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Ponga una utopía en su vida

«Me refiero a esas que forman un grupo de personas ejerciendo su libertad, sin imposiciones ni cometer delitos, con la intención de alejarse del mundanal ruido»

Ponga una utopía en su vida

Grabado de la isla de Utopía de Tomás Moro. | EFE

 

Leí el otro día a algún colega que ya le gustaría tener una fe política, no religiosa, a la que agarrarse cuando van mal las cosas. Coincido. Ojalá fuera de los que ahora se llaman progresistasun dogmático que todo lo arregla a lo Sánchez, con muros, apartando al adversario e imponiendo su verdad. Sí, uno de esos que tiene clara la mecánica celestial de la historia, y ve un camino de baldosas amarillas solo turbado por el asalto de las brujas reaccionarias. Y si además piensa y actúa como la izquierda woke, ya tiene el kit completo.

La verdad es que deben sentirse muy poderosos señalando, cancelando y ninguneando a los otros, como la versión posmoderna de la Guardia Roja de Mao. Ojo, porque a eso lo llaman defender la «justicia social». Sin embargo, para los que somos víctimas no victimizadas, o minorías sin plañideras de mano tendida presupuestaria, la vida es mucho más chunga. Sí, ya sé que es culpa nuestra. Dejamos a los totalitarios, normalmente de vida profesional aterciopelada, que vayan ganando posiciones y que se crean superiores.

Una escapatoria histórica a estos desmanes han sido las utopías. Sé que la más pequeña de ellas, la utopía personal, esa en la que uno se refugia como en una isla sin Viernes, está catalogada como patología mental sin tratamiento en la salud pública. Pero no se desanimen. Hay otras utopías que calman la zozobra del sinvivir diario, de la ansiedad climática, o de la dureza del mercado laboral. Hablo de una de esas a las que escapar con otras personas. Es un campo delicado, como el juego buscaminas, porque uno puede dar el paso alegre de la paz y explotar como una bolognesa en el microondas. Si no han visto la serie documental Raël: El profeta de los extraterrestres, con su utopía de comunas colectivistas, háganlo.

Dejando fuera esas utopías, hay dos más. Unas son aquellas que acaban siendo un cuento orwelliano, con un Estado que lo ocupa todo, incluso el pensamiento. Tenemos quien defiende esto diciendo que esta vez no ocurrirá porque están ellos al mando. Vergüenza ajena aparte, queda otro tipo de utopía. Me refiero a las comunales voluntarias; a esas que forman un grupo de personas ejerciendo su libertad, sin imposiciones ni cometer delitos, con la intención de alejarse del mundanal ruido.

Kristen Ghodsee lo cuenta en Utopías cotidianas. Lo que dos mil años de experimentos pueden enseñarnos sobre vivir bien magníficamente editado por Capitán Swing. La autora nos presenta un libro fantástico, a veces fantasioso, sobre la historia de la utopía. Luego se desliza por el dramático abismo de marcar el futuro. A ver, si la utópica Ghodsee -atención a la hache intercalada para evitar la confusión teológica-, no es capaz de indicar el camino al paraíso, mal vamos. La profesora de la Universidad de Pensilvania no transita por el marxismo tardío de Susan Neiman, que dice en Izquierda no es woke (Debate, 2024) que el futuro es el socialismo participativo a través de la ley y la fiscalidad. Esta cantinela de más Estado y de un Gran Hermano moralmente superior suena más a distopía liberticida que a utopía liberadora.

«La clave es ser libre para pensar y romper convencionalismos, dice Ghodsee, sin que afecten u obliguen a los demás»

Ghodsee va por otro lado. Recoge las preocupaciones de la sociedad civil, no de cuatro académicos iluminados, y las traduce en vías para las comunas utópicas. Habla de la crisis climática, la soledad no deseada, la salud mental, la necesidad de cuidados de los vulnerables, y la economía. Piensa en la eliminación de roles de género, la ampliación del concepto de familia al grupo, y la solidaridad como eje central.

La clave es ser libre para pensar y romper convencionalismos, dice Ghodsee, sin que afecten u obliguen a los demás. Es una especie de libertad entendida como no dominación pero sin la cursilería ni el buenismo de Philip Pettit en Republicanismo: una teoría de la libertad (1999). El lema es «Atrévete a pensar más allá de lo que nunca ha pensado nadie», y libérate a través «del pensamiento creativo». Pero no se alarmen. No es un libro de coaching, ni Ghodsee es el pseudónimo de Paulo Coelho a pesar de que tenga frases del tipo «si quieres, puedes».

A partir de aquí, si Vd. es sensible quédese sentado, porque vienen curvas colectivistas. Ghodsee defiende que los hijos no deben ser de los padres, sino de la tribu, que la propiedad privada es un estorbo, que compartir ensancha el corazón, y la educación de las nuevas generaciones no debe basarse en enseñar la realidad, sino en cómo debe ser.

Sí, ya sé que suena a dislate, pero es que Ghodsee se ha especializado en el estudio de la «nostalgia» del mundo soviético. No olvidemos que los pilares de ese universo eran la negación de la familia, el adoctrinamiento de los hijos por lo público porque pertenecían al Estado, que la propiedad solo era para los dirigentes del partido, y que también educaban a los jóvenes en que su sacrificio era por un futuro que no acababa de llegar.

La utopía de Ghodsee consiste en liberarse de las preocupaciones cotidianas, como el monje que vendió el Ferrari. No más hipotecas, ni facturas que pagar, ni niños que criar, ni pareja a la que ser fiel, ni jefa que aguantar. El secreto es desmontar la idea de que la familia es la unidad básica para comprender que no tendrás nada y serás feliz, sin necesidad de la droga «soma», como apuntaba Huxley. Pero esto hay que trabajarlo, dice la autora. Es preciso ser optimista, y librarse de la «coacción política» que suponen las historias de distopías, apunta Ghosee, quien termina apelando a la «esperanza radical». No caben medias tintas en el mundo utópico.

 

 

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