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Qué impulsa al Estado ruso

El presidente Vladimir Putin posa con cadetes luego de una ceremonia en la Plaza Roja de Moscú . Credit Alexander Nemenov/Agence France-Presse — Getty Images

Para entender qué es lo que hace que Putin y sus aliados actúen de la manera en que lo hacen, es necesario mirar más allá de los mitos.

MOSCÚ – Desde que Vladimir Putin llegó al poder en 2000, el análisis de Rusia, tanto dentro como fuera del país, se ha centrado principalmente en dos interpretaciones de su régimen. La primera argumenta que Rusia es un estado mafioso en el que el objetivo principal de la élite gobernante es robar dinero en casa para ocultarlo y gastarlo en el extranjero. La segunda afirma que el Sr. Putin es un rehén de su propia popularidad y que todo lo que ocurre en Rusia o por parte de Rusia se hace en aras de su índice de aprobación.

Estas teorías proporcionan un marco conveniente para dar sentido a Rusia; también están teñidas de moralismo. Por estas razones, muchos políticos, analistas y académicos, tanto en Rusia como en Occidente, las han adoptado. Pero estas explicaciones chocan fundamentalmente con la realidad. Para entender realmente lo que motiva al Kremlin, debemos ver cómo el propio Kremlin socava esos mitos.

Es cierto que hay mucha corrupción entre personas cercadas al Kremlin. Se benefician de la gestión del país, depositan las ganancias en paraísos fiscales y en el mercado inmobiliario de Londres y envían a sus hijos a estudiar en escuelas occidentales. Pero si la élite rusa fuera realmente un Estado mafioso preocupado por su propio bienestar, nunca haría nada que se interpusiera en sus inversiones y gastos en el extranjero. Sin embargo, las audaces aventuras de Putin en materia de política exterior de los últimos años -en particular en Crimea- han recibido el apoyo de la mayor parte de la élite rusa, a pesar de que han conducido a la imposición de sanciones severas.

Y ciertamente Putin, como la mayoría de los políticos -especialmente los populistas autoritarios- se preocupa por su popularidad. Uno de los principales objetivos de la anexión de Crimea fue aumentar sus índices de aprobación. Pero eso no es todo lo que le importa. Acontecimientos recientes ponen de manifiesto este hecho: En julio, el Parlamento ruso votó a favor de elevar la edad de jubilación, lo que provocó una ola de descontento. Las encuestas revelaron que hasta el 90 por ciento de los rusos se oponían a estas medidas e incluso ha habido protestas callejeras contra ellas. Sin embargo, el Kremlin sigue adelante con las reformas. Esta no es la única vez que Putin ha asumido políticas internas impopulares. En el pasado ha hecho diversos recortes en los derechos y ha introducido otros tributos e impuestos que han dado lugar a protestas significativas.

¿Qué nos dice todo esto? ¿Por qué el régimen ruso se arriesga, una y otra vez, a tomar medidas que amenazan la riqueza personal de los asociados a Putin o que dañan la popularidad del presidente? Porque Rusia no es Filipinas o Guatemala. La élite rusa tiene ambiciones globales. Putin y sus asociados creen que Rusia debe proyectar su poder a través del mundo, económica, militar y políticamente.

Estas ambiciones, arraigadas en el tamaño de Rusia y en su historia, han existido durante siglos. Se vieron debilitadas por la derrota de Moscú en la Guerra Fría, cuando un importante sector de la élite rusa decidió que la mejor opción era simplemente unirse al equipo ganador: Occidente. Pero eso fue sólo temporal.

La crisis financiera de 2008, la primera gran crisis mundial desde la caída de la Unión Soviética, minó la confianza en la economía occidental. Luego, en 2012, los Estados Unidos introdujeron la Ley Magnitsky, una serie de sanciones contra los empresarios rusos y los aliados de Putin. En conjunto, estos dos acontecimientos pusieron de manifiesto la falta de fiabilidad económica y política de Occidente.

Por el contrario, Vladimir Putin parecía ser un mejor garante de los activos de la clase dominante. Durante la crisis económica se convirtió en el prestamista de última instancia de Rusia, dando enormes cantidades de dinero estatal para ayudar a los grandes empresarios rusos a rescatar sus empresas que habían recibido solicitudes de márgenes de garantía por parte de sus acreedores occidentales. Una idea se hizo realidad: Cuanto más fuerte sea el Estado, mayor será su capacidad de protección. Y la proyección del poder global es una prueba de fuerza.

En consecuencia, Rusia ha estado mostrando su fortaleza en todo el mundo en los últimos años, desplegando tropas en Ucrania y Siria, realizando ciberoperaciones y tratando -a veces con éxito- de encontrar aliados en su lucha por un «mundo multipolar» entre las fuerzas políticas de Filipinas, África, Europa y América Latina. A veces esto engendra un retroceso de Occidente, pero todo esto es parte de una estrategia.

