Philip Roth: Me he enamorado de los nombres americanos
Los escritores que moldearon mi sentido de nación nacieron casi todos entre treinta y sesenta años antes que yo en América, por el tiempo en que millones de desposeídos estaban abandonando el Viejo Mundo para llegar al nuevo, y los edificios de los barrios pobres se estaban llenando, entre otros, de inmigrantes provenientes de Rusia y Europa del Este que hablaban yiddish. Estos escritores tenían poco conocimiento de las familias de chicos como yo, el típico nieto americano de cuatro de aquellos inmigrantes judíos pobres del siglo XIX cuyos hijos, mis padres, crecieron en un país que sentían completamente suyo y hacia el cual profesaban una profunda devoción —en nuestro pasillo colgaba una réplica enmarcada de la Declaración de Independencia—. Nacidos en Nueva Jersey a principios del siglo XX, mi madre y mi padre se sentían felizmente en casa en América, aunque no se engañaban y se sabían socialmente estigmatizados y considerados como extranjeros repulsivos por una buena parte de quienes se sentían superiores, e incluso aunque encontraron su madurez en una América que, hasta las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, excluyó sistemáticamente a los judíos de gran parte su vida institucional y corporativa.
Los escritores que moldearon y expandieron mi noción de América provenían sobre todo de pequeñas ciudades del medio oeste y del sur. Ninguno era judío. Lo que los había moldeado no fue la inmigración masiva de 1880-1910, que había arrancado a mi familia de las limitaciones del gueto y la vigilancia de la ortodoxia religiosa y la amenaza de la violencia antisemita del Viejo Mundo, sino el desmantelamiento de la granja y de los valores de los agricultores a manos de la ubicua cultura empresarial orientada a la búsqueda de beneficios. Éstos eran escritores moldeados por la industrialización de la América agraria, que despegó en la década de 1870 y que, al darle trabajo a esa horda de mano de obra barata constituida por inmigrantes inexpertos, aceleró su absorción en la sociedad y la americanización de su progenie, principalmente mediante su incorporación al sistema de educación pública. Fueron moldeados por el poder transformador de las ciudades industrializadas —por las dificultades de la clase baja trabajadora de las urbes que inspiró el movimiento sindical— tanto como por la codiciosa energía de los omnívoros capitalistas y sus consorcios y sus monopolios y sus esquiroles. Fueron formados, en pocas palabras, por la fuerza que ha existido en el corazón de la experiencia nacional desde la fundación del país, y que aún impulsa su leyenda: el cambio implacable, desequilibrante, y las desconcertantes condiciones que eso acarrea —el cambio en la balanza americana y en el vértigo americano—. La impermanencia radical como tradición perdurable.
Ilustraciones: Raquel Moreno
Lo que me acercó a esos escritores cuando yo era un lector sin experiencia de dieciséis, diecisiete, dieciocho años —pienso, entre otros, en Theodore Dreiser, nacido en Indiana en 1871, Sherwood Anderson, nacido en Ohio en 1876, Ring Lardner, nacido en Michigan en 1885, Sinclair Lewis, nacido en Minnesota en 1885, Thomas Wolfe, nacido en North Carolina en 1900, Erskine Caldwell, nacido en Georgia en 1903— lo que me atrajo a ellos fue mi tremenda ignorancia de los miles de kilómetros americanos que se extendían al norte, al sur y al oeste de Newark, Nueva Jersey, donde fui criado. Sí, era hijo de unos padres, de su tiempo, de sus problemas, pero quise convertirme voluntariamente, también, en el hijo de esos escritores, y a través de mi inmersión en su obra traté de aprehender sus lugares americanos como una segunda realidad que, para un chico americano de un barrio judío en el Newark industrial, supuso la expansión vivificante de su propia realidad. A través de mis lecturas la concepción mitológico-histórica del país que había desarrollado en la escuela, entre 1938 y 1946, comenzó a verse despojada de su grandilocuencia y a desenmarañarse en las tramas individuales de la realidad americana que durante los complejos tiempos de guerra constituyó un emotivo homenaje a la imagen autoidealizada del país.
La fascinación con la naturaleza única del país era especialmente fuerte durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial cuando, siendo estudiante de bachillerato, comencé a leer pilas de libros en la biblioteca pública de Newark para expandir mi sentido de dónde vivía. A pesar de la tensión, incluso de la ferocidad, de los antagonismos de clase, raza, región y religión que subyacían en la vida nacional, a pesar del conflicto entre el sector laboral y el empresarial que acompañaba al desarrollo industrial —la batalla entre jornadas y salarios que se estaba dando, incluso de manera violenta, durante la guerra— entre 1941 y 1945 América se había unificado en su propósito como nunca antes. Más tarde, un sentimiento colectivo de América como el centro del más espectacular de los dramas de la posguerra nació no sólo del triunfalismo chovinista sino también de una valoración realista de los esfuerzos detrás de la victoria de 1945, una proeza de sacrificio humano, de esfuerzo físico, de planeación industrial, de genio directivo, de movilización laboral y militar —un alineamiento de la moral colectiva que hubiera sido inalcanzable durante la Gran Depresión o la década anterior.
Que todo esto estuviera fuertemente apoyado por la sensación de que América estaba atravesando por un momento histórico, no dejó de tener impacto en lo que leía y en por qué lo leía, y explica en buena medida la autoridad que esos escritores formativos ejercieron sobre mí. Leerlos me sirvió para confirmar el drama cotidiano que supuso, para prácticamente cualquier familia judía conocida por la mía y para todos mis amigos judíos, durante cuatro años, la gigantesca empresa contra dos enemigos formidables: la conexión que uno tenía con América se antepuso a todo, la reivindicación de la América de cada uno estaba más allá de cualquier duda. Todo se había reposicionado. Las antiguas reglas se habían alterado de manera profunda. Uno estaba preparado más que nunca para enfrentarse a la intimidación y la intolerancia y, en lugar de soportar lo que generalmente soportaba, uno estaba equipado para poner un pie donde fuera. La aventura americana era un destino devorador.
