Por qué los autócratas se benefician de las emergencias
Las crisis son momentos de eficacia comprobada para socavar la democracia.
Desde Getúlio Vargas y otros dictadores más conocidos de la década de los treinta hasta Indira Gandhi y Ferdinand Marcos en los años setenta y Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan más recientemente, los líderes con mentalidad autócrata han venido usando las emergencias nacionales —algunas reales, otras fabricadas— para hacerse de poderes extraordinarios. Una de nuestras mayores preocupaciones respecto de la presidencia de Donald Trump siempre ha sido que aproveche (o invente) una crisis para justificar algún abuso de poder. Los acontecimientos recientes le han dado a esta preocupación una nueva inmediatez.
Los líderes autoritarios suelen irritarse ante las limitantes del orden constitucional. La política democrática es, después de todo, un trabajo agotador. Las empresas familiares y las tropas de las fuerzas armadas pueden regirse por decreto, pero las democracias requieren negociación y concesiones. Los contratiempos son inevitables; las victorias, siempre parciales. Las iniciativas de políticas públicas más importantes para un presidente pueden ser destrozadas en los medios, malograrse en el congreso o ser rechazadas en las cortes.
El presidente estadounidense Bill Clinton, quien fue electo por la promesa de una reforma del sistema de salud, dedicó los primeros dos años de su gobierno a un proyecto de ley que incluía un seguro médico universal, solo para que esta ley muriera en el congreso. El presidente George W. Bush afirmó que el electorado le había conferido autoridad para reformar la Seguridad Social después su reelección en 2004, pero la iniciativa no llegó a ninguna parte. Todos los mandatarios pasan por esas derrotas. En una democracia, los presidentes deben tener paciencia y ser insensibles a las críticas. Deben ser capaces de hacer concesiones. Pero, lo más importante, deben ser capaces de perder.
A los líderes con mentalidad autócrata, en cambio, la política democrática les parece intolerablemente frustrante. La mayoría de ellos carece de las habilidades o el temperamento para el toma y daca de la política diaria. Son alérgicos a las críticas y a hacer concesiones y tienen poca paciencia para lidiar con las complejidades del proceso legislativo. Un ejemplo: un asesor del expresidente de Perú Alberto Fujimori dijo que el entonces mandatario “no soportaba la idea de tener que invitar al presidente del Senado al Palacio de Gobierno cada vez que quería que el congreso aprobara una ley”. Para los aspirantes a autócratas, los pesos y contrapesos inherentes a la democracia presidencial se sienten como una camisa de fuerza. Las críticas de los medios, la supervisión legislativa y los fallos adversos de los tribunales los hacen sentirse acosados.
Las crisis ofrecen a estos aspirantes a autócratas un escape a las trabas constitucionales. Las emergencias nacionales —en particular, las guerras o los ataques terroristas— les hacen tres favores a esos líderes. Primero, generan apoyo público. Las crisis de seguridad comúnmente producen un efecto que unifica posturas y en el que la aprobación presidencial crece. Los ciudadanos son más propensos a tolerar —e incluso apoyar— tomas de poder autoritarias cuando temen por su seguridad. Segundo, las crisis de seguridad silencian a la oposición, dado que la crítica puede considerarse desleal o antipatriótica. Por último, las crisis de seguridad flexibilizan los límites constitucionales normales. Temerosos de poner la seguridad nacional en riesgo, los jueces y los líderes legislativos por lo general le ceden su autoridad al poder ejecutivo.
Las emergencias nacionales pueden amenazar el equilibrio constitucional incluso con presidentes de tendencia democrática como Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt, pero pueden ser funestas con aspirantes a autócratas, ya que proveen una justificación en apariencia legítima (y a menudo popular) para concentrar el poder y suprimir derechos. La respuesta autoritaria de Hitler al incendio del Reichstag en 1933 es el ejemplo más destacado, pero hay muchos más. En Perú, una insurgencia maoísta y una crisis económica permitió a Fujimori anular la Constitución y disolver el congreso en 1992; en Rusia, una serie de bombardeos mortales a apartamentos en 1999 —supuestamente autoría de terroristas chechenos— desató el apoyo público a Putin, quien entonces era primer ministro, lo cual le permitió acabar con los críticos y consolidar el poder, y, en Turquía, una serie de ataques terroristas en 2015, junto con un intento fallido de golpe de Estado en 2016, le permitieron a Erdogan afianzar su control del poder mediante la declaración de un Estado de emergencia que duró dos años.
