioro del discurso desde el poder, la veneración a la mentira en sus expresiones más ridículas, el insulto como método de interlocución, el desmantelamiento de controles políticos que tomaron décadas, el voto mayoritario por un proyecto de gobierno militarista y opaco cuyas consecuencias antidemocráticas se han alertado ampliamente, son parte de una secuencia de errores acumulados.
Pese a todo lo escrito, es falso afirmar que las acciones de la oposición al oficialismo comparten la sensación de emergencia. En la mayoría de los casos, vemos a partidos políticos buscando su acomodo en una cotidianidad exigua. No se han dado cuenta que ya no está ahí.
Las protestas contra la reforma judicial o en defensa de organismos autónomos, el rechazo a la precarización de instituciones académicas o la búsqueda de desaparecidos, entre muchos más, son movimientos que se desenvuelven, generalmente, unos al margen de otros.
El fallo que otorgó sobrerrepresentación legislativa al oficialismo, su reacción ante la pérdida de votaciones –que buscó anular elecciones y consiguió hacerlo–, la cancelación de elecciones locales a causa de la violencia y la cantidad de candidatos asesinados en el proceso electoral, impedirían afirmar con un piso ínfimo de honestidad intelectual que en México nos conducimos bajo códigos democráticos.
Aunque resulte paradójico, banderas como la democracia, la justicia o la libertad no son suficientes ni para articular un discurso que llame a la suma social ni para confrontar el relato de un gobierno hegemónico, que secuestró valores políticos con una etiqueta ideológica y cuenta con infinidad de canales de dispersión. Ambas situaciones están entrecruzadas.
Sin dejar de atender los llamados a estos valores fundamentales, la asociación del descontento en la vida diaria con la gestión pública se puede dar a través de realidades locales y tangibles: carencia de agua, abandono de zonas a la merced de su infortunio, carencia de medicinas, desastre ambiental, poblaciones sujetas a una violencia recurrente que se sigue viendo como casos aislados, condiciones de género, etcétera. Si algo promete este país es un catálogo de condiciones detestables.
Romper la disociación de precariedades con el ejercicio de gobierno del oficialismo es la gran tarea en la construcción de un relato opositor.
Frente a un poder hegemónico, las luchas que ocasionalmente se ven como pequeñas son aquellas que permiten conformar movimientos eficaces con capacidad de crecer hasta ocuparse de las preocupaciones más amplias, vistas comúnmente como abstracciones no palpables: democracia, justicia, libertad.
La realidad exige que la articulación de una oposición política funcional no provenga de una raíz partidista aunque eventualmente necesite, por obviedad de naturaleza democrática, a los partidos políticos existentes. Última llamada a algunos de ellos, que quizás apenas alcance para unos cuantos de sus miembros. En México, la dificultad para formar institutos políticos condena a la irrelevancia electoral los nuevos esfuerzos.
En el estado en que nos encontramos, decir sociedad civil organizada ha perdido un significado que se traduzca en capacidad de acción política. El rechazo, la denuncia y el enojo, imprescindibles para la vida pública, no pueden mantenerse en el diagnóstico a menos de querer quedarse en él.
Debemos encontrar otras formas de conversar. Espero que alguien esté interesado en hacerlo. ~