Democracia y Política

¿Por qué la normalidad diplomática puede favorecer una democratización de Cuba?

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Llevamos dos décadas leyendo a teóricos de las transiciones democráticas que insisten en que para que un régimen autoritario o totalitario cambie son necesarias varias condiciones: relativa autonomía de la sociedad civil, cultura jurídica favorable al Estado de derecho, sectores económicos independientes del Gobierno, redes opositoras o disidentes relacionadas, al menos, con un sector considerable de la ciudadanía, franjas reformistas en la burocracia gubernamental… Ninguna de esas condiciones se cumple plenamente en Cuba, aunque en los últimos años se ha delineado  una tendencia que apunta en esa dirección.

Aclaremos de entrada que hablamos aquí de una transición pacífica a la democracia, como la teorizada desde los 80 por Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter, Juan Linz, Alfred Stepan y otros autores, a partir de los casos de Europa del Este y América Latina, España o Portugal, y no de cualquier otro tipo de cambio de régimen, como podría ser un golpe de Estado o una revolución, que no necesariamente tienen que conducir al establecimiento de un nuevo orden democrático. Desde luego que una revuelta popular o el derrocamiento de un gobierno pueden derivar en un tránsito democrático, pero descarto ambos escenarios por lo poco probables que parecen en la Cuba de la normalización diplomática.

De manera que si no existen las condiciones para una transición democrática en Cuba y la sociedad de la Isla no parece proclive a la desobediencia civil o el levantamiento popular, la pregunta que se impone es cuál sería la manera más eficaz y rápida de contribuir a la creación de esas condiciones para el tránsito democrático. Según buena parte de las opiniones de líderes de la oposición y el exilio, el restablecimiento de relaciones entre EEUU y Cuba y el proceso de normalización diplomática que se desprende del mismo no favorecen en modo alguno la democratización de la Isla, ya que se dirigen, exclusivamente, a reforzar el poder económico, político y militar de la elite gobernante.

Sin negar que, en efecto, la normalidad diplomática refuerza ese poder, mi argumento se mueve en sentido contrario por medio del previsible impacto que tendría la nueva coyuntura sobre cuatro fenómenos fundamentales para la creación de las premisas de la democracia cubana: 1) legitimación de los actores e instituciones pro-democráticos a nivel doméstico e internacional; 2) desarrollo de una cultura política popular, resistente a la ideología oficial nacionalista revolucionaria y marxista-leninista; 3) autonomización de la sociedad civil; y 4) desplazamiento de la lógica reformista de la economía a la política, en medio de la inevitable renovación generacional de las élites.

La credibilidad de la democracia

Uno de los efectos esperables de la normalización diplomática y de la enorme popularidad que goza el Gobierno de Barack Obama en la Isla —la encuesta de Bendixen y Amandi,  el pasado abril, con todos sus problemas, daba más de un 80% de popularidad a Obama, seguido de cerca por el Papa Francisco—, será que actores tradicionalmente prodemocráticos de la comunidad internacional como EEUU, la Unión Europea, el Vaticano y los organismos internacionales de derechos humanos comienzan a ser percibidos con mayor confianza y credibilidad desde la ciudadanía de la Isla.

A partir de ahora, cualquier crítica a la represión de opositores o a la violación de derechos humanos en la Isla por parte de Washington o la comunidad internacional provendrá de un mundo que ha dejado de ser hostil. El opositor Manuel Cuesta Morúa lo señalaba hace unos días a propósito del efecto favorable que irremediablemente tendrá la erosión del «excepcionalismo» y el síndrome de «plaza sitiada» en la mentalidad popular. Rechazar la falta de democracia y demandar derechos civiles y políticos se convertirán en gestos más legítimos tras la normalización diplomática.

Esa nueva percepción de los actores internacionales prodemocráticos entrará en contradicción —ya lo está haciendo— con el relato hegemónico de los medios de comunicación, que ha asociado, tradicionalmente, la democracia avanzada con la decadencia de la sociedad occidental y sus potencias globales. El cambio de percepción también podría favorecer a la oposición interna si es que esta no se presenta como enemiga de la normalización diplomática, apoyada, por lo visto, por la mayoría de la población insular. De acuerdo con la misma problemática encuesta de Bendixen y Amandi, cerca de un 97% de la ciudadanía de la Isla respaldaría el restablecimiento de relaciones entre EEUU y Cuba.

Cultura popular vs. ideología oficial

Una de las más sintomáticas preocupaciones de la nomenklatura cubana en los meses posteriores al 17 de diciembre de 2014 ha sido la insistencia en la preservación de los valores nacionalistas y socialistas de la cultura, en contra de la avalancha de la cultura mediática que proviene, fundamentalmente, de EEUU. Sobre todo entre ideólogos y burócratas de la política cultural, esa defensa adquiere un tono conservador, que rechaza el radical igualitarismo y la estetización del mercado que se reproducen en Cuba como consecuencia del creciente contacto con la cultura del entretenimiento en EEUU.

