Periodismo de gallinas y pavos reales
El vergonzoso episodio de insultadas en directo de dos periodistas, uno oficial y la otra (igualmente también oficial) de la radio y de una revista, ha sido motivo reciente de cruzadas moralizantes entre los comunicadores y de debates en torno a si el periodista está al servicio de la denominada “verdad” y, sobre todo, de los humillados y ofendidos, o es solo un apéndice de los poderes y del establecimiento.
El periodismo moderno, que nació en medio de batallas ideológicas en torno a la razón, los derechos ciudadanos y la cultura, que en algún momento fue catalogado como el “cuarto poder”, sobre todo cuando el rol de la prensa era el de fiscalizar no solo los otros tres poderes (los que Montesquieu formalizó en El espíritu de las leyes), sino los excesos de potentados y otros opulentos, ha degenerado en graznidos de ave de mal agüero. O peor aún: en una ramplona vitrina para los que, en obligación de denunciar, de darle voz a los que no la tienen debido a diversas mordazas, se metamorfosean en “estrellitas”. Deberían calificar para Hollywood.
El periodismo, un oficio ilustrado, una disciplina que debe tener como norte el conocimiento de la realidad, se ha envilecido, en particular en estas geografías donde hace años cabalgan las imposturas y los lambones. Con un lenguaje cada vez más empobrecido y raquítico, el periodismo de estos lares se ha ido deteriorando hasta mutarse en una pretensión de farándula y un maquillador. En general, en los medios (con una que otra excepción) abunda el servilismo frente a lo oficial y la lambisconería a magnates y otros monigotes con dinero.
Agréguele, amable lector, que casi todos los periódicos, cadenas radiales, noticiarios televisivos son de grupos económicos. Así que no se puede esperar nada distinto a que sean propaladores de lo que les interesa a esos propietarios. Los medios, en ese aspecto, es más lo que ocultan que lo que revelan.
Siguiendo con el periodismo, o, de otra forma, con los periodistas, se han visto casos lamentables de postración. Ya no es el periodista que indaga, confronta, pregunta, se formula hipótesis, sino el calanchín, el que, ante todo, quiere quedar bien con las fuentes y más si estas son representativas del poder. Habría que agregar a estos ingredientes, que no faltan fuentes, más que todo las oficiales, que, mediante los anuncios o avisos, imponen una suerte de extorsión a los reporteros y, más que a estos, a los informativos donde laboran. Da grima, por decir lo menos, que un periodista a su vez sea un vendedor de pauta publicitaria. Se crea una relación de dependencia con el anunciante.
El periodismo, cuyo ejercicio llegó a ser una forma de la rebeldía, de la contestación, se volvió puro afeite. Y en ese escenario de espectáculo, de tablado de feria y moda, algunos periodistas (sin hablar de presentadores o presentadoras que no requieren haber cursado la carrera de comunicación social) se creen protagonistas del proceso comunicativo. Se yerguen como parte de una constelación. Más que las noticias, que la información veraz, les interesa la pose, la vitrina. Puro relumbrón.
El periodismo, nacido para incomodar al poder, para suscitar controversias y alimentar la opinión pública, para mostrar las inequidades y los alcances desmañados de la corrupción, se volvió relacionista de los señoritos de la política y la economía. Un cúmulo de incensario. Y así, en un traslape de lo que significaba el periodismo como un cuestionador (creador de preguntas) y como un revelador con respuestas argumentadas, sustentadas, se transmutó en turiferario. Una vergüenza.
El incidente entre dos comunicadores, uno de ellos de la Presidencia de la República, que pareció más bien una pelea de comadres en la que solo faltó que se jalaran de las greñas y se revolcaran en su propio lodo (por no decir excrementos), es un síntoma infeliz de lo que está acaeciendo en los medios, casi todos, como se ha dicho, al servicio de potentados y de la canallada. El periodismo como un eslabón más de una cadena de opresiones y desafueros. Un periodismo que perdió su esencia y el rumbo de la seriedad y el rigor, y se emparentó con la propaganda.
Como disciplina humanística que fue (y que, como se sabe, hay todavía buenos ejemplos de periodistas cultos y rigurosos, quizá los últimos dinosaurios), el periodismo estaba para llamar la atención sobre los peligros que han asediado al hombre, pero, en particular, al hombre más desprotegido, a los miserables y olvidados de la historia. Era un fundamento de la sociedad, enraizado en lo mejor de los tiempos de la ilustración y la búsqueda permanente del conocimiento, con fines loables como los de informar con toda la riqueza de enfoques y fuentes posibles.
El periodismo, en cuyo deber ser estuvo —en lo ideal, sigue estando— el revelar a los otros, o, al menos, a una buena porción de la sociedad, lo que alguien no quiere que se difunda, se volvió pusilánime. El periodismo era, y debe ser, un auscultador de lo mejor y peor de un sistema o de un conglomerado. Un diseccionador crítico de lo social, que, como se sabe, a diferencia de los hombres, las sociedades primero se pudren y después se mueren, según un pensador decimonónico.
Al caso coyuntural que origina esta nota, esta reflexión rápida, le han hecho ya en las redes sociales, también en columnas de prensa, en las comidillas y corrillos de calle y café, las biopsias y las autopsias. A la señora de la voz chillona le han dicho que es una verdulera y, con este calificativo, han ofendido a las verduleras, damas por lo demás, muy atentas y necesarias. También le han endilgado el apelativo de “meretriz mediática”, de buscadora de “mermelada” y farandulera. Al “tipejo”, “badulaque” y “mechudo”, contrincante de la doña, consejero para las comunicaciones de la Presidencia, ya, como a su rival de ring, se le conocía de autos todo su bagaje de lambetadas y adulaciones frente al poder.
El caso es que el vulgar affaire de dos comunicadores (Dávila vs Nassar) ha sido como una especie de “florero de Llorente”, que ha disparado los análisis sobre los alcances del ejercicio periodístico, hoy, en Colombia y, qué vaina, lo que se sintomatiza y somatiza ahí es el envilecimiento de un oficio al que, con exageración incluida, el escritor, filósofo y buen periodista Albert Camus denominó “el más bello del mundo”.
Nota: excusas a los pavos reales y gallinas por meterlos en este pantanero.