Durante un año y medio Japón ha metido el Covid bajo la alfombra para salvar los Juegos. Eso sí, ha aprovechado su insularidad para blindarse a cal y canto de las visitas de extranjeros. Los estados de emergencia han sido territoriales -¡cogobernanza!- y han provocado entre el Gobierno y los dirigentes de las prefecturas, en especial la de Tokio, notables rifirrafes. Los periódicos y las cadenas de televisión han relatado historias escalofriantes de ambulancias peregrinando entre hospitales saturados que se negaban a acoger enfermos graves. Las autoridades han descartado los cribados masivos para evitar que las tasas de incidencia pusieran el proyecto en peligro. Sólo un veinticinco por ciento de la población está vacunado y ha habido, como en España y en otros lugares, episodios flagrantes de ocultación de datos: la prioridad era proteger la operación de Estado. Protegerla del virus, en la medida de lo posible, y de las protestas de muchos ciudadanos que todavía ayer, en la ceremonia de apertura, se manifestaron a las puertas del estadio.
Aun así, y decidida la celebración a toda costa para amortizar parte de la inversión y de los derechos televisivos, el país nipón ha logrado poner en pie el sueño olímpico. Con una inauguración desangelada en la soledad de un enorme recinto vacío donde la música de videojuegos sonaba como un ensayo sin sentido, pero con un empeño elogiable de resistencia y de defensa del espíritu deportivo. Más que un estreno parecía un simulacro en el que apenas los drones mantuvieron una cierta intensidad en un espectáculo que las circunstancias habían forzosamente recortado. Sin embargo, el respeto a la ilusión de los miles de participantes está intacto; podrán jugarse sobre las pistas el premio a un esfuerzo alentado con millones de horas de entrenamiento a lo largo de cinco años. Y al menos las gradas desiertas dan fe de que la organización ha puesto más sensatez final respecto al riesgo de la pandemia que la que hemos visto hace bien poco, durante la Eurocopa, en los repletos campos de Hungría o de Inglaterra.
El deporte es el símbolo de la superación y de la capacidad del ser humano para fijarse retos, romper límites y progresar a base de sudor y trabajo. Más lejos, más fuerte, más alto. Un centímetro, una décima, un gramo. Y aunque el modelo de los Juegos como oportunidad de prestigio nacional o palanca de desarrollo urbano parece en claro declive en los últimos tiempos, los deportistas continúan persiguiendo el ideal de la competición de méritos. Quizá Tokio 2020 -o 2021- sea una aventura inútil en medio de este universal drama de zozobra y de miedo, o tal vez represente el fracaso de un inoportuno desafío prometeico. En todo caso, ahora es el momento de los atletas, más solos que nunca en el pulso contra sus propias fuerzas. Esa hermosa, eterna aspiración de excelencia nunca dejará de valer la pena.