Lo que se ha vivido en Cuba en los últimos años no parece ser la erosión sino el agotamiento de una ideología oficial, anclada en los mitos y estereotipos del nacionalismo y el socialismo. La naturalización del consumo de la cultura norteamericana podría acentuar esa crisis y generar una reconstitución de la cultura política de la Isla, favorable a la democracia. También en la cultura mediática norteamericana, con independencia de sus variados registros, se trasmiten mensajes favorables a los derechos civiles y políticos, a la tolerancia de ideas y creencias, a la separación de poderes, al gobierno representativo y a la importancia del «rule of law».

Desde luego que el nacionalismo y el socialismo pueden desgastarse como valores ideológicos sin que se democratice el país. China y Viet Nam, como antes la dictadura chilena o Arabia Saudita, son buenos ejemplos de experimentos capitalistas sin democracia. Pero en el caso cubano nunca habría que subestimar que la proximidad física y la conexión migratoria con EEUU, a la vez que una larga tradición de contacto cultural, pueden elevar el prestigio del gran vecino en la mentalidad popular, sin excluir de esa recepción las virtudes del sistema republicano y democrático de gobierno.

Una sociedad civil más autónoma

En los últimos años, la tendencia a una mayor autonomización de la sociedad civil en Cuba se ha manifestado, al menos, en tres niveles: 1) el surgimiento de nuevas asociaciones civiles, que negocian una semi-independencia con el Estado, y que vincula a comunidades culturales, religiosas, raciales, sexuales o gremiales; 2) la emergencia de un sector económico más solvente, en el mercado interno, diferenciado del circuito de las firmas y empresas mixtas controladas por la casta militar-empresarial; y 3) la entrada en escena de una oposición más joven y más conectada a las nuevas redes sociales, que presiona a favor de mayores derechos de asociación, manifestación y expresión.

El restablecimiento de relaciones con una nación emblemáticamente multicultural, como EEUU, y con amplias posibilidades de transferir recursos tecnológicos y financieros a esos sectores emergentes de la nueva sociedad civil cubana, también puede favorecer una transición a la democracia. El acceso a las fuentes de financiamiento será más competido con el Gobierno, pero, a la vez, abrirá mayores posibilidades de diversificación y de interlocución con actores interesados en el cambio, en EEUU y el mundo. Esa diversidad de fuentes y esa conexión con nuevos sectores externos, incluyendo desde luego al empresariado cubano-americano, podrían otorgar mayor autonomía a la oposición y a la sociedad civil insulares.

Es innegable que con un flujo mayor de créditos e inversiones a la economía cubana, la elite gobernante afianza su poder. Pero no es menos cierto que los viajes de norteamericanos y, especialmente, de cubanoamericanos, el aumento en el tope de las remesas, la eventual inversión directa de capitales del exilio en la pequeña y mediana empresa insular y las mayores facilidades para viajar desde la Isla y residir temporalmente en el exterior favorecen también a sectores sociales intermedios, no pertenecientes a las elites gobernantes, entre los que podría desarrollarse una mayor disposición al cambio democrático.

Hacia la reforma política

El restablecimiento de relaciones entre EEUU y Cuba y la normalización diplomática, en el escenario del próximo relevo generacional en la cúpula, previsto para febrero de 2018, lejos de inhibir podría intensificar las demandas de reforma política en la Isla. En medios reformistas cubanos se han producido en los últimos años aproximaciones a una posible flexibilización del sistema político en tres áreas: una nueva ley de asociaciones, una nueva ley electoral y una nueva ley de información, que ampliaría el acceso a internet. Las tres áreas serían del mayor interés para avanzar en la articulación de una oposición legítima dentro de la Isla, con mayores posibilidades para establecer contacto con la ciudadanía.

Por supuesto que esas reformas no harán transitar automáticamente un régimen de partido único a una democracia pluripartidista pero sí podrían mejorar considerablemente las condiciones en que la oposición actual realiza su trabajo, además de generar mecanismos de negociación para poner fin a la represión y liberar a todos los presos políticos. Si el camino elegido por la oposición y el exilio es el de una transición democrática, y no el de una revuelta popular o un colapso del régimen, nada más natural que involucrarse en un proceso de negociación, que incluya a toda la sociedad civil de la Isla y a la comunidad exiliada, destinado a persuadir y, eventualmente, presionar al Gobierno para que proceda a la reforma política antes de 2018.

Más que esperar a que aparezcan claros indicios de esa reforma, para rechazarla por su limitación o timidez, la oposición y el exilio podrían exponer a la ciudadanía sus propios proyectos de cambio democrático, partiendo de las leyes, instituciones y actores políticos actuales. La población de la Isla y del exilio y la comunidad internacional, incluyendo al actual y, probablemente, al próximo gobierno de EEUU, estarían más abiertos a asimilar o respaldar un proyecto alternativo de reforma, que a persistir en la búsqueda de una confrontación diplomática, que tampoco ha cumplido el objetivo de debilitar al régimen a juzgar por la represión y la falta de libertades públicas.

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