Las crisis presentan oportunidades tan grandes para concentrar el poder que los aspirantes a autócratas suelen fabricarlas. En 1937, el entonces presidente de Brasil, Gétulio Vargas, se oponía a los plazos que lo obligarían a dejar la presidencia al año siguiente, así que usó el “descubrimiento” de un complot comunista (el llamado Plan Cohen, que más tarde se supo que fue un invento) para anular la Constitución y establecer una dictadura.
Del mismo modo, el expresidente de Filipinas Ferdinand Marcos no quiso salir del poder cuando su segundo periodo presidencial concluyó en 1973. Sin embargo, necesitaba una razón para trastocar los contrapesos constitucionales. Apareció una oportunidad en 1972, cuando una serie de explosiones sacudieron Manila. Tras un supuesto intento de asesinato a su secretario de Defensa, Marcos culpó a terroristas comunistas, declaró ley marcial y estableció una dictadura. Esta crisis también fue, en gran medida, fabricada: se cree que los bombardeos fueron perpetrados por fuerzas gubernamentales y el intento de asesinato fue un montaje. La “amenaza comunista” que Marcos usó para justificar la ley marcial estuvo compuesta por unas cuantas decenas de insurgentes.
Si bien el presidente Trump opera un entorno político distinto, su comportamiento desde las elecciones intermedias de noviembre revela instintos autócratas similares. Es evidente que el presidente estadounidense carece de la paciencia o de las habilidades de negociación necesarias para lidiar con un gobierno dividido. Su respuesta al control demócrata de la Cámara de Representantes ha consistido en negarse a hacer concesiones y, lo más peligroso, rechazar la posibilidad de perder. A diferencia de Clinton y Bush, quienes aceptaron la derrota cuando quedó claro que sus iniciativas carecían de apoyo legislativo, Trump se ha negado a aceptar el fracaso de su proyecto del muro fronterizo. Incapaz de obtener los votos necesarios en el congreso, el presidente impuso, de manera imprudente, un cierre de administración. Cuando eso no le dio su muro, se dispuso a burlar por completo al congreso al inventar una emergencia nacional, que todavía no declara oficialmente. El martes 8 de enero, en su discurso desde el Despacho Oval, usó la palabra “crisis” seis veces en ocho minutos. Así es como los autócratas responden a la oposición legislativa. Siguiendo la tradición de Vargas y Marcos, Trump fabricó una amenaza de seguridad para justificar saltarse al congreso.
La artimaña del muro fronterizo del presidente bien podría fracasar. Trump es débil políticamente. Fuera de su principal grupo de seguidores, pocos estadounidenses creen que su frontera sur supone una amenaza a la seguridad nacional y existe una posibilidad —aunque todavía no hay mucha certeza— de que los tribunales bloqueen cualquier esfuerzo de Trump para saltarse al congreso. Unos días después, Trump pareció reconocer la debilidad de su postura cuando advirtió: “En este momento no estamos buscando hacer una emergencia nacional”, aunque continuó con su amenaza al congreso.
Sin importar cuál sea el resultado, estos acontecimientos deberían activar las alarmas. El presidente de Estados Unidos se está comportando como un autócrata. Su disposición a fabricar crisis nacionales y trastocar los pesos y contrapesos constitucionales para evitar la derrota legislativa lo colocan más cerca de Ferdinand Marcos que de Ronald Reagan.
Los presidentes estadounidenses ejercen una autoridad muy grande durante las crisis. En la última crisis de seguridad importante del país, los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, los índices de aprobación del entonces presidente Bush se elevaron al 90 por ciento, los más altos que haya registrado la encuestadora Gallup. Tras los ataques, los pesos y contrapesos constitucionales retrocedieron: ni el congreso ni los tribunales quisieron intervenir para controlar las acciones del presidente. Durante varios meses, el mandatario tuvo una verdadera carta blanca.
Trump carece de la templanza de Lincoln, Franklin D. Roosevelt o incluso George W. Bush. De hecho, parece incapaz de ejercer el poder ejecutivo de manera responsable. El primer encuentro de Trump con un gobierno dividido ha producido el que se ha convertido en el cierre de administración más largo de la historia. Y cualquier uso imprudente de los poderes especiales para casos de emergencia sentaría un precedente peligroso para invalidar el poder legislativo. A diferencia de otras declaraciones de emergencia nacional, esta desafiaría abiertamente la voluntad del congreso.
Esta situación sienta las bases para una pregunta escalofriante: ¿cómo se comportará durante una verdadera crisis de seguridad un presidente que está dispuesto a fabricar una emergencia nacional por un simple punto muerto legislativo?