¿Qué es un genio?
El autor repasa sus esforzados y ya lejanos años de docente para intentar dar con la clave que define al individuo genial. Se trata de un bien escaso, nos dice, pero quizá haya más de los que estamos dispuestos a aceptar siempre tan críticos con el mérito de nuestros contemporáneos.
Ejercí la docencia no sin ganas, aunque es un oficio que cansa y desgasta. Llegas a la jubilación, si es que llegas, peor que baldado y ni Dios te lo agradece. A lo sumo, ves, pasados los años, a un expupilo por la calle, apenas reconocible de estatura y de facciones, y te saluda sonriente. Algo es algo.
Venían padres y, sobre todo, madres al aula en las horas estipuladas para que el profesor los pusiera al corriente del rendimiento y conducta de los alumnos. En mi caso, ninguno volvía sobre sus pasos sin al menos un elogio a la criatura, aunque la tal fuera un humanoide merecedor de grillos y mazmorra no contemplados en las directrices pedagógicas. Si tienes medio gramo de corazón y otro medio de cordura, ¿qué vas a hacer? No puedes mandar a la gente a su casa marcada con el látigo de la verdad. Había historias tristes, por descontado cotidianas. La escuela es un espejo de la vida. Esto supongo que ha sido dicho cientos de veces con escasas variantes enunciativas. En la escuela uno ve de todo, se entera de todo. «Mi papá le pega a mi mamá». En ese plan.
Afincado el educando en la edad del pavo, con piercing en la aleta de la nariz, si no grapado en una ceja, un labio, el ombligo y quizá más abajo, los padres, ya abiertos los ojos, puede que divorciados y puede que amarrados a nuevos cónyuges, acogían con resignada gratitud los elogios compasivos del profesor y se marchaban aliviados tras averiguar que sobre aquel muchacho que tiempo atrás tanto prometía, sobre aquella chavala que, mientras se le caían los dientes de leche, se movía por los prados del álgebra como una abeja de flor en flor, aún no pesaba una orden de busca y captura.
En los cursos de educación primaria el panorama humano era distinto. Allí aún se practicaba con fruición la ceguera. No escaseaban los padres abrigantes de ilusiones desmedidas, convencidos de haber traído al mundo un genio. Y alguno que otro, con achaque de afianzar la convicción, añadía: «Este ha salido a mí». Tocaba la niña con la flauta dos compases seguidos de Noche de paz y ya era Mozart. Multiplicaba el niño de corrido la tabla del seis y ya estaba en disposición de fotografiarse con la lengua fuera a la manera de Einstein. El propio Picasso se habría retorcido de envidia a la vista de los logros pictóricos de aquel enjambre de chiquillos.
Tocante a la cuestión, he estado haciendo averiguaciones, aunque me temo que ya es tarde para bajarle a nadie la persiana de su espejismo. Dicen que llámase genio al individuo dotado de extraordinaria fuerza creativa. Al parecer, el concepto no es meramente numérico. O sea, que no se trata de cumplir el requisito de despachar cantidades ingentes de trabajo con perseverancia laboriosa. En el genio se revela una combinación feliz de talento y resultados. No es insólito que un hombre consume dicha combinación tan sólo en una fase de su vida. El menoscabo de la salud, los estragos de la edad, una racha de infortunios, la propia conformación psicológica del creador, pueden dar al traste con sus aptitudes o con esa fuerza impulsora que pudiéramos llamar su interés por la actividad.
El genio no es teórico, hipotético ni contingente. Aquí Hamlet tendría que decidirse: o eres o zanjas al punto el monólogo superfluo. Al genio lo podremos juzgar a partir de lo que afirmó o hizo, y del análisis de determinadas facetas de su personalidad. Pero el genio, en sí, es inexplicable. Es que si pudiéramos descifrar los mecanismos de la genialidad, entonces daríamos tarde o temprano con la fórmula que nos permitiría a los demás firmar obras geniales. Y aun en tal caso, el genio exigiría una redefinición, puesto que él es por principio un ser excepcional. En una sociedad poblada de ciudadanos superdotados, deberíamos levantar la vista a cimas más altas que las actuales para coronar de laurel a sus figuras más relevantes.
Si lo he entendido bien, dijérase que un poder creativo se ha adueñado del genio. El genio no ha decidido serlo y no puede evitar que un poderoso y fértil instinto actúe en su interior. De ahí que se nos figure que sus enormes logros no le exijan esfuerzo, que él no se tome en serio a sí mismo ni a lo que hace y que en sus palabras, maneras y obras haya un componente lúdico. Quizá no entiende la mediocridad de quienes, estupefactos y admirativos, lo rodeamos. Donde otros nos partimos los cuernos para levantar un resultado a fuerza de dedicación y horas de lectura y estudio, al genio parece bastarle el entusiasmo. Nuccio Ordine lo explica con sagacidad en esa defensa oportuna de las humanidades titulada La utilidad de lo inútil. El genio no se doblega al beneficio productivo. No es efecto, sino causa. Tenía la tarde libre, estaba tumbado en el jardín, pasó volando una tórtola y entonces le vinieron el gran descubrimiento, la solución al problema o el principio de la sinfonía.
Por su propia singularidad, el genio es incompatible con las convenciones. De hecho, actúa contra ellas acaso sin proponérselo. Hay quien ha dicho que se desmarca del orden burgués. Ésta es una verdad a medias. El genio se desmarca de todo orden establecido. Es la pierna que no lleva el paso, la pieza que se sale de la línea, el papel para el cual el burócrata carece de sello.
Quizá haya más genios de lo que pensamos o de los pocos que por lo común cuantifican los opinantes negativos, infradotados para aceptar el mérito de sus contemporáneos. Algunos creemos que el poeta canario Félix Francisco Casanova reunía dicha condición. Sus textos lo acreditan. Por su hermano sabemos que su genialidad no tenía lugar ni hora. No era raro que durmiese con el recado de escribir junto a la cama. En cualquier momento de la noche podía darse el caso de que se despertara de golpe angustiado por la idea de que se le olvidase el verso, la frase, la imagen que le acababa de venir en sueños. A veces la ocurrencia desencadenaba una racha de creación torrencial que bien podía prolongarse hasta las primeras luces del alba. Casanova tan sólo estuvo 19 años en la vida. A sus obras les vaticino un largo futuro.
Ahora bien, no todo es luz en estos seres singulares que a menudo viven poco, sufren de desvalimiento fuera del ámbito de su actividad primordial o terminan cayendo por oscuros precipicios mentales. Es lo que yo diría, con palmada consoladora en la espalda, a aquellos padres y madres que acababan de descubrir la irremediable y tal vez heredada mediocridad del rey de la casa. Es pena, no obstante, ir de la cuna a la sepultura sin haber educado los sentidos que nos permiten disfrutar de las creaciones geniales de los demás.