Perú ingobernable
Manifestantes chocan con la Policía frente al Palacio de Justicia en Lima, Perú, el 15 de diciembre de 2022. (Aldair Mejia/EPA-EFE/Shutterstock)
Jonathan Castro es periodista peruano y editor general de ‘La Encerrona’.
El último video que vi el martes 13 en la noche fue el de un muchacho que recibía el impacto directo de una bomba lacrimógena. Inmediatamente se desplomó y el grupo de jóvenes que iba a guerrear junto a él contra la Policía se replegó, lo cargó y lo protegió. En una foto de la agencia EFE se ve que tiene un hueco donde debería nacer su ceja derecha.
He pasado la última semana revisando videos de jóvenes ensangrentados por el impacto de proyectiles, gente asustada porque vandalizaron sus negocios, turbas que transitan obligando a todos a marchar; y hablando con fuentes en el Ministerio de Salud y la Defensoría del Pueblo para actualizar la situación de los 20 muertos y más de 200 heridos durante las protestas. Quizás un reportero curtido en notas policiales necesitaría cuidar menos que yo su alimentación en estos días en Perú.
El miércoles 14 de diciembre, leí en Twitter el último balbuceo de un jefe de Estado latinoamericano para justificar el frustrado golpe de Estado del expresidente Pedro Castillo: “El apresamiento, sin juez y sin defensa, de un presidente elegido popularmente ha puesto en serio cuestionamiento el papel de la Convención Americana en el ordenamiento jurídico Latinoamericano”.
Firma: Gustavo Petro.
A una semana del estallido de conflictividad social en el Perú, se ha perdido perspectiva de la razón principal de esta crisis. Petro, en Colombia; Andrés Manuel López Obrador, en México; Alberto Fernández, en Argentina; Pablo Iglesias, en España; y varios líderes nacionales más culpan a nuestros diversos y calamitosos actores políticos, mediáticos y a las élites. Pero el responsable del inicio de estos conflictos es un solo hombre: Pedro Castillo.
El expresidente peruano hizo un fallido golpe de Estado —y ordenó detener a la fiscal que lo investiga— que no dejó otra opción al Congreso más que destituirlo, y a Dina Boluarte, sucederlo en el cargo. La arremetida de Castillo ni siquiera tenía ropaje de controversia legal: solo había pedido al Congreso cuestión de confianza una vez, y para cerrar este poder se necesita que le niegue la confianza dos veces. Ni el más bobo de los abogados podría confundir esta aritmética.
Las protestas —que a nivel nacional alcanza más de 100 bloqueos de carreteras— no son tan fáciles de entender. Hay consignas que se repiten con claridad: cierre del Congreso, renuncia de Dina Boluarte, liberación y restitución de Castillo, y Asamblea Constituyente. Allí se refleja la profundidad del desapego por la democracia y la afinidad con el autoritarismo en Perú. Pero esa es la superficie.
En un primer momento los que salieron a la calle eran simpatizantes duros de Castillo, entre los que había algunos que no entendían por qué lo destituyeron o no les importaba que el Congreso se cerrara inconstitucionalmente. Pero luego el papel de la nueva presidenta sirvió para echarle oxígeno a las llamas.
“No entiendo por qué mis hermanos apurimeños se levantan contra su paisana”, dijo Boluarte al sexto día de protestas. La cuenta de Flickr de la Presidencia de la República da testimonio que todas las primeras reuniones que tuvo Boluarte al asumir el mandato fueron con políticos del bloque de oposición de derecha, aquel que si bien debe dialogar, también alberga a los que menospreciaron al votante pobre, andino, marrón. Son los que se quisieron robar sus votos con la farsa del fraude electoral, y los que simbolizan —aunque no lo sean— a la clase política tradicional y centralista. ¿No fue a ellos a los que le había ganado la plancha Castillo-Boluarte? El diálogo con este bloque era necesario pero, en estas circunstancias, no era prioritario.
En sus primeros días, Boluarte no tuvo encuentros —al menos públicos— con autoridades regionales ni con organizaciones sociales o sindicales; no hizo viajes simbólicos para la toma de mando. Ninguna de estas bases era lo suficientemente grande para darle un espaldarazo —como tampoco lo son los políticos con los que sí se reunió—, pero al menos hubiera dado el mensaje de que su prioridad no era pactar con la oposición, sino legitimarse ante las regiones.
