Hay conceptos que por conocidos se olvidan. Ideas que no tenemos presentes en nuestro diario trajinar de la vida, las colocamos de lado para atender asuntos que de momento nos resultan más urgentes. De esa forma elementos esenciales en la vida personal y social los vamos difiriendo hasta el momento en que hacen presencia sus nefastas consecuencias.
En el campo de la política la fragmentación del espectro constituye una patología cuyas consecuencias en la vida social son devastadoras. Si bien la hegemonía y el monopolio político son perjudiciales para un sano desarrollo de la vida de los pueblos, la fragmentación excesiva lleva a la anarquía y al caos a las sociedades que las padecen.
La sociedad democrática por naturaleza es plural. La democracia en esencia existe por la diversidad de todo cuerpo societario. El pluralismo político, ideológico y social está en la raíz de toda sociedad y la democracia es el sistema de vida y de gobierno que permite encausar de manera civilizada esa diversidad. Cuando una sociedad no está en condiciones de ordenar y canalizar la diversidad se le abre cauce al autoritarismo y/o a la descomposición social, con efectos tan perversos como la guerra, la violencia de mediana intensidad y la ingobernabilidad.
Este fenómeno ocurre en las sociedades que han vivido o viven un proceso de desinstitucionalización, o en las que la evolución de la civilización ha sido tan lenta que aún no conocen los niéveles mínimos de organización societaria, con sus correspondientes cuerpos normativos ordenadores de la vida social, y por supuesto, con instituciones que garanticen la vigencia de leyes moralmente aceptables por la cultura de las mismas.
En toda democracia la vida política se canaliza, fundamentalmente, aunque no exclusivamente, a través de los partidos políticos. Las democracias solidas cuentan con partidos, gremios, sindicatos, academias, clubes, iglesias, corporaciones. Todas ellas constituyen el tejido social que soporta y le da conducción a la vida del hombre en la sociedad.
Papel clave juegan los partidos políticos. En las democracias establecidas los partidos son instituciones con una vida intensa, ordenada por un régimen jurídico garante de su preservación como instituciones básicas de la vida política.
No pretendo en este artículo desarrollar a fondo el concepto, la naturaleza y la existencia de los partidos políticos. Tampoco su impacto en la vida de la democracia, sus virtudes, carencias, éxitos y tragedias. Quiero si resaltar su importancia para la democracia y la necesidad de valorar en su exacta dimensión el peso que tienen en la sociedad moderna.
Sin partidos políticos institucionales no hay democracia. Una sociedad como la nuestra, donde se anuncia en el último informe del Consejo Nacional Electoral, la existencia de ciento once partidos políticos, solo evidencia que no hay partidos. (https://talcualdigital.com/cne-contabiliza-111-partidos-habilitados-para-las-megaelecciones/).
Estamos frente a unas entidades o ficciones llamadas partidos que no pasan de ser una entelequia, manejada por una persona dueña de la misma, que asiste a la feria electoral con el ánimo de colocar su franquicia en el intervenido mercado que el régimen socialista permite.
Vivimos, sin duda, una hora menguada de la institución partido político. Múltiples causas han contribuido a ello, y justo es decirlo, la primera está en su propio seno, al trasmutar de instituciones con sólidos programas, con cuerpos normativos respetados y acatados por todos, a grupetes manejados por un aspirante a caudillo vitalicio que exige democracia para el país, pero la niega en el seno de su propia familia política.
Por supuesto que en el seno de una sociedad enferma, con los valores trastocados por un conjunto de elementos culturales, económicos y espirituales, el clima para el desarrollo de partidos confiables, auténticos canales y mediadores entre los ciudadanos y el estado, se hace más complejo. Se crea un ecosistema hostil a esa forma societaria.
Venezuela vivió a finales del siglo XX una verdadera partidofobia, como la definiera magistralmente nuestro inolvidable profesor Humberto Njaim. Con razón y sin ella se cargaron sobre los partidos históricos todas las culpas de la crisis de la democracia. La sociedad no partidista magnificó sus carencias, evadió su responsabilidad en la crisis y alentó su destrucción. Desde espacios del poder económico, cultural y mediático se alentó la anti política, la destrucción moral del liderazgo civil, y se apostó al mesianismo como fórmula de conducción de la vida del país. La partidofobia tuvo su cenit en aquellos tiempos. Ahora vuelve por sus fueros con la fragmentación cuidadosamente trabajada desde los aposentos del corrompido poder revolucionario.
A la división propia de la dinámica política de nuestro país, a la respuesta surgida por esa partidofobia de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, aparece ahora una cuidadosamente promovida, alentada y ejecutada desde el mismo epicentro del poder. No otra cosa ha sido la judicialización de los partidos políticos, la grosera intervención del régimen nombrándoles directivos a ciudadanos obedientes a las directrices por ellos dictadas. Ahora para completar la tarea de fractura conceden licencias partidarias (vale decir tarjetas) a los directivos desplazados por las sentencias, y alientan a nuevos actores, ordinariamente no muy críticos o incómodos para ellos, a registrar sus franquicias para hacer más diverso el espectro político y de esa forma garantizar la división del cuerpo electoral, con la cual buscan seguir copando los poderes del estado.
La operación en gran escala se realizó para adelantar el fraude de la elección parlamentaria del pasado diciembre de 2020. Ahora cuando está en puerta la elección de las autoridades regionales y municipales se apela a la misma fórmula para repetir el experimento.
La dictadura contará, por supuesto, con actores políticos, que en consciente ejercicio de su papel de simulación concurrirán para favorecer su propósito de dominación. Lo grave no es que los simuladores y colaboradores hagan su tarea. Lo graves es que desde la autentica oposición política no se de orientación y conducción oportuna y adecuada para reducir a su mínima expresión los efectos de tan nefasto comportamiento.
La elección de las autoridades regionales y locales está en la agenda política electoral del presente año 2021. No es una elección sobrevenida. Los actores políticos la conocemos con suficiente antelación. ¿Por qué dejar para última hora la tarea de construcción de una plataforma capaz de derrotar a la dictadura? ¿Por qué no asumir con entereza la responsabilidad de convocar a los ciudadanos a dar la lucha unitaria en esas instancias del poder del estado?
Por supuesto que estos interrogantes son suficientemente provocadores para otros trabajos adicionales, pues la materia no se agota en éste.
Concluyo invitando a la sensatez de la dirigencia democrática nacional, a la de los estados y municipios. Es hora de no caer en la trampa divisionista del madurismo. Es hora de colocar por encima de nuestras aspiraciones personales y grupales los intereses y necesidades de un pueblo que padece la tragedia. Es hora de trabajar con inteligencia y patriotismo por la unidad democrática de nuestra sociedad. Solo así podemos enfrentar el monstruo del autoritarismo.