La ciudad más grande y mejor conocida del país estaba a tan sólo doce kilómetros al este de mi calle en Newark. Sólo tenías que cruzar dos ríos y una marisma por un puente, luego un tercer y amplio río, el Hudson, por un túnel, para dejar Nueva Jersey y llegar a la que entonces era la ciudad más populosa de la Tierra. Pero debido a su magnitud —y quizá por su cercanía— la ciudad de Nueva York no era el foco de mi impronta juvenil de romanticismo nativo de la posguerra.
En el poema de 1927 cuyas famosas palabras finales dicen “Enterrad mi corazón en Wounded Knee”, Stephen Vincent Benét le hablaba tanto a un niño judío educado por Roosevelt como yo, como a un graduado de Yale de buena cuna como él con la primera línea, sinceramente whitmanesca: “Me he enamorado de los nombres americanos”. Era precisamente en la sonoridad de los nombres de aquellos lugares distantes, en su vastedad, en los dialectos y en los paisajes que eran al mismo tiempo tan americanos y tan distintos a los míos, que un joven con mi susceptibilidad encontró el más potente atractivo poético. Eso era el centro de la fascinación: como americano, uno era un chico listo de la calle que hablaba en la jerga de un coloso desconocido. Sólo siendo local podía ser un exquisito cosmopolita; fuera, en la vastedad del territorio, a la deriva y sin rumbo, cada americano era un pueblerino, con los sentimientos evidentes de un pueblerino, tan indefenso como un sofisticado hombre de letras como Benét frente al tipo de sentimiento placentero que despertaba la simple mención de Spartanburg, Santa Cruz o el faro de Nantucket, o los modestos Skunktown Plai, Lost Mule Flat, o el cosquilleante Little French Lick. Estaba la paradoja de la determinación: nuestro provincialismo innato nos hacía americanos, sin guiones que nos separaran, sin necesidad de adjetivar, sospechosos de cualquier adjetivo que estrechara las implicaciones del grandioso y completamente inclusivo sustantivo que era —aunque fuera sólo gracias a esa magnum opus galvanizadora llamada Segunda Guerra Mundial— nuestro derecho natural.
¿Un judío de Newark? Llámenme así y no tendré objeción. Un producto de la clase media baja judía de la Newark industrial, con su mezcla de energías propias e incertidumbres sociales, con su cálculo optimista de las oportunidades de sus hijos, con su cautelosa relación con sus vecinos no judíos, con su relación con la descendencia de la comunidad judía de la preguerra en lugar de las comunidades irlandesas, eslavas, italianas o negras… claro, “judío de Newark” describe bastante bien a alguien que creció, como yo, en la zona suroeste, en el barrio de Weequahic, en los treinta y cuarenta. Ser un judío de Newark en una ciudad mayoritariamente de clase trabajadora, donde la influencia política era un derecho acumulado mediante la presión étnica, donde tanto los hechos históricos como las supersticiones folclóricas sostenían una constante corriente subterránea de antipatía xenofóbica en cada distrito étnico, donde la distribución de trabajos y vocaciones por lo general estaba dividida según líneas raciales y religiosas —todo esto contribuía enormemente a la autodefinición de un niño, a su idea de sentirse especial, y la forma de entender su pequeña comunidad dentro del esquema local de las cosas—. Y lo que es más, el sintonizar mis sentidos a las costumbres peculiares de los barrios de cada ciudad tuvo que influirme tempranamente en el continuo choque de intereses que impulsa a una sociedad, y que tarde o temprano provoca en el incipiente novelista el deseo mimético. Newark fue mi llave sensorial para todo lo demás.
Un judío de Newark, ¿por qué no? Pero, ¿un americano judío?, ¿un judío americano? Para mi generación de nativos —para quienes el espectáculo omnipresente de infancia era el cambiante destino de Estados Unidos de América durante una prolongada guerra contra el mal totalitario, y que se hicieron mayores de edad y maduraron, como estudiantes de preparatoria y universidad, durante la notable transformación de la década de la posguerra y el alarmante comienzo de la Guerra Fría— para nosotros ninguna etiqueta autolimitante podía siquiera compararse con nuestra experiencia de haber crecido conscientemente como americanos, con todo lo que eso significa, para bien y para mal. Después de todo, uno no siempre está extasiado con este país y su habilidad para alimentar, con su sello distintivo, una brutalidad sin par, una codicia inigualable, un sectarismo mezquino y una espantosa obsesión con las armas. La lista de los grandes males del país podría seguir, pero mi punto es este: nunca me he considerado a mí mismo, ni en la más pequeña de mis líneas, como un judío americano o como un escritor judío americano, no más de lo que, imagino, Dresier o Hemingway o Cheever se pensaron a sí mismos mientras escribían como cristianos americanos o americanos cristianos o simplemente como escritores cristianos. Como novelista, pienso en mí mismo, y lo he hecho desde el principio, como un americano libre y —aunque no ignoro el prejuicio general que ha persistido hacia los míos hasta hace no mucho— como irrefutablemente americano, vinculado durante toda mi vida al momento americano, bajo el embrujo de su pasado, como parte de su drama y su destino, escribiendo en la rica lengua nativa por la cual estoy poseído.
Philip Roth
Escritor. Entres sus obras destacan: El teatro de Sabbath, Pastoral americana y Némesis.
Traducción de César Blanco.
Publicado en NEXOS el 1 NOVIEMBRE, 2017