Por qué Merkel volverá a ser canciller (y qué impacto tendrá en la UE)
La primavera pasada hubo un par de meses durante los que pareció que Alemania quizá iba a tener unas verdaderas elecciones; es decir, una pugna entre un mínimo de dos candidatos que tuvieran programas políticos diferenciados y la posibilidad de formar gobierno.
La canciller Angela Merkel estaba debilitada por su reacción ante la crisis de los refugiados y crecía su impopularidad dentro de su propia formación, la Unión Cristianodemócrata (CDU). El partido euroescéptico y antiinmigración, Alternative für Deutschland (Alternativa por Alemania, AfD), obtuvo una serie de triunfos asombrosos en las elecciones regionales de 2016, y algunos democristianos estaban inquietos ante la posibilidad de que el éxito se trasladara al ámbito nacional.
Era difícil imaginar a los socialdemócratas —que llevaban años estancados en porcentajes alrededor del 25% en todas las encuestas— logrando los votos suficientes para formar gobierno, y alcanzar el poder por primera vez desde las elecciones de 2002, cuando Gerhard Schröder (canciller entre 1998 y 2005) obtuvo un segundo mandato como canciller. De hecho, cuanto más subía AfD, más probable parecía otra nueva gran coalición, que sería la tercera en cuatro periodos electorales. Cuando a finales de enero se anunció que el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz, sería el candidato, el SPD remontó de pronto hasta el 30% —empatando con la CDU—. Algunas encuestas incluso apuntaban que los votantes le preferían a él antes que a Merkel.
A diferencia del líder del partido socialdemócrata Sigmar Gabriel (que ocupó la cartera de ministro de Economía en 2013 y al que muchos señalaban como candidato), Schulz no había intervenido en las dos grandes coaliciones dirigidas por Merkel (en las que el SPD fue socio minoritario). Los socialdemócratas, sobre todo desde la crisis financiera de 2008, habían pasado a formar parte de lo que Adam Tooze ha llamado el “consenso antideuda” de Alemania. Fue el socialdemócrata Peer Steinbrück quien, como ministro de Finanzas, introdujo el concepto de Schuldenbremse, el “freno a la deuda”, que después se impuso a toda la eurozona.
Schulz, sin embargo, habiendo desarrollado su carrera más en Bruselas que en Berlín, estaba en condiciones de criticar a Merkel con credibilidad.
Al principio pareció que con Schulz como candidato, el SPD podía distanciarse de la política económica de la canciller. En su primer gran discurso de campaña, pronunciado en Bielefeld (en Renania del Norte-Westfalia) en febrero, Schulz criticó la Agenda 2010 —es decir, el paquete de reformas del segundo Gobierno del Schröder— y las reformas laborales aprobadas por el último canciller socialdemócrata. Atacó el aumento de las desigualdades y del empleo inseguro y mal remunerado de los últimos 10 años. El candidato socialdemócrata también reclamó más inversiones en educación, infraestructuras y tecnología digital.
Pero, aunque ha hablado de “justicia social” en Alemania, Schulz no ha llegado a ofrecer una verdadera alternativa a la estrategia inflexible de Merkel para la zona del euro. Aunque apoyó la idea de un fondo de inversiones común para los países de la moneda única —propuesto por el presidente francés, Emmanuel Macron— no se ha atrevido a sugerir medidas más ambiciosas para mutualizar la deuda de la Eurozona. No obstante, sus adversarios, los democristianos, dijeron a los votantes que Schulz quería crear la “unión de transferencias” que tanto temen; en otras palabras, una UE en la que los que practican la responsabilidad fiscal financiarían constantemente a los irresponsables.
