Philippe, vecino de Serge Gainsbourg y Carlos Fuentes
PARÍS, Francia. — Philippe tiene la costumbre de caminar a lo largo de las callecitas internas del cementerio de Montparnasse. Siguiendo un orden aleatorio, tantea cruces y desvíos y, cada cierto tiempo, se detiene frente a la tumba de «alguno de sus futuros vecinos».
«Hace mucho que espero la muerte», dice Philippe. «La espero y no termina de llegar. Una parte de mí, sin embargo, desearía que nunca lo haga». Sus lacios cabellos blancos se mueven contra los vientos gélidos de noviembre. El cielo de París está cubierto por pesados nubarrones que no sueltan más que tenues lloviznas.
La concurrencia de visitantes en el cementerio se divide en dos grupos: aquellos que han venido por la atracción turística de ver las tumbas de Honoré de Balzac, Simone de Beauvoir, Julio Cortázar y Samuel Beckett, entre otros; y aquellos otros que, casi desapercibidos, se mueven silenciosos entre las tumbas en búsqueda de un familiar o amigo.
Podría decirse que Philippe, de una forma u otra, pertenece a un tercer grupo menos mencionado. Aquel de los parisinos que se refugian en la tranquilidad del cementerio, alejados de la metrópoli adyacente. «Solía vivir en el campo» es todo cuanto dice Philippe cuando le pregunto si es oriundo de París. «La vida es más tranquila en el campo».
La vida puede ser también tranquila en el cementerio. Ubicado en el corazón del renombrado distrito de Montparnasse, y cercado por altos muros de concreto bañados en raíces y enredaderas castañas, el cementerio alberga una antigua paz, insospechada para los turistas que visitan la ciudad, acostumbrados ya al ruido incesante de los coches, el claxon característico de los autobuses franceses y las voces de los peatones.
El cementerio de Montparnasse, por el contrario, parece haberse detenido en el espacio-tiempo. El único ruido que se escucha durante el día proviene de las hojas secas en el suelo, o del taconear de los zapatos de una anciana que, embutida en un grueso abrigo de piel y con un gran ramo de crisantemos en los brazos, camina imperturbable por las largas callecitas.
Encontramos a Philippe —o, más bien, él nos encontró— cuando buscábamos la tumba de César Vallejo. En el mapa junto a la entrada estaba indicado el número y la ubicación, entre una moderada lista de personas célebres pensada para los turistas. Pero al llegar a la sección determinada, nos dimos cuenta de que la ubicación en sí era más bien una aproximación de dónde se podía hallar la tumba. Entre un centenar de lápidas cuyos nombres nos eran frecuentemente desconocidos, durante media hora buscamos y rebuscamos en vano al poeta peruano.
Finalmente, cuando estábamos a punto de darnos por vencidos, Philippe se acercó a nosotros. «Se ven perdidos», dijo con una sonrisa afable en el rostro. Le explicamos a quién buscábamos y sonrió de nuevo agitando la cabeza. «Están cerca, pero a la vez muy lejos», dijo. Entonces nos guió por los caminos verdes, a veces tan solo estrechas separaciones entre tumbas de mármol y pequeños mausoleos de aspecto abandonado. Era evidente que Philippe conocía el cementerio como la palma de su mano.
La tumba de César Vallejo estaba cubierta por una gran bandera peruana, sujeta por rocas en sus cuatro esquinas para que el viento otoñal no se la llevara volando. Sobre la bandera había un racimo de rosas secas, además de pequeñas notas y tickets de metro, cuya tinta había sido parcialmente borrada por las lloviznas esporádicas de París. En las notas apenas se leían esbozos de agradecimientos y extractos de la poesía de Vallejo. «Poeta. Gracias por tanto», decía una.
Philippe nos explicó que, en una ocasión, había visto a dos muchachos, perdidos como nosotros, en búsqueda de la misma tumba. «Les dije cómo llegar y caminé un rato junto a ellos. Eran muy agradables y tímidos al mismo tiempo», dijo Philippe. «Más tarde, ya cuando nos despedíamos, me confesaron que eran los sobrinos nietos de César Vallejo».
