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Pérez-Reverte: Viento antes del amanecer

La meta son las islas Privilov. El premio, una de las dos goletas: la que pierda la carrera mientras navegan ciñendo a rabiar con todo el trapo arriba. La Peregrina y la Santa Isabel, una dando caza a la otra, adelantándola por barlovento para desventar sus velas. Las proas dando machetazos en la marejada, la música y la piel que se eriza cuando ves de nuevo esa secuencia, igual que se te erizó cuando sentado en un cine la viste por primera vez hace sesenta años y también cada una de las muchas veces que desde entonces has vuelto a verla: Gregory Peck mirando arriba mientras considera si debe izar la vela escandalosa, Anthony Quinn inquieto, atento a lo que hace su perseguidor. Y el grito desafiante de los cazadores: «¡Allá vamos, Portugués!». Raoul Walsh, o sea, El mundo en sus manos. Lágrimas en la cara y felicidad absoluta del espectador. El cine ha rodado muchas escenas hermosas en el mar, pero ninguna, nunca, como ésa.

Y no es porque no haya películas magníficas sobre barcos y marinos. A veces, algún lector o amigo pide que recomiende alguna. Y hoy, con esas goletas todavía en la mirada y el nordeste silbando en las velas –«Si antes del amanecer refresca el viento, el mundo será nuestro»–, parece buen día para eso. Naturalmente, todo es relativo. Películas sobre el mar hay muchas; y una lista de las que considero mejores entre las mejores no incluiría menos de cuarenta títulos. Pero sólo tengo una página, así que me limitaré a las que más me gustan. Las que influyeron en mi vida, y a veces llegaron a cambiarla.

 

 

Al mismo tiempo que El mundo en sus manos descubrí El capitán Blood. La de Rafael Sabatini era una de las novelas favoritas de mi padre, que me llevó a ver la película; y a su lado, atento a la pantalla, asistí al inolvidable duelo entre Errol Flynn y Basil Rathbone encarnando al capitán Levasseur. Por esa época, además de La isla del tesoro –la versión que más me gusta es la de Victor Fleming– y Rebelión a bordo, con Charles Laughton y Clark Gable –sin desdeñar la protagonizada por Marlon Brando y Trevor Howard–, me extasié con Jasón y los argonautas, con Los vikingos y también con una película que todavía hizo sentir su influjo cuando, cuatro décadas después, escribí La carta esférica: la enigmática El misterio del barco perdido, con Gary Cooper y Charlton Heston.

 

 

Casi todas las mejores películas del mar incluyen la guerra. De ese género hay una poco lograda pero recomendable, porque John Wayne –que hace de John Wayne junto a una Lana Turner que hace de Lana Turner– interpreta nada menos que a un marino mercante alemán: El zorro de los océanos. Y yéndonos a lo serio y de calidad, mencionaré dos obras maestras: Das Boot, de Wolfgang Petersen, y Master and Commander, de Peter Weir –esta última, posiblemente la mejor película del mar de todos los tiempos–. También hay una veintena de grandes películas de guerra entre las que sería injusto no destacar Hundid el Bismark, La batalla del Río de la Plata, Bajo diez banderas –el corsario Atlantis, otro favorito de mi padre–, Torpedo, El último torpedo, Mar cruel, Sangre, sudor y lágrimas y la extraordinaria Duelo en el Atlántico, con Robert Mitchum, comandante de un destructor, enfrentado a Curd Jürgens, comandante de un submarino. Sin olvidar tres grandes títulos de John Ford: Mar de fondo, Hombres intrépidos y No eran imprescindibles. Y uno de Hitchcock: la intensa Náufragos.

Se acaba la página y lo siento, porque se queda mucho cine en las teclas del ordenador. Por ejemplo, Estación Polar Zebra, El final de la cuenta atrás y también una película que suele pasar inadvertida en las antologías, pero que me impresionó mucho: a los ocho o nueve años, La sirena y el delfín me desveló temprana y simultáneamente los misterios de la arqueología naval y los encantos húmedos de Sophia Loren. Por su parte, El motín del Caine permite asomarse a la condición humana –esos oficiales agobiados, indecisos– y La última noche del Titanic, la mejor de cuantas películas se han hecho sobre aquel naufragio, al heroísmo, la cobardía, la dignidad, el egoísmo y la solidaridad humana en pleno desastre. Tampoco Moby Dick podía faltar en esta apretada lista, quizá para rematarla; sobre todo porque supuso un verdadero choque cultural, o generacional, verla de nuevo con mi hija; cuando, ante el enorme cetáceo blanco que en la novela y la película, como en mi propia imaginación, siempre fue encarnación del Mal, mi hija, que entonces tenía ocho años, comentó con mucha naturalidad: «Pobre ballena. ¿Verdad, papi?».

 

 

 

 

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