Por qué se rebelan los cubanos
A un año del 11-J, y pese a la aprobación de nuevas leyes punitivas, la mayoría de los cubanos libran una guerra no declarada por su derecho a hablar, a protestar y a crear las bases para un cambio democrático.
En las mesas de toda Cuba, la cuestión de qué es lo que hace que los cubanos se rebelen siempre ha sido tan aguda como personal. En el pasado, al igual que hoy, los alimentos básicos como el arroz y los frijoles tenían que ser importados y los controles gubernamentales convertían las frutas autóctonas, como las guayabas y los aguacates, en artículos de lujo; los almuerzos y cenas, entonces, se pasaban sobre todo hablando. Y en los hogares de mis amigos y familiares, uno de los pocos espacios libres de vigilancia gubernamental, siempre había mucho que decir.
Una de las razones es que inevitablemente contemplamos una pregunta mucho más difícil: ¿El conocimiento de la injusticia, la hipocresía ideológica y la discriminación política contra cualquiera que dudaba del gobierno obligaba o inhibía la rebelión? La cuestión adquiere una importancia renovada en el aniversario de las protestas masivas del 11 de julio del año pasado contra el Partido Comunista en el poder, el ejemplo más reciente del esporádico pero intenso activismo que conforma la historia moderna de Cuba.
He estado pensando mucho en las respuestas que mi propia familia dio en el pasado. Un día especialmente caluroso de 1997 dio respuestas inesperadas de parte de la persona más anciana de la sala: Pilar Amores, una campesina autodidacta de una finca cercana a Cumanayagua. En el momento de su muerte, el año pasado, a los 101 años, Pilar había sobrevivido a tres dictaduras cubanas y a la muerte de Fidel Castro. De 1895 a 1898, dijo, durante la última guerra de Cuba contra España, mi bisabuelo (y su abuelo), Rafael Rodríguez Santos, había servido como espía para el Ejército Libertador de Cuba y llevaba la correspondencia secreta que unía los puestos de mando de la guerra con su dirección civil, fundada por José Martí, en Estados Unidos.
Después de tres años, Rafael regresó de la guerra a su amada esposa, Teresa, cargado de tuberculosis y un niño negro de dos años cuya madre, según él, murió en la guerra. Conocida universalmente como Mamá Teresa porque dio a luz a 22 hijos y crio a este huérfano como su propio hijo, la matriarca de la familia también había servido en la guerra. Teresa se quedó atrás mientras miles de personas huían, dando refugio a los activistas clandestinos y convenciendo a las patrullas españolas de que era una campesina leal mientras escondía mensajes en los pañales de sus bebés y armas bajo las tablas del suelo de su cama.
¿Por qué se rebelaron los cubanos? Porque, según Pilar, tenían esperanza, valor y confianza en los demás. Creían que si luchaban por la causa de un gobierno moralmente responsable, otros les seguirían.
Cuando investigué en los archivos nacionales y provinciales de Cuba por primera vez, hace 27 años, me planteaba a diario la pregunta de por qué los cubanos se rebelan. Era el tema principal del periodo que estudiaba: desde finales del siglo XIX hasta principios de la década de 1930. Tras 30 años de lucha por la libertad y la soberanía frente a España y luego bajo condiciones neocoloniales gracias a las múltiples intervenciones militares y diplomáticas de Estados Unidos, los cubanos lanzaron cinco movimientos revolucionarios contra el Estado, innumerables huelgas y protestas desarmadas para reformar o derrocar a un gobierno nominalmente democrático y popular que respondía más a los inversores extranjeros y a su propio poder que al pueblo. Desconcertada por el pozo sin fondo de indignación que había alimentado este activismo, a menudo salía después de investigar en los Archivos Nacionales maravillada por la reticencia de los isleños contemporáneos a imitar la historia de revueltas de sus antepasados. Aunque casi todos los detalles y sus lecciones fueron suprimidos, distorsionados o silenciados por el sistema educativo comunista, la censura y la voz de Fidel Castro mismo, la mayoría de los cubanos que conocí conservaban una conciencia plena de que antes de 1959, los dos aspectos más representativos de su historia habían sido la disposición a protestar y el derecho a la crítica. Con pena y frustración, meditaban a menudo sobre la pérdida de estas costumbres y “el miedo” que no solo emanaba de la cultura de la vigilancia colectiva impuesta por el estado de seguridad militar en que se había convertido “la Revolución” sino de cada individuo.
A pesar de expresar grados comparables de repugnancia hacia un Estado comunista postsoviético que servía solo a sus propios intereses y a la meta de mantener a los mismos en el poder, la mayoría de los cubanos que conocí compartían una sensación de impotencia. Los más indignados, me dijeron muchas veces, se rebelaban contra el comunismo de la forma más obvia posible: abandonaban la lucha, la batalla diaria que enfrentaban contra el monopolio del gobierno sobre los recursos y su control político en Cuba, para vivir en Estados Unidos. “Allí podemos ser lo que queremos ser: cubanos, no comunistas”, dijo mi amigo y archivero Jorge Macle, dos décadas antes de emigrar él mismo.
