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Política y teatro: una importante reflexión de Václav Havel en el #DíaMundialDelTeatro

Václav-Havel-640PRAGA – Hace poco leí un artículo titulado “La política como teatro”, una crítica a todo lo que he tratado de hacer en política. Argumentaba que en la política no hay lugar para un ámbito tan superfluo como el teatro. No hay duda de que en los primeros meses de mi presidencia algunas de mis ideas mostraron más talento teatral que previsión política. Pero el autor se equivocó en una cuestión fundamental: no entendió el significado del teatro ni una dimensión crucial de la política.

Aristóteles escribió una vez que todo drama o tragedia requiere un inicio, un desarrollo y un final, con un antecedente que siga a un precedente. El mundo, vivido como un ambiente estructurado, incluye de manera inherente la dimensión dramática de Aristóteles, y el teatro es una expresión de nuestro deseo de una manera concisa de captar este elemento esencial. Una obra de no más de dos horas siempre presenta, o tiene la intención de presentar, una imagen del mundo y un intento de decir algo sobre él.

Una definición de la política sostiene que es la conducción, la preocupación y la administración de los asuntos públicos. Obviamente, la preocupación por los asuntos públicos significa preocupación por la humanidad y el mundo, lo que requiere un reconocimiento de la autoconciencia de la humanidad en el mundo. No veo cómo un político puede lograr esto sin reconocer el drama como un aspecto inherente al mundo visto por los seres humanos, y por lo tanto como una herramienta fundamental de la comunicación humana.

La política sin un principio, un desarrollo y un final, sin exposición ni catarsis, sin gradación ni capacidad de sugestión, sin la trascendencia que desarrolla un drama real, con personas reales, para dar un testimonio sobre el mundo es, en mi opinión, política castrada, coja y desdentada.

No siempre consigo practicar lo que predico, pero trabajo por una política que sabe que importa qué es lo primero y lo que le sigue, una política que reconoce que todas las cosas tienen una secuencia y un orden adecuados. Por encima de todo, es una política que se da cuenta de que los ciudadanos -sin teorizar, como lo hago ahora- saben perfectamente si las acciones políticas tienen una dirección, estructura, una lógica en el tiempo y el espacio, o si carecen de estas cualidades y no son más que las respuestas circunstanciales al azar.

En un escenario limitado, con poco tiempo y figuras u objetos de utilería limitados, el teatro dice algo sobre el mundo, sobre la historia, sobre la existencia humana. Explora el mundo con el fin de influir en él. El teatro es siempre tanto símbolo como abreviación. En el teatro, la riqueza y la complejidad del ser se comprimen en un código simplificado que intenta extraer lo esencial de la sustancia del universo y de transmitirlo a su público. Esto, de hecho, es lo que las criaturas pensantes hacen todos los días. El teatro es simplemente una de las muchas formas de expresar la capacidad humana de generalizar y comprender el orden invisible de las cosas.

El teatro también posee una habilidad especial de aludir a múltiples significados y transmitirlos. La acción que se muestra en el escenario siempre irradia un mensaje más amplio, sin que necesariamente deba ser expresado en palabras. Se trata de un fragmento de vida organizado de una manera que quiere decir algo sobre la vida en su conjunto. El carácter colectivo de una experiencia teatral no es menos importante: el teatro siempre presupone la presencia de una comunidad (actores y público) que lo vive como experiencia.

Todas estas cualidades tienen su contraparte en la política. Un amigo dijo una vez que la política es “la suma de todas las cosas concentradas”. Abarca derecho, economía, filosofía y psicología. Inevitablemente, la política es también teatro -el teatro como un sistema de símbolos que se dirige a nosotros como un todo, como individuos y como miembros de una comunidad, y da testimonio a través del evento específico en el que se encarna, para los grandes acontecimientos de la vida y la mundo, mejorando nuestra imaginación y sensibilidad. No puedo imaginar una política exitosa sin conciencia de estos elementos.

Los símbolos que emplea la política son teatrales por naturaleza. Los himnos nacionales, las banderas, los adornos, los festivos, no significan mucho por sí mismos, pero los significados que evocan son instrumentos de la imagen que una sociedad tiene de sí misma, herramientas para crear conciencia de la identidad y continuidad sociales. La política también está cargada de símbolos en otros aspectos menos visibles. Cuando el presidente de Alemania visitó Praga poco después de nuestra Revolución de Terciopelo, el 15 de marzo de 1990 (el aniversario 51 de la ocupación del territorio checo por parte de los nazis), no tuvo que decir mucho, porque el hecho de su visita en ese día lo decía todo. Igualmente auspicioso fue cuando el presidente francés y el primer ministro británico visitaron el país en el aniversario del Pacto de Munich.

Los actos políticos simbólicos se asemejan al teatro. También implican alusión, multiplicidad de significados y capacidad de sugestión. También retratan una realidad resumida, estableciendo una conexión esencial sin ser explícitos. Y también cuentan con un marco ritual de aceptación universal que resiste el paso del tiempo.

Incluso los escépticos no pueden negar un aspecto de teatralidad en la política: la dependencia de la política de los medios de comunicación. Muchos políticos estarían perdidos sin los entrenadores que les enseñan técnicas de actuación ante una cámara. Todos los políticos, incluidos los que desprecian el teatro como algo superfluo, algo que no tiene cabida en la política, sin querer se convierten en actores, dramaturgos, directores o actores.

El importante papel que juega una sensibilidad teatral en la política tiene doble filo. Quienes la poseen pueden llevar a la sociedad a realizar grandes obras y fomentar la cultura democrática, el coraje cívico y un sentido de responsabilidad. Pero también pueden movilizar los peores instintos y pasiones, fanatizar masas y conducir a las sociedades a un infierno. Recordemos los gigantescos congresos nazis, las procesiones de antorchas, los discursos incendiarios de Hitler y Goebbels, y el culto de la mitología alemana. Difícilmente podríamos encontrar un abuso más monstruoso del aspecto teatral de la política. Y hoy en día -incluso en Europa- hay gobernantes que utilizan herramientas del teatro para despertar el tipo de nacionalismo ciego que conduce a la guerra, la depuración étnica, los campos de concentración y el genocidio.

Entonces, ¿dónde está el límite entre el respeto legítimo de la identidad y los símbolos nacionales, y la música diabólica de los magos oscuros y flautistas de Hamelin? ¿Dónde terminan los discursos apasionados y comienza la demagogia? ¿Cómo podemos reconocer el punto más allá del cual la expresión de la necesidad de una experiencia colectiva y rituales de integración se convierte en manipulación maligna y un asalto a la libertad humana?

Aquí es donde vemos la gran diferencia entre el teatro como arte y la dimensión teatral de la política. Un espectáculo teatral demencial escenificado por un grupo de fanáticos es parte del pluralismo cultural y, como tal, ayuda a expandir la libertad sin representar una amenaza para nadie. Una actuación demencial por parte de un político fanático puede sumir a millones en una calamidad sin fin.

Así que el drama de la política exige no un público, sino un mundo de actores. En un teatro, nuestras conciencias se tocan, pero la responsabilidad termina cuando cae el telón. El teatro de la política nos plantea permanentemente exigencias como dramaturgos, actores y público, apelando a nuestro sentido común, moderación, responsabilidad, buen gusto y conciencia.

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