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¡Qué estética, cuánto sentimiento!

Tengo una sensación perturbadora al enterarme de que Bertolucci se ha despedido de la vida. O de lo que significara para él la existencia enclaustrado en una silla de ruedas. Me afecta su desaparición, su cine (independientemente de que me enamoraran algunas de sus películas y abominara de otras) representa una época definitivamente extinguida, en la que el cine de autor suponía un acontecimiento cultural y vital, alimentaba múltiples y obsesivas conversaciones, exigía identificación o rechazo; en Hollywood los maestros sacaban proyectos que hoy serían despreciados y rechazados, los cinéfilos de cualquier parte (incluidos los esnobs y los afiliados a las modas) se interesaban por el cine europeo que poseía voz propia. Y había impostores, pero también artistas de verdad. Nadie podrá discutirle esa esencia a Bernardo Bertolucci.

Habla, memoria. En mi caso, el impacto que me produjo algo que parió este hombre me durará hasta el último día. Yo tenía 19 años. Era invierno. Disponiendo de escaso dinero, me fui haciendo autostop al sur de Francia. Para ver una película que estaba prohibida (como tantas) en aquella España viscosa. Su título era tan lírico como inquietante El último tango en París. Había interminables caravanas de españoles para verla, sospecho que por causas relacionadas solo con el morbo y no con el arte. Contaban que Brando sodomizaba en ella a la protagonista con la pragmática ayuda de mantequilla. Hacía mucho frío. Nevaba en Perpiñán. Iba a vivir dos horas en estado de hipnosis, también a sentir dolor y miedo, notar que se me removían todas esas fibras conectadas con el alma. Las pinturas de seres en descomposición del para mí desconocido Francis Bacon llenaban los títulos de crédito y aún era muy tenue el saxo de Gato Barbieri, que después aullaría, lanzaría gemidos, se tornaría sensual, crearía el sonido más romántico y desesperado que he escuchado desde una pantalla. La primera imagen, en medio de una luz mágica y triste, era la de un hombre solo maldiciendo a Dios.

Y después, una historia en la que todo es volcánico: el deseo, el amor, la huida, la desolación, la pérdida, el recuerdo, el misterio, el vómito del alma, la necesidad de ahuyentar a ese monstruo llamado soledad. Comprendía demasiado pronto, siendo tan joven, esa historia salvaje, crepuscular y trágica, su hermosura, su imposible final feliz. Y cada vez que veo y escucho el monólogo sadomasoquista de Brando ante el cadáver de su suicida esposa, el llanto estalla.

Bertolucci es mucho más que mi enfermiza fijación con su inolvidable tango. Y de acuerdo en que sobra la aparición de ese payaso histérico llamado Jean-Pierre Léaud. También estoy seguro de que hoy Bertolucci hubiera sido enviado a la hoguera. La inopia le hubiera castigado por machista y por nihilista.

No quiero revisar por precaución algunas de sus películas. No me fascinó su cine, admitiendo que su personalidad y su sensibilidad eran poderosas, hasta la desasosegante y más que turbia El conformista.Pero recuerdo con amor la primera parte de Novecento, la amistad entre el hijo del campesino y el del terrateniente En la segunda acabo aburrido del flamear de banderas. Y es bella, enigmática, poética y sicoanalítica la relación entre la madre y el hijo en La luna.

Y Bertolucci también adaptó su intimista universo a la espectacularidad de Hollywood contándonos en la grandiosa El último emperador el progresivo desvalimiento y la manipulación a la que es sometido (le separan de todo lo que ama) el que nació para ser dueño de un imperio. Su testamento también es conmovedor: Tú y yo. Desconozco el futuro de esos dos problemáticos hermanos que se reencuentran unos días en el sótano de la casa familiar, Bowie les arrulla con la versión de Space Oddity en italiano Ragazzo solo, ragazza sola. Cuánto sabía Bertolucci de la soledad, de la pasión, de la complejidad de los sentimientos. Qué hermosa fue su estética al expresarlo.

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