En cualquier caso, al llegar abril, la burbuja de Schulz se había pinchado. El apoyo a los socialdemócratas cayó a los niveles anteriores a que él fuera candidato —es decir, 15 puntos por detrás de la CDU—, y en mayo sufrieron una gran derrota en las elecciones regionales de Westfalia-Renania del Norte. Desesperado, Schulz intensificó su retórica contra Donald Trump, en un intento evidente de emular a Schröder, que en 2002 obtuvo la reelección mientras se avecinaba la guerra de Irak. Esta vez, sin embargo, no funcionó. En el momento de escribir estas líneas, los sondeos prevén que la CDU obtendrá entre el 37% y el 39% de los votos, y el SPD entre el 20% y el 24%.
En resumen, parece evidente que Merkel va a volver a ser canciller, por cuarta vez. Eso quiere decir que los interrogantes que tendrán ante sí los votantes el 24 de septiembre son secundarios. Sin embargo, hay tres especialmente significativos. El primero, ¿qué tipo de coalición encabezará Merkel tras las elecciones? Segundo, ¿qué dimensión tendrá exactamente la derrota del SPD? Tercero, ¿qué papel tendrá la AfD en el Bundestag durante la próxima legislatura?
El tipo de coalición que forme Merkel dependerá en gran medida del resultado que obtengan los liberales del Partido Demócrata Libre (FDP). Parecían una fuerza amortizada después de que, en 2013, lograran menos del 5% y, por ello perdieran todos sus escaños en el Bundestag. Pero se han recuperado bajo la dirección de un nuevo líder, Christian Lindner, de 38 años, y las proyecciones actuales dicen que lograrán entre el 8% y el 10% de los votos. De ser así, la coalición de centro-derecha, democristianos y demócratas libres (“negra-amarilla”), como en el periodo entre 2009 y 2013, vuelve a ser una posibilidad. Desde luego, sería la coalición más natural.
Independientemente de que el SPD obtenga un resultado tan desastroso como el 23% de Frank-Walter Steinmeier en 2009 o algo ligeramente mejor, como el 26% de Peer Steinbrück en 2013, también sigue siendo posible otra gran coalición, si el FDP no logra los votos suficientes para formar una mayoría con la CDU en el Bundestag.
Quizá ésta acabe siendo la única coalición de dos partidos posible. En ese caso, el SPD afrontará un dilema difícil pero al que está acostumbrado. Los estrategas del partido son muy conscientes de que ser socios minoritarios en una coalición con Merkel es algo muy perjudicial para ellos. Las matemáticas electorales pueden hacer que no tengan más remedio, salvo que prefieran provocar otras elecciones; pero les preocupa que los votantes alemanes consideren que eso es un paso irresponsable.
En primavera, parecía que Schulz —considerado por algunos como un populista de centro— podía recuperar la simpatía de parte de los votantes que habían rechazado al SPD y se habían pasado a AfD. Sin embargo, a medida que el apoyo al SPD ha ido mermando, el AfD ha vuelto a cobrar fuerza bajo la dirección de sus nuevos líderes, Alexander Gauland y Alice Weidel. Los últimos sondeos le dan entre el 8% y el 12% de los votos, y parece que logrará entrar en el Bundestag por primera vez. El mero hecho de su presencia en la cámara supondrá un cambio muy importante en el paisaje político alemán y, sobre todo, ejercerá cierta presión sobre el Gobierno en temas como la política de refugiados y su integración. Ahora bien, si se forma otra gran coalición y AfD se convierte en el tercer gran partido —como indican varias encuestas—, pasará a ser, de facto, la oposición.
La cuestión es qué significa todo esto para el resto de Europa. La verdad es que, sea cual sea el resultado exacto de las elecciones, habrá pocas diferencias. En parte, porque cualquier partido que se integre en la coalición lo hará en calidad de socio minoritario, con una influencia limitada sobre el sentido global de la política. Pero otro motivo es el extraordinario consenso existente en la franja central de la política alemana. Aunque los cuatro partidos que podrían entrar en el Gobierno tienen sus diferencias, son sobre todo cuestiones de detalle y de matiz. Y el consenso es especialmente sólido en lo que respecta a la Unión Europea.
