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Pérdida y recuperación del caudillo

No se trata de obediencia, del temor primitivo al cacique, sino de un morbo casi metafísico por la autoridad

Hago examen de conciencia sobre nuestros dictadores y caudillos. Educados para la guerra, la violencia y el insomnio –¿no descendemos, acaso, de conquistadores y navegantes?– nos fascina la silueta del poder, nos persigue la voz del hombre fuerte, del gran capitán. No se trata de obediencia, del temor primitivo al cacique, sino de un morbo casi metafísico por la autoridad. Ese morbo alentó y sigue impulsando el destino de la nación, nuestra vida política, nuestra literatura e incluso nuestro mundo familiar.

La historia cubana parece reducirse, a menudo, a la tensión entre el señor presidente y la lucha por librarnos de él. En cada caso estábamos agotados tras una larga guerra; decepcionados –de los mambises, de los liberales, de la democracia–; adoloridos por un tirano previo –Batista, Machado, Weyler–; y dispuestos a entregar lo que fuera, tierra, libertad, familia, con tal de un poco de paz, un poco de silencio entre las balas.

Miro la foto de un tío abuelo mío en los años treinta: un piquete de amigos, en camiseta y pantalones de tirante; posan descaradamente en una prisión machadista. Se ríen, los muy condenados. Eran periodistas y alborotadores. Gallitos municipales que se burlaban del presidente iletrado y obeso (a nice fat man, dijo de él Langston Hughes).

Se fue endureciendo, haciéndose más descreído. Cuando vino Castro, reconoció el tufo del despotismo y entendió –ese perro lo había mordido antes– el despeñadero en que nos habíamos metido

Encorvado y nostálgico sobre un escritorio, vuelvo a ver a mi tío abuelo en una fotografía de los sesenta. Después de batallar contra Machado y Batista, ahora le huía a Castro en su exilio neoyorquino. Añado –para más credencial– que era muy amigo de Martínez Villena, el poeta, y conservó de él unas fotografías que ahora están en mi casa cubana.

Su conversión política fue metódica y lenta, cribada por la muerte de sus amigos y la represión policial. Se fue endureciendo, haciéndose más descreído. Cuando vino Castro, reconoció el tufo del despotismo y entendió –ese perro lo había mordido antes– el despeñadero en que nos habíamos metido.

Es decir, que vengo de una larga tradición de incómodos y desconfiados del poder. Llevo esa sospecha en la sangre y no creo en ninguno de los que se sientan en el butacón de Palacio, lo digo para evitar molestias futuras.

Cuando me veo tan lejos de la casa, en el rincón más frío y memorioso de Castilla, pensando qué remedio tiene lo que sucede a mi generación –escritores, pintores, filósofos, cineastas, gente joven y buena, presos o exiliados–, cómo podemos manejar nuestra salvación nacional, regreso a mi tío abuelo, riéndose del policía machadista que tiró su foto en prisión.

Me da fuerza ese recuerdo.

Físicamente habitamos un espacio, pero sentimentalmente –lo dijo Saramago– somos habitados por una memoria. Tenemos la experiencia de nuestros muertos y un catálogo de cabrones totalitarios cuyos movimientos analizar. Tenemos cultura y conocimiento para no caer en las trampas del nacionalismo, la gritería y el olvido, que son las marcas del tirano.

Por mi parte –y después de leer mucho sobre puñaladas y fogonazos en Asturias, Carpentier y Vargas Llosa–, doy lectura pública a mi breve manual para olfatear dictadores, por si sirve de algo.

Toleran de mala gana a los intelectuales, a los periodistas, a los artistas, a los curas, a los militares, a los diplomáticos y a los gerentes internacionales, porque los necesitan. Pero si los pueden manipular y educar, mejor

Los déspotas comprenden nuestra historia y la aprovechan, saben cómo funcionamos hace cincuenta, cien, doscientos años. Hacen malabares con el tiempo y las palabras –son excelentes narradores–, nos convencen de su lógica, de la justeza de sus afirmaciones. Aspiran a ser amos de la historia, que rara vez los absuelve.

Traen la retórica del mesías, del elegido. Como Céspedes no pudo, como Martí tampoco, como los demás son corruptos o están muertos, yo soy el hombre capaz. El que vino a salvarlos. En su auxilio invocan al maligno enemigo: los imperialistas, los de la otra orilla, los que no están con nosotros, siempre mejor armados y con más saña.

Toleran de mala gana a los intelectuales, a los periodistas, a los artistas, a los curas, a los militares, a los diplomáticos y a los gerentes internacionales, porque los necesitan. Pero si los pueden manipular y educar, mejor. No siempre dan la cara. No es lo mismo Batista o Castro que Díaz-Canel –un tipo que se parece más a Laredo Bru, olvidado figurón republicano–; me asustan más las eminencias grises, los Richelieu tropicales, como el célebre Orestes Ferrara o el siniestro López-Calleja.

Algo tienen siempre de grotesco: un par de dedos cortados –Machado fue carnicero en mi pueblo–, barba sucia y uñas demasiado largas; una nariz intolerable, quevediana, que no se puede tapar con guayaberas. O un atractivo demoniaco. De todo hay.

Nos dieron vía libre para la infamia, la delación, el crimen fratricida. Y aun así, todos ellos –quizás menos ahora, que no es tiempo de entusiasmos ni tribunas abiertas– fueron aplaudidos o admirados. Machado preguntaba la hora y le decían «la que usted quiera, presidente». Castro era el caballo; Batista, el hombre; y así todos nuestros monarcas han tenido su dosis de adoración, de melaza, de idolatría.

Dios, que salva el metal –dijo Borges–, salva la escoria. La tradición retiene a todos nuestros caudillos, para darnos banquete en la conversación y la lectura; para no resbalar en el viejo enemigo del cubano: la mala memoria. Y mientras tanto, afincado a este balcón donde me parece ver la isla desde lejos, fumando espero.

 

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