Preludio triste y sin muerte de Fidel Castro
Cuentan que a principios de la década de los años 1960, la época en que Fidel Castro solía acudir por las noches a revisar o preparar la portada del periódico Revolución, sucedió esta anécdota.
Una noche, tras terminar Fidel su labor de editor en jefe, Carlos Franqui, entonces director del diario, bajó la escalera que llevaba a su oficina y le dijo a varios reporteros: “Suban, suban, para que conozcan a Fidel”.
Uno de ellos no respondió y se quedó sentado.
Comenzaba a subir de nuevo la escalera Franqui, cuando se dio cuenta de la ausencia.
“¿Qué pasa Rine? ¿No quieres conocer a Fidel?”
Entonces Rine Leal, que continuaba tras su mesa y había vuelto a escribir a máquina, como si nada estuviera sucediendo, le dijo con voz pausada y expresión inquieta.
“No, no. No tengo ningún problema con conocer a Fidel. Lo que me preocupa es que él me conozca a mí”.
De haber tenido igual oportunidad por los años 70, no hubiera mostrado una reserva igual a la de Rine y mucho menos me hubiera atrevido a declarar una previsión tan peligrosa. Veía a Fidel con relativa frecuencia, pero nunca nadie me lo presentó. Una noche intenté acercármele, durante media hora avancé lentamente en medio del grupo que lo rodeaba y pensé haber logrado eludir con mi disimulo la vigilancia de dos de sus escoltas. Fue entonces que un tercero, al que no había visto, se limitó a decirme: “Hasta aquí”. Nunca más volví a intentarlo. Comprobé lo que mucho antes Rine logró intuir: era peligroso tratar de estar cerca de Castro.
¿Castro? Confieso que esta distinción impuesta en Miami me resultó ajena por muchos años y solo ahora no me molesta. Si empalagoso es el oír el “Fidel” o el “nuestro querido Fidel” de los adulones en la Isla, tampoco me entusiasma un “Castro” que quiere anular cientos de frustraciones en el exilio enfatizando con ira un apellido. Hoy puedo mezclar ambas palabras a mi antojo, dueño al menos de la forma de nombrarlo, sin practicar la fidelidad de la Isla ni el anticastrismo del “exilio histórico”.
Fidel fue una presencia frecuente —a veces venía una o dos veces por semana, en ocasiones pasaban un par de meses sin verlo— en la Plaza Cadenas de la Universidad de La Habana cuando yo luchaba por graduarme de físico nuclear y luego de psicólogo. Luego esas visitas fueron distanciándose más, pero antes de que esto ocurriera decidió limitar los temas de aquellas “conversaciones”, que con frecuencia se extendían por varias horas. Nada de política internacional dijo un día, “porque luego lo dicho por él en aquel lugar se interpretaba como la posición oficial del Gobierno”.
Esa reserva inicial marcó el comienzo de un distanciamiento. Poco a poco se encerró más y más en su despacho de la Plaza de la Revolución y en sus visitas programadas o “sorpresivas” y en las actividades políticas en las cuales consideraba indispensable su presencia.
Sin embargo, a punto de iniciarse la década del 1980 —que cambió por completo al país con el éxodo del Mariel— todavía contemplaba a veces su caravana de jeeps por la avenida 26 en el Vedado, rumbo a la calle 23 para doblar a la izquierda y dirigirse hacia Miramar y la zona de las playas, avanzando a poca velocidad y respetando los semáforos. Él sentado al frente en uno de los vehículos. Pienso que mi generación fue la última que conoció a un Fidel más o menos cercano, pero en muchos de nosotros esa cercanía personal nunca logró disminuir el hecho de que estábamos obligados a aceptarlo.
Cuando Castro finalmente muera, creo que podré recuperar la imagen de un Fidel de poco más de 50 años, que es la que domina mi vida de adulto en Cuba, y también la del gobernante joven que marcó mi niñez y adolescencia. Pero en ambos casos, estos recuerdos solo serán un asidero para volver a mi propia juventud y nunca una añoranza de una época heroica.
Quienes el primero de enero de 1959 éramos niños, nacimos bajo un signo hasta cierto punto siniestro: no somos los hijos de la Revolución —que vinieron después—, sino sus hijastros.
Por capricho o necesidad de la que nos enseñaron era nuestra segunda madre —la tan traída y llevada patria cubana— fuimos entregados a un padre putativo, dominante y despótico, también sobreprotector y por momentos generoso, al que tratamos no solo de complacer sino de obedecer siempre. No nos quedaba otra alternativa, fue siempre nuestra justificación.
Vinimos al mundo con un destino injusto: ser una generación puente. Nuestro pecado original fue no nacer lo suficiente temprano para participar en la lucha revolucionaria, ni lo suficiente tarde para vivir en el “mundo glorioso del comunismo”.
Nunca tuvimos derecho a la vana ilusión de la infancia feliz de la pañoleta de pionero ni al miedo real de la pistola terrorista oculta bajo la camisa. Nuestro destino vulgar se caracterizó por el aburrimiento: el trabajo productivo y la guardia nocturna con el fusil sin balas.
