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¿Qué fue de las banderas rojas?

En El Salvador, la guerrilla que una vez logró negociar el tratado de paz más exitoso de América Latina ha seguido el camino de otras izquierdas latinoamericanas, aplaude aún a Maduro y Ortega, y no entiende que proclamar sus viejas consignas vía Twitter no es sinónimo de modernización

La broma la inició Hugo Chávez. Estaba en el teatro Carlos Marx de La Habana junto a Fidel Castro, Evo Morales y el salvadoreño Schafik Handal, y le dijo al cubano que solo faltaba Daniel Ortega para completar el eje del mal. A Fidel le gustó la idea. “Vengan, Schafik y Evo, para que los periodistas tomen la foto del eje del mal”, rió en voz alta. La fotografía existe, y la anécdota la atesoró Hándal hasta su muerte en enero de 2006. Me la contó en una de sus últimas entrevistas, en octubre de 2005. La izquierda latinoamericana aún vivía su época dorada y el barbudo excomandante, sin tener la fama internacional de sus colegas ni haber logrado gobernar, encarnaba la autenticidad de quien libró una guerra, firmó una paz y seguía vigente en su país tras medio siglo de lucha política.

Quince años después no hay eje alguno en el continente, y en El Salvador la antigua guerrilla del FMLN, después de cumplir en 2009 el sueño de llegar al poder y haberlo ocupado durante la última década, parece hoy condenada a desaparecer.

El mítico Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional resistió a la contrainsurgencia de Estados Unidos en los 80, a la caída del muro de Berlín y al delicado tránsito de las trincheras a las urnas, pero apenas sobrevivió al desafío de gobernar. En los comicios presidenciales de inicios de este año perdió un millón de votos en un país con padrón de 5.6 millones, su actual bancada de diputados es irrelevante a la hora de construir mayorías legislativas y no tiene credibilidad alguna sobre la cuál reconstruir un futuro.

Se podría atribuir a que el FMLN perdió a su último gran ideólogo con la muerte de Hándal, un viejo comunista salido de una familia adinerada, capaz en sus años postreros de imponer su pensamiento en un partido de izquierdas que en sus tiempos de guerrilla había sido por necesidad plural y ecléctico. La bandera roja del Frente reunió alguna vez a socialdemócratas, marxistas, leninistas, e incluso a liberales progresistas; gentes que durante las dictaduras de los setenta y la guerra civil sufrió persecución, tortura y exilio. Tras la firma de la paz en 1992, sus comandantes cambiaron los atuendos verde olivo por sacos y corbatas y se convirtieron en diputados y alcaldes. La guerrilla se hizo partido. Les costó más de 15 años de competencia electoral llegar al poder, pero lo hicieron en marzo de 2009 con la promesa de cambiar un país que en la posguerra seguía siendo violento, corrupto e impune.

Pero una vez allí, según el imaginario de la mayoría, no pasó nada. La principal razón por la que los salvadoreños dejaron de votar por el FMLN, según un sondeo de la Universidad Centroamericana (UCA) es que “no se vio ningún cambio”. Eso dijo un 33.5 %. Otro 18.9 % habló de la “mala gestión presidencial”; un 16 % los castigó “por corruptos”; un 7 % por “decepción del partido”. En total, un 76 % de elocuentes respuestas contra la bandera roja.

Su primer gobierno lo encabezó Mauricio Funes, un hasta entonces prestigioso periodista de televisión que hoy recibe asilo político y salario de asesor del régimen de Daniel Ortega. Huye de cinco casos judiciales en su contra que incluyen el desvío de 350 millones de dólares de dinero público usado en parte para viajes en jet privado y compras de Montblanc y Chanel en 29 ciudades del mundo. Durante su gestión forjó una colección privada de casi un centenar de armas, usó a menudo una Hummer como vehículo oficial y entre los salvadoreños sobrevive la leyenda, aunque no sea cierto, de que iba a bordo de un Ferrari accidentado una noche en una plaza de la capital.

