En Europa hay 50 millones de musulmanes, y creciendo. Si los europeos de cepa siguen empeñados en no tener hijos, dentro de medio siglo los musulmanes serán mayoría en países como Holanda y Francia. En España no hay tantos: en torno a un millón; de ellos, unos 750.000 son marroquíes. Aquí, sin embargo, el problema se plantea en otros términos no menos inquietantes: los de una extraordinaria fragilidad cultural en el país de acogida, o sea, la propia España, que contrasta con la cohesión de la minoría musulmana. Así, en España, el poder parece obsesionado por favorecer lo musulmán en detrimento de los cristiano. ¿Por qué?
Repasemos el paisaje. Discotecas que cambian su nombre para no molestar a las minorías integristas. Recintos militares habilitados para la oración musulmana mientras se limita la liturgia cristiana en las Fuerzas Armadas. Discriminación positiva de los alumnos musulmanes en la escuela española y discriminación negativa de los católicos. Respeto reverencial a las costumbres traídas por los moros –aunque algunas de ellas no sean propiamente coránicas- y desdén infinito hacia las costumbres autóctonas.
La fascinación del moro
Andalucía está a la cabeza del fracaso escolar en España con un índice del 36,3%, pero lo que preocupa a la Junta es impulsar la enseñanza del árabe en la secundaria. Ian Gibson pide mezquitas y clases de árabe mientras Juan Goytisolo prosigue con su cansina cantinela del islam como faro de tolerancia y diálogo de culturas. La misma progresía que cubre de sarcasmo a la “España nacional-católica” y a la “insidiosa reconquista” de Juan Luis Cebrián se extasía ante la vaporosa fábula de un islam tolerante que sólo existe en su imaginación. Hace pocos años, una ministra de Cultura, Carmen Calvo, fundamentaba la amistad hispano-árabe en el hecho de que Cervantes residiera en Argel durante cinco años, pasando por alto el nada desdeñable matiz de que el Manco estuvo en Argel, sí, pero capturado como esclavo, cautivo de los piratas y pasando las de Caín. Todos estos son los mismos que devolverían Ceuta y Melilla a Marruecos, ignorando que esas dos ciudades jamás han sido marroquíes. E via dicendo.
Aquí hay dos cuestiones de fondo, y ambas, en nuestro caso, están muy relacionadas entre sí. Una es cómo gestionar la integración de los inmigrantes musulmanes, difícil problema que compartimos con el resto de los europeos. La otra es la pertinaz tendencia de una cierta parte de la opinión española, especialmente entre la progresía simiculta, a identificarse con el musulmán, y éste es un rasgo muy específicamente nuestro. La pregunta es: ¿por qué a nuestra izquierda le gustan tanto los moros?
Advertencia: contra lo que mucha gente cree, moro no es un término peyorativo. El término moro proviene directamente del griego mauros y del latín maurus, que quiere decir “moreno”. Aquellos morenos dieron nombre a la antigua provincia romana de Mauritania. Dicho quede-.
Debate degradado
Hoy el debate se plantea en los términos urgentes de la política sobre inmigración, pero este asunto de la maurofilia y la maurofobia es muy viejo. Por decirlo en dos palabras, hay quien piensa que los españoles, por nuestra propia identidad histórica, debemos manifestar una especial solicitud y simpatía hacia lo musulmán, y hay quien, por el contrario, sostiene que España existe precisamente porque venció al islam, y que lo musulmán es algo del todo ajeno a nosotros. Y estas dos posiciones, de alguna manera, reproducen el esquema clásico de las dos Españas.
¿Cuándo empezó la izquierda española a ser maurófila? Señalemos un hito: el libro de Juan Goytisolo Reivindicación del conde don Julián, de 1970. Ahí, Goytisolo declaraba la guerra a la España nacionalcatólica de Franco y al occidente cristiano en general e invocaba la figura del conde godo don Julián, aquel que según la tradición abrió las puertas de España a los moros. Inauguraba así una línea de reflexión no muy original, pero sí muy provocadora: una oposición elemental entre la España católica y negra de la Contrarreforma y la España blanca y tolerante del califato moro. Y Goytisolo, para blasonar el linaje, buscaba un padrino indiscutible: Américo Castro.