Incluso en asuntos internos,  Putin y sus aliados se esfuerzan por asegurar el lugar de Rusia en el mundo. Rusia tiene una edad de jubilación inferior a la de la mayoría de las economías desarrolladas, y se espera que la cantidad pagada al sistema se dispare en el futuro. El gobierno ve esto como una carga para la economía nacional y por eso está decidido a reformarla, incluso si hacerlo es impopular con la mayoría de los rusos.

En conjunto, estos son los factores que los analistas y los responsables políticos deben entender, especialmente en estos días en que Rusia -y Putin- ocupan gran parte de la imaginación occidental. Otros líderes soviéticos declararon que su ambición era «alcanzar y superar a Occidente«. La meta de Putin es otra. Él y sus partidarios de la élite rusa han descubierto que no sólo es imposible alcanzar a Occidente, sino que también es imposible superarlo. Lo que quieren es construir una alternativa.

Alexander Baunov es investigador principal del  Carnegie Moscow Center  y editor en jefe de Carnegie.ru.

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The New York Times

What Drives the Russian State

Alexander Baunov

To understand what makes Putin and his allies act the way they do, you need to look beyond the myths.

MOSCOW — Since Vladimir Putin came to power in 2000, analysis of Russia, both inside and outside the country, has largely focused on two interpretations of his regime. The first argues that Russia is a mafia state in which the main aim of the ruling elite is to steal money at home to conceal and spend abroad. The second states that Mr. Putin is a hostage of his own popularity and that whatever is done in or by Russia is done for the sake of his approval rating.

These theories provide a convenient framework for making sense of Russia; they are also tinged with moralism. For these reasons, many politicians, analysts and scholars both in Russia and in the West have embraced them. But these explanations fundamentally clash with reality. To truly understand what motivates the Kremlin, we must see how the Kremlin itself undermines those myths.

There is, indeed, much corruption among the Kremlin’s associates. They profit from running the country, deposit the proceeds in offshore banking centers and the London property market and send their children to be educated in Western schools. But if the Russian elite were really just a mafia state concerned about its own well-being, it would never do anything that got in the way of its overseas investments and spending. Yet Mr. Putin’s bold foreign policy adventures of the past few years — in particular in Crimea — have received the support of most of the Russian elite despite leading to stinging sanctions.

And certainly, Mr. Putin, like most politicians — especially authoritarian populists — cares about his popularity. One of the primary goals of annexing Crimea was to boost his falling approval ratings. But that is not all he cares about. Recent events expose this: In July, Russia’s Parliament voted to raise the retirement age, sparking a wave of discontent. Polls found that up to 90 percent of Russians opposed these measures and there have even been street protests against them. Yet the Kremlin pushes forward with the reforms. This isn’t the only time that Mr. Putin has taken on unpopular domestic policies. He has made other cuts to entitlements and introduced other tolls and taxes that have resulted in significant protests.

So what does this all tell us? Why does the Russian regime risk, again and again, taking actions to threaten the personal wealth of Mr. Putin’s associates or damage the president’s popularity? Because Russia is not the Philippines or Guatemala. The Russian elite has global ambitions. Mr. Putin and his associates believe that Russia should project its power across the world, economically, militarily and politically.

These ambitions, rooted in Russia’s size and its history, have existed for centuries. They were weakened by Moscow’s defeat in the Cold War, when a major sector of the Russian elite decided that the best choice was simply to join the winning team — the West. But that was only temporary.

The 2008 financial crisis, the first major global crisis since the fall of the Soviet Union, undermined trust in the Western economy. Then in 2012, the United State introduced the Magnitsky Act, a raft of sanctions on Russian businessmen and allies of Mr. Putin. Combined, these two events exposed the West’s unreliability economically and politically.

By contrast, Mr. Putin appeared a better guarantor of the ruling class’s assets. During the economic crisis, he became Russia’s lender of last resort, giving huge amounts of state money to help big Russian businessmen bail out their companies that had received margin calls from their Western creditors. An idea took hold: The stronger the state, the bigger its capacity to protect. And the projection of global power was proof of strength.

Consequently, Russia has been flexing its muscles around the world in recent years, deploying troops to Ukraine and Syria, undertaking cyberoperations and trying — sometimes successfully — to find allies in its struggle for a “multipolar world” among political forces in the Philippines, Africa, Europe and Latin America. Sometimes this engenders pushback from the West, but it is all part of a strategy.

Even on domestic matters, Mr. Putin and his allies are driven by securing Russia’s place in the world. Russia has a lower pension age than most developed economies, and the amount paid into the system is expected to balloon in the future. The government views this as a drag on the national economy and so is determined to reform it — even if doing so is unpopular with a majority of Russians.

Put together, these are the factors that analysts and policymakers need to understand, especially these days as Russia — and Mr. Putin — occupy so much of the Western imagination. Other Soviet leaders declared that their ambition was to “catch up and overtake the West.” Mr. Putin’s goal is something else. He and his backers among the Russian elite have found that it’s not only impossible to catch up with the West but also impossible to overtake it. They want to build an alternative.

Alexander Baunov is a senior fellow at the Carnegie Moscow Center and the editor in chief of Carnegie.ru.

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