Su vicepresidente, Salvador Sánchez Cerén, ganó la elección de 2014 por poco más de 6,000 votos, cuando apenas asomaban las pruebas del despilfarro de su antecesor. Exsindicalista y excomandante, ahora de 75 años, Sánchez Cerén era el sucesor natural tras muerte de Hándal y gobernó rodeado de un colectivo de exguerrilleros que hicieron la guerra y firmaron la paz, pero casi treinta años después no han terminado de entender su rol en la nueva etapa.

Durante la presidencia de Sánchez Cerén, el gobierno pagó sobresueldos al margen de la ley a sus funcionarios; pactó con los partidos más desprestigiados de la derecha; trató de impedir la investigación de crímenes de guerra; y colmó las oficinas públicas de parientes de sus dirigentes partidarios. Bonachón, torpe al hablar en público, sus correligionarios insisten en presentarlo como una especie de Pepe Mujica salvadoreño, pero el resto del país lo consideró un presidente ausente.

Cuando Hándal me contó la anécdota de la foto con Chávez, Fidel y Evo, su gran esperanza era la entrada de fondos de Venezuela en El Salvador: “Vamos a generar energía, vamos a dar gasolina más barata, a crear riqueza para el país, pero sin corrupción”, decía. Poco después de su muerte nació Alba Petróleos de El Salvador, corazón financiero de un conglomerado de empresas ligadas al FMLN y gerenciadas por un excomandante guerrillero de peso en el partido comunista. Militantes del partido administraron estaciones de servicio, invirtieron en producción de alimentos, títulos valores, proyectos urbanísticos, generación de energía y hasta en una compañía de transporte aéreo low cost que quebró 4 años después de nacer. Hoy la Fiscalía investiga las transacciones de Alba. El sueño de Hándal se pervirtió en su ausencia.

La corrupción ha sido la evidente guillotina del FMLN, pero en realidad a la izquierda salvadoreña la carcomió un cáncer más profundo. Académicos sugieren que el FMLN paga las consecuencias del vacío de liderazgo y referencia intelectual, pero también de haber dejado de ser plural hasta convertirse en una iglesia sectaria con más miedo a cambiar como partido que vocación por cambiar el país. Tal vez no fue la muerte de Schafik Hándal, sino su éxito aplastante en todas las disputas internas, el que dejó sin alma al FMLN.

La bandera de izquierda más grande de El Salvador, a la altura una vez de la sandinista en Nicaragua, dejó de ser plural mientras se consolidaba como principal fuerza de oposición, y después de Gobierno, en una sociedad mayoritariamente conservadora. Apostó por una militancia de burbuja y se abrió solo a jóvenes plegados a la vieja comandancia. No parece haber recibido la noticia de que hace seis meses les derrotó un candidato milenial experto en marketing y sin ideología, Nayib Bukele, a quien ellos mismos hicieron alcalde y después expulsaron de sus filas por traidor en 2017.

Pese a que en dos meses de presidencia se ha plegado al gobierno de Trump y ha pedido ayuda al Banco Mundial para afinar su plan de gobierno, Bukele ocupa cómodamente el espacio político de una nueva izquierda. Según todas las encuestas, Nuevas Ideas, su pequeño partido sin historia, arrasará en las próximas elecciones de alcaldes y diputados en 2021.

Aun así, los efemelenistas siguen sin reconocer errores. El FMLN de hoy es una vacua lista de consignas que insiste, demacrado, en decir que es “la única izquierda” mientras se aleja de la posibilidad de volver a gobernar. La guerrilla que una vez logró negociar el tratado de paz más exitoso de América Latina ha seguido el camino de otras izquierdas latinoamericanas, aplaude aún a Maduro y Ortega, y no entiende que proclamar sus viejas consignas vía Twitter no es sinónimo de modernización.

 

 

 

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