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Piedad Bonnett: Decir y hacer

Los domingos trato de echar un vistazo a los comentarios de mis lectores, que a veces son numerosos —sobre todo cuando mi opinión es belicosa— pero en general un grupo pequeño, conformado en su mayoría por viejos conocidos. Como en un vecindario, allí está siempre el mismo furibundo que insulta, incansable, desde hace años; el típico personaje que lee sólo para ratificarse en sus ideas y en sus odios; el que despotrica contra el Gobierno, aunque de eso no se hable en la columna, o el que en todo cree ver ataques a su candidato. También están, por fortuna, los que amablemente adhieren, discrepan, aportan. En fin. A todos los leo de buena gana, sin irritarme, más bien tratando de darme una idea de qué piensa la gente, porque, como dijo Voltaire: “No comulgo con tu opinión, pero estoy dispuesto a morir por tu derecho a expresarla”.

La semana pasada usé la imagen del viejo vendedor de helados que sube por la empinada cuesta de mi calle, hermoso símbolo de quienes con valentía y dignidad han afrontado las penurias de la pandemia. Con ese venenete tan propio de los colombianos, Wilson me preguntó si me decidí a comprarle una paleta y añadió: “Ayudemos al viejo para que compre un carrito eléctrico y un traje nuevo”. Y Hugo me sermoneó diciendo: “Hay que predicar y aplicar. Si se encuentra a alguien vendiendo algo, salga de su apartamento y compre las paletas o lo que ofrezca. O regale dinero, especialmente si se trata de una persona mayor”. Desgraciadamente, estimados Hugo y Wilson, a punta de la respetable caridad cristiana —que cada uno ejerce si le da la gana— no cambiaríamos jamás el mundo. Lo que hay que hacer es exigir derechos, equidad, oportunidades, etc. Y eso puede hacerse de muchas maneras. Una de ellas, a través de las palabras.

Entiendo que cuando se pide “aplicar” en vez de predicar se parte del supuesto de que escribir no es “hacer”. En un hermoso libro de Theodor Kallifatides que estoy leyendo me encuentro, precisamente, con esta aseveración: “Las opiniones no se consideran acciones, son intangibles, existen en el espacio y el tiempo un poco como fantasmas. (…) Mi abuela no era periodista ni filósofa, pero solía decir que «las palabras no tienen huesos, pero los rompen». Sabía (…) que una palabra puede hacer más daño que el cuchillo más filoso. Decir algo es hacer algo”. Los que sólo se han dedicado a “predicar” existen desde que el mundo es mundo y entre ellos se incluyen precisamente aquellos que lo han cambiado: Confucio, Jesucristo, Cervantes, Maquiavelo, Carlos Marx. La lista es infinita. Para “predicar”, por otra parte, hay que aprender a mirar, a oír, a comprender, a pensar, a relacionar y a leer, leer, leer. Es verdad que, como escribió Baudelaire, los que nos dedicamos a este oficio perdimos hace mucho nuestra aureola: nos la quitó la sociedad utilitarista que no entiende —para decirlo con palabras de Ordine— la utilidad de lo inútil. Hasta los políticos, contrariamente a lo que declaró esta semana Álex Char —“soy más de hechos que de palabras”—, necesitan tener un discurso. Porque no basta con hacer puentes. Para gobernar un país se necesita pensarlo. Y sostener con argumentos aquello en lo que se cree y para lo que se quiere gobernar. En fin, lo que se espera de un estadista.

 

 

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