«Sabéis por qué la gente suele dejar tickets de metro sobre las tumbas?», dijo de pronto Philippe, y casi enseguida nos animó a que lo siguiéramos. Nos condujo de nuevo entre caminos rocosos y recovecos, hasta llegar frente a la tumba de Serge Gainsbourg, un aclamado y a veces controversial cantante francés. «Es una antigua tradición», rió Philippe. «Gainsbourg compuso en 1958 una canción sobre los empleados del metro que se dedicaban a perforar los tickets, a forma de validarlos, antes de que existieran los torniquetes que vemos ahora».
Poco después, Philippe nos preguntó si conocíamos a Carlos Fuentes y, sin esperar respuesta, nos encaminó hacia la tumba del autor. Esta es sencilla y limpia y alberga no sólo al escritor mexicano, sino también a sus dos hijos, custodiados por la inmensa estatua de un ángel en el corazón del cementerio.
Philippe nos habló de Carlos Fuentes como si hablara de un viejo conocido suyo. Sabía incluso los motivos que la prensa había reseñado por la muerte de los hijos del escritor. «Fuentes murió hace años», dijo Philippe, señalando el espacio vacío junto a la fecha de nacimiento, reservado a la de defunción, «pero nadie se ha molestado en venir a marcarlo».
Mientras caminábamos calle abajo, uno de los guardias de la entrada se montó en una bici y agitando una pequeña campana comenzó a anunciar el cierre del cementerio. Eran casi las seis de la tarde y las sombras de la noche se cernían ya sobre la Ciudad de las Luces. La silueta de los mausoleos dibujada sobre el pavimento empezaba a desvanecerse. Philippe sugirió visitar a un último vecino que, según él, estaba justo al lado de la puerta de salida.
Eran Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. La tumba conjunta es quizás una de las más visitadas en París, en especial por los estudiantes universitarios que leen sus obras. Sobre la lápida había un sinfín de memorias: montañas de papelitos, claveles, monedas de euro y extranjeras, un par de libros. Junto a los nombres y las fechas, habían besado la lápida con pintalabios.
«Una vez conocí al dueño de un café que frecuentaba Sartre», dijo Philippe. Contó entonces que Sartre solía sentarse en una de las mesas al fondo del café, casi en la penumbra, junto a la puerta de la cocina por donde entraban y salían las camareras. La gente que allí lo veía, sentado muy serio, con un cuadernillo y una estilográfica frente a él, pensaba que estaba trabajando en algún ensayo importante, o en su próxima gran obra. Otros se aventuraban a decir que, de esa forma, evitaba ver a Beauvoir cuando pasaba frente al café de la mano de otros hombres.
«La verdad», dijo Philippe, «es que Sartre se sentaba allí, y precisamente allí, para estar próximo a las camareras. Eran muchachas muy guapas. Era entonces cuando él les deslizaba papeles sueltos con piropos y sugerencias, y las invitaba a un sitio o al otro».
Nos despedimos en la calle mientras los guardias de la prefectura cerraban el gran portón verde olivo. Le agradecimos a Philippe por el tour guiado que con tanta amabilidad nos había obsequiado.
Desde aquel miércoles, no volví a toparme de nuevo con él. En numerosas ocasiones me adentré en el cementerio y le di varias vueltas, y lo esperé sentado en un banco. Pero entre tanta gente que pasaba a diario, ni una vez reconocí el rostro de Philippe entre los otros. Visité de nuevo las tumbas de los escritores latinoamericanos, con la esperanza de encontrarlo quizás dando direcciones a la familia lejana de Carlos Fuentes, o a la de Julio Cortázar. Temo que Philippe haya finalmente cumplido con su promesa, y que sea ahora un vecino más de Serge Gainsbourg y los perforadores del metro de Lilas.