Desde que Macron surgió de la nada y obtuvo la presidencia francesa en las elecciones de mayo, la UE ha hecho gala de un nuevo optimismo. Se espera que Macron revigorice —y vuelva a equilibrar— la relación entre Francia y Alemania, y que eso permita avanzar en las cuestiones económicas e institucionales en la eurozona, con las que Europa se debate desde hace siete años.
De acuerdo con este planteamiento, Macron demostraría el compromiso de Francia con las reformas estructurales, y así establecería su credibilidad y convencería a Alemania para que hiciera concesiones en materia de reglas fiscales y mutualización de la deuda. Muchos europeístas hacen hincapié en que Merkel parece estar abierta a la propuesta de Macron de crear un presupuesto y un ministro de Finanzas para la eurozona, así como en su inequívoco compromiso de convertir el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE) en una especie de Fondo Monetario Europeo. Pero sigue habiendo grandes diferencias entre la postura francesa y la alemana. Los franceses quieren compartir más los riesgos en la eurozona y conciben el nuevo fondo como una especie de Tesoro embrionario; los alemanes creen que es una forma de aumentar el control sobre los presupuestos de los Estados miembros y hacer respetar las reglas fiscales de la zona euro.
Los dirigentes políticos de Berlín quieren que a Macron le vayan bien las cosas. Son conscientes de que, en caso contrario, Marine Le Pen podría ganar las próximas elecciones, en 2022. Algunos incluso reconocen que Alemania no apoyó suficientemente a los anteriores líderes de centro-derecha y centro-izquierda, como Antonio Samaras y Matteo Renzi, que sirvieron de parachoques entre sus países y partidos populistas como Syriza y el movimiento Cinco Estrellas. Pero a los alemanes también les preocupa el coste de llegar a un pacto con Francia (“Emmanuel Macron salva a Europa… y Alemania tiene que ser la que pague”, decía la portada de Der Spiegel después del triunfo del presidente francés). Muchos rechazan la idea de tratar de conciliar las ideas de Francia y Alemania sobre la moneda única.
Si los demócratas libres se integran en una coalición blanco-amarilla con los democristianos, es posible que presionen a Merkel para que endurezca su posición a las políticas para la eurozona —o que ella los utilice como excusa para endurecerla—. En concreto, Lindner ha pedido públicamente que se dé a Grecia “la oportunidad de empezar de nuevo sin el euro”, es decir, que se le expulse de la moneda común, como ya propuso el ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, en julio de 2015. Incluso en el caso de que Lindner sustituya a Schäuble, en lugar de ser ministro de Exteriores —puesto que suele ocupar el líder del socio minoritario en la coalición—, la dinámica entre Merkel y el ministro de Finanzas será muy similar a la que ha habido en los últimos cuatro años.
Da la impresión de que una gran coalición con los socialdemócratas podría ofrecer ciertas esperanzas de que Alemania suavice su postura respecto a la eurozona. Pero, por más que el SPD supere el 26%, seguiría siendo un socio minoritario. En cualquier caso, la timidez del SPD en lo relativo a las políticas de la eurozona hace pensar que, aunque insistiera en quedarse con el ministerio de Finanzas en lugar del de Exteriores —algo que muchos opinan que debería hacer—, la situación no cambiaría demasiado.
Por todo ello, es probable que los que esperan un gran paso adelante en la eurozona después de las elecciones sufran una decepción. La derrota de Schulz significará que su postura, una alternativa más blanda a la de Merkel, ha topado con el rechazo implícito de los votantes. Y la canciller, que tiene que responder ante ellos, suele guiarse por lo que le indican. Es decir, Merkel asumirá que ha sido reelegida con la misión de seguir haciendo lo que ha hecho en los últimos siete años, desde el comienzo de la crisis. Europa debe partir de la idea de que Alemania no va a variar su postura.
Hans Kundnani es Senior Transatlantic Fellow en el German Marshall Fund y autor de ‘La paradoja del poder alemán’ (Galaxia Gutenberg).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.