Situémonos después de nuestra última guerra civil. Dos grandes exiliados, Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, polemizan violentamente sobre el ser de España. Castro sostiene que España se construyó después de la invasión islámica en el siglo VIII, no antes, como resultado de la presencia en nuestro suelo de tres grandes fuerzas –cristiana, musulmana y judía-, que a partir de ese momento interactuaron de manera ora conflictiva, ora armónica. Sánchez Albornoz, por su lado, mantiene que España se construye en el conflicto con el islam, sí, pero no de modo armónico, sino bélico, y como actualización de la herencia romana, cristiana y goda. Esto que decimos, naturalmente, es una simplificación. Quien quiera profundizar, debe leer las dos grandes obras de referencia sobre el asunto: de Sánchez Albornoz, España, un enigma histórico, y de Castro, La realidad histórica de España.
Ahora bien, el debate, en los últimos años, se ha encanallado. Entre otras cosas, por el concurso de historiadores proseparatistas, como Henry Kamen, que ha descubierto la extraordinaria novedad de que España no ha existido nunca. Pero de estas cosas, mejor apartarse, porque, como dijo Pérez-Reverte sobre este caballero, “empiezas dejando que un inglés te toque los huevos, y nunca se sabe”. Lo importante es que la endeblez del debate intelectual español ha hecho que todas aquellas viejas ideas, ahora deformadas, vayan degradándose hasta plantearse en términos burdos. La vieja negación de la España cristiana da en negación de España en general y, después, deriva en simpatía hacia el enemigo secular de esa España; es decir, el moro. Y como, además, el moro imaginario es pobre, una víctima explotada por el capitalismo occidental, la izquierda siente gran atracción hacia su causa. Así, de Castro se pasa a Goytisolo y de éste a Zapatero. Una decadencia.
El “síndrome de Don Julián”
Sabiendo esto es más fácil entender por qué la izquierda ama el islam. Para empezar tenemos el síndrome de Don Julián, que es una afección típicamente española: aparece cuando uno, por intensa insatisfacción u odio hacia lo español en general, da en juzgar que ellos son los buenos, pues España es, esencialmente, lo malo. Así, se experimente simpatía hacia todo lo que nos erosiona, ya sea la leyenda negra, ya sea el Eterno Moro.
Además, hay que añadir otro elemento, que es de orden ideológico y extensible a toda la izquierda occidental: una mal digestión de la obra de Franz Fanon, el autor de Los condenados de la tierra, que aplicó al escenario colonial su fusión de socialismo con el nacionalismo revolucionario. Desde Fanon, la izquierda, que ya no podía ser soviética, encontró un nuevo mito redentor: había que liberar del yugo occidental a los condenados de la tierra: africanos, sudamericanos o musulmanes.
Eso no basta para explicar tanta maurofilia. Hay más: el instinto de rendición a los bárbaros, visible en toda situación histórica de decadencia. El instinto de rendición a los bárbaros afecta especialmente a sectores acomodados, y puede describirse como una inclinación a claudicar ante la amenaza exterior. Aquí pesan el miedo a perder lo que uno posee y una cierta mala conciencia de ser beneficiario de la injusticia. Por eso, con frecuencia, este instinto se envuelve en un discurso pacifista o panfilista del tipo “¿no seremos nosotros la verdadera amenaza?”. Ahí, sólo resta abrir las pertas.
Y no perdamos de vista la cuestión religiosa. La izquierda sólo ve la religión como una flaqueza que el progreso debe disolver. Así, busca negar legitimidad a la tradición religiosa propia, equipararla con las demás religiones y utilizar a unas contra otras en una estrategia de desespiritualización.
El imperativo de que “España deje de ser católica” nunca abandonó a la izquierda. Hoy vivimos otro asalto a la Cruz: por eso nuestra izquierda le gustan tanto los moros.