Lo primero que nos quitó la revolución de Castro fue el derecho a la adolescencia. Mientras los jóvenes en todo el mundo quemaban banderas norteamericanas, desafiaban el poder establecido y fumaban mariguana, nosotros —pelados y obedientes— marchábamos bajo el sol ardiente y fingíamos una moral estoica y una entrega absoluta a unos ideales que nos habían impuesto sin nuestro consentimiento.
No puedo entonces abrigar emoción alguna por un Fidel heroico y rebelde. Me justifica la esperanza de que mi sentimiento es compartido por millares, que como yo recordamos con desprecio al gobernante que nos prohibió a los Beatles, obligó a tener el pelo corto e impuso la insoportable estupidez de considerar que el vestir un pantalón vaquero —“pitusas” los llamábamos entonces— era una provocación ideológica.
Se hizo todo lo posible para impedirnos la posibilidad de equivocarnos con una apariencia viril, de luchar en uno y otro bando. Cuando llegamos a la edad de matar y morir, impunemente o no, las guerras habían concluido; se limitaban a una opción para escogidos y estaban distantes aún las conquistas africanas plagadas de corrupción y sacrificios inútiles (fue el exilio quien vino a librarme de participar en ellas).
Cuando cumplí la mayoría de edad estaba vigente la Ley del Servicio Militar Obligatorio, el permiso de salida permanente del país vedado para los jóvenes y la enseñanza convertida en un ejercicio de chantaje que obligaba a demostrar no sólo una callada obediencia sino también una participación activa en las “tareas de la revolución”.
A mi generación le fue imposible ver en Fidel al joven rebelde, apoyado o rechazado por decisión propia, sino admitirlo como un dios natural, impuesto por la historia convertida en religión de las masas. Sus largos y fatigosos discursos leídos con desgano pero con apariencia de interés en reuniones y “plenos estudiantiles”, donde se “discutían” las oraciones pronunciadas por el Comandante en Jefe para concluir sin disensión alguna que todas eran perfectas, con las comas bien colocadas y los puntos —especialmente el punto final— apuntando siempre al corazón del enemigo.
Fuimos maestros de la espera. Nos enseñaron a dominar el arte de la paciencia: un futuro mejor, un cambio gradual de las condiciones de vida, un viaje providencial al extranjero. Nos enseñaron también a no arriesgarnos, a no creer en el azar, a resignarnos a la pasividad.
Todavía a veces seguimos esperando. Hemos hecho todo lo posible para cumplir nuestro destino sin su presencia. Si hemos podido desterrarlo de nuestras vidas, el día que fallezca debemos tratar de olvidar su muerte lo más rápido posible. No lograrlo sería otra frustración. Intentarlo al menos nuestra mayor esperanza.
Un amigo me repite que, cuando ocurra la muerte de Fidel Castro, quiere estar en un país desconocido, donde se hable una lengua que él ignora, se escriba en un alfabeto que le resulte indescifrable y las imágenes estén prohibidas.
Es un anhelo imposible. No puedo afirmar que será una de las noticias más importantes de este siglo, pero en muchos resultará definitoria.
Para acumular respuestas falta un elemento clave. Hay un ciclo que sigue sin cerrarse. Tendría que comenzar por una interrogación: el significado final de las acciones de un hombre que —de una forma u otra— influyó casi siempre en millones de vidas. Una influencia que fue disminuyendo con los años, hasta un estar pero no estar que deja abierta todas las interrogantes y no ofrece respuesta alguna.
Con el tiempo he llegado a la conclusión de que prefiero la sorpresa. He renunciado a tomar medidas para cuando Castro muera. Solo puedo aventurar que representará muchas horas de trabajo adicionales, si estoy vivo y si estoy trabajando. Traerá varias frustraciones y un par de desengaños y me hará todavía más cínico. Me resisto, sin embargo, a matar la esperanza.
Respecto al futuro de Cuba no cabe tanta indecisión. Un país no debe mantenerse indefinidamente anclado a parcelas excluyentes. La ruptura y la continuidad tienen un precio muy alto. Una nación no puede fundarse cada unos cuantos años. Tampoco permanecer estancada.
No ha sido fácil acostumbrarse a la idea de que Castro no será juzgado, condenado o al menos enfrentado a sus errores y desmanes. Sin embargo, se ha convertido en una realidad que nadie discute.
Para las naciones, la justicia y el desarrollo marchan casi siempre por caminos opuestos. La estabilidad y mejora del nivel de vida de los ciudadanos se alcanza, en muchas ocasiones, a través de las vías más mediocres y menos gloriosas.
Resulta curioso no estar listo para algo inevitable. Creo que es un sentimiento compartido, salvo por quienes tienen la tarea de no dejarse sorprender. No hablo de los planes de contingencia en Miami y Washington. Sé que a cada rato los periódicos desempolvan el obituario y le agregan nuevos datos al obituario de Castro. Más de un político lleva años trazando una estrategia para ese día.
Así que si Fidel Castro muere mañana, dentro de uno o dos meses, cinco o diez años, más allá de la pompa y circunstancia luego solo quedará uno o muchos recuerdos amargos.