Luego designó a un Gabinete Ministerial sin habilidad política ni recorrido regional, que tildó de terroristas a los manifestantes más violentos, dejaba carta libre a la Policía para reprimir, y declaró estado de emergencia para que las Fuerzas Armadas participen de la pacificación de los conflictos. Es una irresponsabilidad no haber preparado un mejor equipo, pues siempre supo que la amenaza de la vacancia contra Castillo era real. Ya estaba anunciado en las encuestas que, si destituían a Castillo, la opción de que se convoquen nuevas elecciones era la más popular. Mientras, dejaba carta libre a la Policía para controlar la protesta, con abusos y escalada de violencia.
En ese lapso de días que la presidenta perdió, la izquierda radicalizada ha construido sus datos alternativos que no sabemos qué tanto han calado en los votantes de Castillo y los sectores movilizados. A esta desinformación contribuyeron el descrédito de la prensa centralista, así como Gustavo Petro y sus colegas, pues refuerzan el estereotipo que en el Perú se calla el abuso contra el pobre para proteger a las élites. Dicen, por ejemplo, que no hizo un golpe de Estado, pues no se consumó; pero él era el jefe supremo de las Fuerzas Armadas. No es difícil que estas conspiraciones calen cuando, de acuerdo con el libro Populistas de Carlos Meléndez, 53% de peruanos creen que Alan García no se suicidó; y 65% cree que el COVID-19 es un arma bioquímica desarrollada en China.
Es cierto que la oposición derechista cobija a personas que quisieron darle golpe de Estado a Castillo desde antes que asuma el mando; y que también tiene desapego hacia la democracia. Pero fue Castillo quien ganó las elecciones y debía canalizar el malestar social en políticas de gobierno que mejoren la vida de los peruanos. No hizo ni una reforma importante. En lugar de ello, se llenó de acusaciones de corrupción, desarticuló las capacidades del Estado e insertó en el aparato público a nuevas mafias. Hoy, desde la prisión, fabrica una epopeya de una gestión que fue miserable.
Las protestas atraviesan varias de las capas superpuestas de problemas arraigados en el Perú: desprecio por el Congreso y los políticos centralistas, la precariedad con la que el Estado peruano integra las dinámicas políticas regionales, la ausencia de organizaciones sociales sólidas, el racismo arraigado, el crecimiento de mafias que aprovechan el caos para buscar protección, el mal manejo de los conflictos sociales que prioriza el control policial sobre las políticas de desarrollo, etc. Si los primeros en salir fueron los simpatizantes de Castillo, luego se sumó el antiestablishment, los que se solidarizan con las víctimas de represión, mafias locales, etc. Por eso es tan difícil que el gobierno encuentre interlocutores fuertes.
En el primer momento de la destitución de Castillo, el Perú formal puso énfasis en que la precaria institucionalidad peruana había triunfado frente a un intento más de quebrar la Constitución. Pero ese análisis estaba desconectado a nivel territorial del país: los que marchan hoy creen que esa institucionalidad no les sirve.
La única salida en agenda está en manos del Congreso: adelantar las elecciones generales y realizarlas en 2023 o 2024. Allí hay una tensión entre reaccionar rápidamente para aplacar el fuego o llevar a cabo un proceso que garantice algunas reformas para mejorar la calidad de los representantes políticos. Pero la izquierda boicotea este paso si no se convoca a una Asamblea Constituyente.
Boluarte es débil: no tiene respaldo popular, congresistas leales ni operadores políticos y sus ministros empiezan a renunciar. La oposición ya quiso devorarla antes, y no va a aguantar que los pongan mucho tiempo en la mecedora del Acuerdo Nacional u otros espacios de debate y corresponsabilidad. Si fracasa en lograr el complicado punto de equilibrio entre el orden y el diálogo con los manifestantes, caerá, y la coalición de derecha tomará las riendas del país de forma interina hasta el nuevo proceso electoral. Para ellos la prioridad es mantener el orden y la supremacía de la fuerza.
La situación es ingobernable: en vez de resolver tensiones vamos camino a intensificarlas. La izquierda radicalizada se siente más cómoda en la calle, y su comportamiento infantil no deja espacio para imaginar que a futuro van a replicar lo mismo que sufrieron: pedidos de destitución de presidentes que no sean de su agrado. Y la derecha no tiene más alternativas ante la crisis que la mano dura. En el Perú es necesario ser pesimista para sobrevivir.