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Podemita al carboncillo

«En principio, la adscripción ideológica no debería obligarte a patear el lenguaje, a fatigar con la duplicación del género, a lanzar palabros fetiche, como empoderamiento, heteropatriarcado o antifascistas. Esta última, contagiada por desgracia al periodismo, no se refiere a los que derrotaron al Eje sino a los que patean policías»

En la hermandad de la extrema izquierda patear policías es un mérito, para qué nos vamos a engañar. ¿Y qué es lo que hermana a esas bestezuelas? Varias cosas. Las menos importantes conciernen a las ideas. Las relevantes tienen que ver con una actitud ante la vida: corretean felices e indignados a un tiempo. ¿Qué les indigna? Todo. ¿Qué les alegra? Pertenecer a un grupo con más ventajas que la tarjeta VIP de un club de vacaciones. Así, se les presupone la buena intención. ¿Por qué? Infunden en el despistado un respeto como de soldados antes de entrar en combate. Se les asocia con la pureza y el desprendimiento. Y no se contentan si no son el centro de atención.

 Este último punto lo trabajan a conciencia desde aquella diputada con bebé en el escaño, pidiendo portada. Debo decir, pues fui testigo directo, que el neonato era el más educado de su grupo parlamentario, al punto que anuncié a su madre: tu criatura debe ser en realidad liberal o conservadora.

La hermandad viene así de fábrica, con hambre de cámara, porque se han formado en el populismo hispanoamericano, que ellos llaman latinoamericano. Antaño, cuando la izquierda obrera, el secretario general del PCE regresaba a la mina tras dejar la política profesional. Años antes, cuando los jerséis de Marcelino Camacho, eran patriotas. De entrada, uno no habría llamado a aquellos señores ‘extrema izquierda’, pese a que llevaban el comunismo colgando y a la vista. Pero sus actos los definían: eran lo opuesto a un podemita.

Ha observado Ayuso recientemente que en los escaños de la podemia y de sus raras excrecencias madrileñas se reúne más propiedad inmobiliaria que en el portal Idealista. Primera diferencia pues: el comunista de la Transición era desinteresado y llegaba a la jubilación con lo justo, en tanto que el neocomunista se consagra a acumular bienes raíces. Lo que sea, pisos, fincas rurales, plazas de parking, tú pilla algo, un apartamento en la costa, otro, un chalé, más, más, más. Una obsesión. Mientras tanto, los más expuestos liberales vivimos de alquiler. Somos tan burros que no modelamos la opinión de acuerdo con nuestras inmediatas conveniencias, sino que la esculpimos a golpe de libro, estudio y reflexión. Se dirá que lo mismo podría atribuirse la podemia: la corte entera del faraón caído se comporta como un fondo buitre y, sin embargo, van predicando el castigo al propietario, la protección del okupa y demás aberraciones inexplicables.

Pero querer ver ahí un espíritu desprendido, coherente a su pesar, sería precipitado. Por pasos. En primer lugar, quien acumula y acumula, y luego sigue acumulando, demuestra ciertas prioridades. En segundo lugar, pregúntense cómo unas personas que, en el mejor de los casos, se habrían dedicado a la docencia, logran juntar tanta pasta, tanta información sobre chollos, tantas oportunidades y tanto miedo reverencial de la banca (y no añado ‘tanto regalo venezolano’ hasta que el Pollo no cante del todo). ¿Cómo? ¡Pues por la vía de denunciar a los que son como ellos pero sin una misión en la vida! Sin apostolado, sin la retórica adecuada, y sin la patente de corso que confiere ser uno de los suyos. Oiga, se lo puedo poner más crudo: ¿de qué iban a vivir fuera de la política? Pues si eso iba a estar complicado, juntar una cartera de propiedades inmuebles ni le cuento.

Más rasgos distinguen al neocomunista. La férrea decisión de hacerse rico deprisa la entiende cualquiera, sin embargo otras pulsiones resultan incomprensibles para nosotros, gentes de orden. Eso sí, encerrarán interés para el etólogo, el antropólogo, el psicólogo. Por ejemplo, se emocionan mucho. Se emocionan hasta el llanto con frecuencia. Objetarán que tampoco eso es exclusivo de un sector ideológico. Pues no sé qué decirles. Juzgo según mi experiencia. Algunas veces me he topado con personajes que, sin venir a cuento, te dan una chapa particularmente desagradable. En el relato, el espontáneo narrador ocupa por sistema un espacio moral preferente. Uno ve venir la fatalidad: el tipo o la tipa se va a dedicar a sí mismo un panegírico. Eleva la voz o la intensidad, glosa sus méritos, ya se acerca el clímax. Carrillo habría vomitado. Pronto le asoma una lagrimilla y se pone a moquear conmovido por su propia bondad. Afirmo que este tipo de conducta revela el voto.

Salvando la segura excentricidad de que alguna monja vote extrema izquierda, lo propio de las personas que dedican su vida a entregarse al prójimo no es emocionarse por lo buenas que son. Es más, dada su naturaleza excepcional, buscarán algún pecado en el fondo de sus almas para confesarse. Qué quieren que les diga, el neocomunista es muy pesado. Lleva hábito y no es la sotana, la toca, la casulla o el alzacuellos, sino un plúmbeo discurso a un tiempo trabajoso, veloz y bastante deprimente. En principio, la adscripción ideológica no debería obligarte a patear el lenguaje, a fatigar con la duplicación del género, a inventar desinencias para triplicarlo, a lanzar palabros fetiche, como empoderamiento, heteropatriarcado o antifascistas. Esta última, contagiada por desgracia al periodismo, no se refiere a los que derrotaron al Eje sino a los que patean policías. Y ello nos devuelve al principio de esta página.

El retrato ha quedado esbozado. He omitido detalles sin importancia, sin apenas valor descriptivo. No sé, si los procesan se trata siempre de acoso judicial; si los condenan es sin pruebas; las sentencias judiciales no van con ellos, etcétera. Pero hoy todavía la ley se impone y sus actos tienen consecuencias. Cuando dejen de tenerlas se habrá acabado la democracia.

 

 

 

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