Si la lucha en la década de 1990 ofrecía pocas fuentes de las que los ciudadanos pudieran extraer esperanza, valor o confianza en los demás, la Cuba de hoy ofrece aún menos –y mucho menos la seguridad de que luchar por un buen gobierno inspirará a otros a hacer lo mismo. Aparte de la creciente crisis energética y económica que afecta a Cuba, la reciente aprobación de un nuevo código penal por parte de la Asamblea Nacional, “elegida” desde las filas de un partido único, está destinada a consolidar aún más la impotencia y la resignación. Su lenguaje contrasta con los códigos anteriores aprobados en los años 70 y 80, que definían específicamente la disidencia como “contrarrevolución” y legalizaban la persecución de ciudadanos “socialmente peligrosos” cuya homosexualidad, “apatía” política o creencia en religiones de origen africano supuestamente ponían en peligro la soberanía de Cuba y la homogeneidad ideológica. Si estos códigos penales del pasado suponían que solo una minoría identificable podía amenazar la seguridad, el código penal cubano de 2022 supone lo contrario: prácticamente cualquiera que emita una crítica o ponga en peligro el “prestigio” del gobierno supone una amenaza para la seguridad nacional.
Una sección titulada “Propaganda contra el orden constitucional”, por ejemplo, reúne las leyes redactadas apresuradamente tras las protestas masivas del pasado mes de julio y la consiguiente detención y juicio de casi mil personas –entre ellas decenas de menores, algunos de ellos de 16 años– por subvertir la seguridad nacional. Ya sea transmitida de forma oral, escrita o en las redes sociales, las críticas al “orden social” y al “Estado socialista” se equiparan a la propaganda subversiva. Los culpables se enfrentan a una condena obligatoria de entre cuatro y diez años. Secciones más draconianas condenan la “desobediencia” a las autoridades del Estado o el desprecio a sus dirigentes, llamado desacato, “a quien amenace, calumnie, difame, insulte, injurie o, de cualquier modo ultraje u ofenda, de palabra o por escrito, en su dignidad o decoro, a un funcionario público, autoridad o a sus agentes o auxiliares”.
¿Por qué términos tan importantes en el lenguaje jurídico cubano como “contrarrevolucionario” y “socialmente peligroso” ya no aparecen en el código penal actual? La respuesta es sencilla. Según los requisitos ideológicos de ayer para un buen y leal revolucionario, todos serían declarados culpables de traición política e ideológica al supuesto marxismo e igualdad en que se basa el poder. Si los líderes sacaron una lección clave de la protesta masiva espontánea y sin precedentes que envolvió a docenas de ciudades y pueblos de Cuba el 11 de julio de 2021, fue que evitar que una chispa individual se convierta en una conflagración requiere eliminar todas las formas de crítica pública.
Las leyes punitivas aprobadas en agosto de 2021, que condenaban a los ciudadanos y a los periodistas independientes como “ciberterroristas” por utilizar las redes sociales para crear una prensa alternativa, libre del control del Estado, también están integradas en el nuevo código penal. Los tribunales pueden ahora enviar a los ciudadanos a hospitales estatales o imponer una vigilancia policial constante bajo condiciones de arresto domiciliario como “medidas terapéuticas” políticas, una justificación retroactiva para el tratamiento del artista de performance Luis Manuel Otero Alcántara y otros artistas y intelectuales.
Sin embargo, el objetivo del código penal de 2022 es intimidar a las masas mediante una represión generalizada. El código define 37 nuevas formas de delito como “alteraciones del orden público” para penalizar a los grupos e individuos que protestan y a los que se asocian con ellos o no los denuncian. El código también equipara cualquier repetición del activismo histórico del Movimiento 26 de Julio que llevó a Fidel Castro al poder con el más alto grado de traición.
Al aumentar los delitos que conllevan una pena de muerte, los dirigentes han puesto sobre aviso a los burócratas de carrera que podrían negarse a coger las porras y ayudar a la policía, a sus agentes o a sus “auxiliares” a reprimir a los ciudadanos identificados como amenazas. También advierte a los jueces que podrían negarse a castigar a opositores o activistas en consonancia con el carácter dictatorial del régimen.
Mientras que la justicia de Batista condenó a Fidel Castro a una pena de 15 años y a su hermano Raúl a 12 años por llevar a cabo un asalto armado de más de 100 hombres a Moncada, una importante base militar, en julio de 1953, los cubanos desarmados que lanzaron piedras a la policía o saquearon las tiendas del gobierno en julio de 2021 recibieron sentencias de 20 a 30 años. Los que puedan encontrar la historia de David luchando contra Goliat están advertidos: la disparidad entre la respuesta del estado militar de Batista y la del gobierno comunista creado por Fidel y Raúl Castro es incontrovertiblemente clara.
¿Se rebelarán los cubanos?
Según los estándares de mi amigo Jorge, ya lo han hecho al salir de Cuba en números que no se veían desde 1980. Según los servicios de inmigración de Estados Unidos, más de 114,000 cubanos llegaron a la frontera mexicana en los primeros cinco meses de 2022. Según los estándares de mis bisabuelos del siglo XIX, los cubanos promedio no pueden ni siquiera empezar a combatir a las fuerzas opresoras. Sin embargo, si las nuevas armas legales que los líderes comunistas han creado para justificar una campaña masiva de represión son una señal, la mayoría de los cubanos ya están posicionados en una guerra de desgaste no declarada por su derecho a hablar, a protestar y a crear las bases para un cambio democrático en sus vidas. Tal vez reunirse en torno a la mesa para hablar, más que para comer, nunca ha sido más importante para el futuro de la libertad en Cuba.