Pérez-Reverte: Una historia vieja y triste
Era rollizo, feo y patoso. Lo llamaré Pablo, aunque algunos –las chicas sobre todo, pues alguna era despiadada– lo apodaban Grasitas. A veces lo hacían en su propia cara, y él lo encajaba con humor resignado y benévolo porque era una excelente persona. Lo conocí en 1972, durante el tiempo que viví en un colegio mayor universitario de Madrid. Había otro de chicas muy cerca y la relación era estrecha. Hacíamos pandilla con ellas, íbamos a las discotecas o a escalar a la sierra, pasábamos largas veladas discutiendo de política, de cine, de música. De cuanto anhelábamos. Agonizaba el franquismo, en Madrid se calentaba la movida cultural y el futuro estaba a la vuelta de la esquina y nos parecía espléndido.
Pablo era huérfano de padres. Quería estudiar Medicina. Llegó en mi segundo año de estancia en el colegio mayor, desvalido y torpe. Así que los amigos y yo –Pepe Tejada, Esteban, Manolo, Vicente– lo tomamos bajo nuestra protección para protegerlo de las novatadas. Su agradecimiento hizo que se nos pegara como una lapa. Era obsequioso y leal, siempre dispuesto a hacer algo por los demás. Nuestras amigas también lo adoptaron, aceptándolo. Venía con nosotros al cine, a la discoteca Copains o a El Latigazo. Las chicas eran listas y guapas, nosotros teníamos aspecto razonable –pocos no lo tienen, a esa edad–, y soplaban aires de libertad, de modo que entre unas y otros se daban situaciones que ustedes pueden imaginar. Nos las arreglábamos bien, excepto Pablo. Ya he dicho que era gordito, feo y torpe. No se comía una rosca. Y cuando se lo proponían, las chicas eran –supongo que lo siguen siendo– bastante cabronas. Pero él lo llevaba, como dije antes, con humor y resignación. Incluso cuando algún imbécil lo llamaba Grasitas en la cara. En todo caso, no se hacía ilusiones. Asistía a nuestros episodios con solidaridad de camarada, alegrándose. Así aprendo, decía. Para cuando me toque.
«No se comía una rosca. Y cuando se lo proponían, las chicas eran –supongo que lo siguen siendo– bastante cabronas»
Pero nunca le tocaba. Supongo que hoy, a cincuenta años de aquello, no es fácil para un joven imaginar cómo eran las cosas entonces. En interminables charlas nocturnas bebiendo café y vodka en alguna habitación los amigos dábamos a Pablo consejos sobre esto y aquello: cómo acercarse y entablar conversación –regla de la aproximación indirecta, primero la amiga fea– y cómo llenar silencios. Aplicado como buen alumno, escuchaba atento y tomaba nota de todo, pero a la hora de actuar era un desastre. Se volvía invisible para ellas. Llegamos a sufrir por él, pues lo queríamos mucho. Su bondad era desconcertante. Había perdido a sus padres muy pequeño; y una noche, en una sesión de hipnotismo –Vicente, aficionado a esas cosas, intentaba hipnotizar sin éxito a Pepe–, fue Pablo, que estaba cerca, quien de pronto inclinó la cabeza y, para nuestro asombro, empezó a hablar con su madre muerta. Nos enterneció tanto que emparejarlo con una chica se convirtió en nuestra obsesión.
Lo conseguimos al fin, con ayuda de nuestras amigas: una cita en una cafetería de Madrid y luego cine y discoteca. Durante días lo preparamos para el momento crucial, le dimos consejos sobre cómo comportarse y qué decir. Pablo estaba ilusionado y feliz. El día de autos lo hicimos ducharse y lo afeitamos nosotros mismos. Esteban le prestó su mejor camisa y yo lo repeiné y le puse en la cara unas gotas de colonia Nenuco. Lo acompañamos al autobús y lo despedimos deseándole suerte. Ya nos contarás esta noche, dijimos. Pepe, que como buen gaditano era un optimista, le había metido un preservativo en un bolsillo.
Después de cenar estábamos en mi habitación fumando Ducados y bebiendo Smirnoff cuando apareció Pablo, deshecho. Lloraba. Había esperado tres horas y media, pero la chica no se presentó nunca. Se derrumbó a nuestro lado, sobre mi cama. Siguió llorando mientras lo abrazábamos y le poníamos en la mano un vaso de vodka tras otro. Hizo un globo soplando en el preservativo y lo reventamos con un cigarrillo. Al fin se quedó dormido, húmedo el rostro de lágrimas. Cargándolo entre todos, lo llevamos a su habitación.
Yo empezaba a trabajar y a viajar en serio por esas fechas. Poco después dejé el colegio mayor y alquilé un apartamento. No volví a ver a Pablo. Me dijeron que abandonó la carrera y se alejó por las vueltas y revueltas del camino. A partir de ahí ignoro qué fue de él. Pero si aún vive y lee esta página, deseo que sepa que no lo he olvidado. Que su fracaso de aquel día fue también el de cuantos lo queríamos. Que sus amigos nunca lo llamamos Grasitas. Y que estoy seguro de que la vida le habrá concedido, al fin, toda la felicidad que su nobleza y su bondad merecían.