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Poemas para la vida: ‘Dame el ocaso en una copa’, de Emily Dickinson

Por encima de cualquier otra consideración, incluso por encima de la poesía, Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, 1830 – 1886) es un icono. Al margen de su excelencia poética, alimenta su leyenda el carácter profundamente intimista de una literatura portentosa fraguada entre cuatro paredes.

Sabemos que buena parte de sus 55 años de existencia no puso un pie fuera de la casa la persona que dejó escrito: “Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”. Se llamaba Emily Elizabeth Dickinson y desde el escritorio de su habitación tejió más de dos mil poemas, -de los que apenas publicó en vida media docena-, directos al corazón de lectores de todas las latitudes.

Nacida en una ilustre familia de abogados y docentes de Nueva Inglaterra, su padre era juez y senador por Massachussets. Además tenía como socio de su bufete jurídico a un familiar directo de Ralph Waldo Emerson, poeta cuya obra y pensamiento influyó notablemente en la escritora.

Su primera formación en la Academia de Amherst y en el Seminario Femenino de Mount Holyoke se produjo en un rígido ambiente calvinista ante el que pronto se rebeló, aunque dejó en ella una huella profunda que condicionó su existencia y su peculiar concepción del universo. Con menos de treinta años se apartó del mundo, recluyéndose de por vida en el caserón familiar.

Excéntrica

Como reflejan los escritos de la época, sus vecinos la consideraban una persona excéntrica que en 1861, a raíz de lo que ella misma denominó “mi blanca elección”, nunca volvió a vestir otro color que no fuera el blanco. Tampoco se casó y cultivó muy pocas amistades, con las que mantuvo una abundante correspondencia, especialmente con los escritores Samuel Bowles y Emerson y con el juez Charles Wadswort, que se refería a ella como “una blanca mariposa de luz”.

Jorge Luis Borges escribió: «No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y solitaria que la de esa mujer. Prefirió soñar el amor y acaso sólo imaginarlo”.

En la intimidad de su hogar escribía sin descanso. Su forma de concebir la creación, poemas sin título de verso corto, rima consonante y puntuación poco convencional, no fue comprendida por sus contemporáneos.

Emily Dickinson falleció en Amherst, en donde está enterrada, el 15 de mayo de 1886. No fue hasta poco después de su muerte cuando su hermana pequeña Lavinia, a la que siempre le unió una relación muy especial, descubrió en la habitación de la escritora cuarenta volúmenes encuadernados a mano que contenían la parte sustancial de una obra que hasta entonces nadie conocía.

Su primera colección de poemas se publicó en 1890, aunque los editores alteraron significativamente los originales. Habría que esperar hasta 1955 para que fuera publicada la primera recopilación de su poesía sin modificaciones sustanciales. Sólo entonces la crítica comenzó a valorar el tesoro de una de las obras poéticas en lengua inglesa más valoradas de todos los tiempos.

¿Qué es poesía?

Dickinson definió su poesía con estas palabras: «Si leo un libro y hace que mi cuerpo entero se sienta tan frío que no hay fuego que lo pueda calentar, sé que eso no es poesía. Si físicamente me siento como si me levantasen la tapa de los sesos, sé que eso es poesía. Esta es la única manera que tengo de saberlo. ¿Hay alguna otra?».

Uno de sus biógrafos escribió acerca de su naturaleza poética: «Era una especialista de la luz». Despojada de palabras superfluas que sostienen un ritmo hasta entonces inexplorado, la poesía de Dickinson, no siempre fácil para el lector, transmite una sensibilidad extrema e invita a la reflexión a través de temas recurrentes, como los referidos al amor, a la muerte y a la inmortalidad.

De su amplia producción rescatamos el poema Dame el ocaso en una copa, en la versión de la poetisa argentina Silvina Ocampo, que tradujo con meticulosidad y pulcritud éste y otros seiscientos escritos de la estadounidense:

 

Dame el ocaso en una copa,
enumérame los frascos de la mañana
y dime cuánto hay de rocío,
dime cuán lejos la mañana salta-
dime a qué hora duerme el tejedor
que tejió el espacio azul.

Escríbeme cuántas notas habrá
en el nuevo éxtasis del tordo
entre asombradas ramas-
cuántos caminos recorre la tortuga-
cuántas copas la abeja comparte,
disoluta del rocío.

También, ¿quién puso la base del arco iris,
también, quién guía las esferas dóciles
por juncos de azul flexible?
¿Qué dedos atan las estalactitas-
quién cuenta la plata de la noche
para saber si nadie está en deuda?

¿Quién edificó esta casita albana
y cerró herméticamente las ventanas
que mi espíritu no puede ver?
¿Quién me dejará salir un día de gala
con implementos de vuelo,
fugaz pomposidad?

 

 

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