Democracia y PolíticaHistoria

¿Qué le ocurre al partido Republicano?

Al convertirse en el partido de Trump, el G.O.P. se enfrenta al tipo de crisis existencial que ha destruido a los partidos estadounidenses en el pasado.

Uno de los imperativos más antiguos de la política electoral estadounidense es definir a tus oponentes antes de que puedan definirse a sí mismos. Por eso no fue sorprendente que, en el verano de 1963, Nelson Rockefeller, un gobernador republicano centrista de Nueva York, lanzara un ataque preventivo contra Barry Goldwater, un senador derechista de Arizona, cuando ambos se preparaban para presentarse a la candidatura presidencial del Partido Republicano. Pero la naturaleza del ataque de Rockefeller fue notable. Si el G.O.P. apoyaba a Goldwater, un opositor a la legislación sobre derechos civiles, Rockefeller sugería que llevaría  a cabo un «programa basado en el racismo y el sectarismo». Ese giro hacia los elementos que Rockefeller consideraba «fantásticamente miopes» sería potencialmente destructivo para un partido que había ocupado la Casa Blanca durante ocho años, gracias a la popularidad de Dwight Eisenhower, pero que había languidecido en minoría en el Congreso durante la mayor parte de tres décadas. Algunos moderados del Partido Republicano pensaron que Rockefeller estaba exagerando la amenaza, pero no era el único en su preocupación. Richard Nixon, el ex vicepresidente, que había recibido un importante apoyo negro en su candidatura presidencial de 1960, contra John F. Kennedy, dijo a un periodista de Ebony que «si Goldwater gana su lucha, nuestro partido acabaría convirtiéndose en el primer gran partido político totalmente blanco«. El Chicago Defender, el principal periódico negro de la época, coincidió en afirmar sin tapujos que el G.O.P. iba camino de convertirse en un «partido de blancos«.

Pero, a pesar de toda la ansiedad de los líderes republicanos, Goldwater se impuso, asegurando la nominación en la convención del partido, en San Francisco. En su discurso a los delegados, no fingió su intención ideológica. «El extremismo en la defensa de la libertad no es un vicio», dijo. «La moderación en la búsqueda de la justicia no es una virtud». (Pronunció esa famosa frase poco después de que los delegados hubieran rechazado un punto dentro de la plataforma programática  sobre los derechos civiles). La cruzada de Goldwater fracasó en noviembre de 1964, cuando el titular, Lyndon Johnson, que se había convertido en presidente un año antes, tras el asesinato de Kennedy, ganó de forma aplastante: cuatrocientos ochenta y seis contra cincuenta y dos votos en el Colegio Electoral. Sin embargo, el ascenso de Goldwater fue un presagio de la futura configuración del Partido Republicano. Representaba un nexo emergente entre los conservadores blancos del Oeste y del Sur, donde cinco estados votaron por él frente a Johnson.

Era clara la razón del cambio. Muchos demócratas blancos del sur se sintieron traicionados por el apoyo de Johnson a los derechos civiles. El movimiento por los derechos civiles había aprendido a convertir el activismo de base en poder político. Entre los líderes del gobierno, L.B.J. tuvo una importancia singular en la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964, y apoyó firmemente la Ley de Derecho al Voto de 1965. En ambos casos, presionó a los demócratas blancos del sur en el Congreso, que habían apoyado durante mucho tiempo la cultura racista y las restricciones de Jim Crow. Hasta mediados del siglo XX, el Partido Republicano, fundado un siglo antes por norteños enfurecidos por la expansión de la esclavitud -el «partido de Lincoln«- era el que veía con mejores ojos los derechos de los negros estadounidenses. En 1957, fue un presidente republicano, Eisenhower, quien desplegó tropas para intervenir en favor de los estudiantes negros en la crisis de integración escolar de Little Rock. El ascenso de Goldwater resultó ser el catalizador del cambio. Como me dijo el historiador Ira Katznelson, Goldwater se opuso a la Ley de Derechos Civiles principalmente por razones libertarias: «No obstante, fue una señal y abrió las posibilidades de una gran reconfiguración». 

A los líderes del G.O.P. les preocupaba que Goldwater hubiera abierto el partido, que apenas había salido de la sombra del macartismo, a grupos marginales de extrema derecha, como la Sociedad John Birch, que Nixon pensaba que estaba formada por «chiflados». (Robert H. W. Welch, Jr., fundador de la sociedad, afirmaba que el objetivo del movimiento por los derechos civiles era crear una «República Negra Soviética«). Marsha Barrett, historiadora de la Universidad de Illinois Urbana-Champaign, que relata la evolución de la relación entre los derechos civiles y el Partido Republicano en su próximo libro, «The Politics of Moderation: Nelson Rockefeller’s Failed Fight to Save the Party of Lincoln» (La política moderada: la lucha fracasada de Nelson Rockefeller por salvar el partido de Lincoln), señala que, antes de que Rockefeller publicara su andanada, George W. Lee, un activista de los derechos civiles de los negros, empresario y republicano de toda la vida, le escribió a Robert Taft, Jr. el republicano de Ohio que se había candidateado al Congreso en 1962. Si no hay una intervención significativa, dijo Lee, «el Partido Republicano será tomado por los Ku Kluxers, los John Birchers y otros reaccionarios de extrema derecha».

Sin embargo, una vez que quedó claro que Goldwater podía ganar la nominación, la conmoción por su extremismo en una serie de cuestiones, incluido el posible uso de armas nucleares, comenzó a transformarse en conformidad. El comportamiento de Taft fue típico de la tendencia. Aunque su familia había sido durante mucho tiempo un pilar del Partido Republicano -su abuelo había sido presidente; su padre, senador-, apoyó a Goldwater. Barrett me dijo que el ascenso de Goldwater se vio facilitado por el hecho de que «algunos republicanos moderados simplemente intentaban proteger sus propias ambiciones políticas».

En el Partido Republicano contemporáneo, la resonancia es evidente. Mitch McConnell, el líder del partido en el Senado, ha practicado durante mucho tiempo este juego, despreciando a Donald Trump pero sometiéndose a la realidad de su inmensa popularidad entre los votantes republicanos. En el segundo juicio de destitución de Trump, McConnell votó a favor de la absolución pero, tras la votación, pronunció un discurso condenatorio sobre la incitación de Trump a los disturbios del 6 de enero en el Capitolio de Estados Unidos y el esfuerzo de ese día para revertir los resultados de las elecciones de 2020. Días después, cuando le preguntaron si apoyaría a Trump si era nominado por el G.O.P. en 2024, McConnell respondió: «Absolutamente».

La pregunta política más debatida del momento es: ¿Qué está pasando con los republicanos? Una de las respuestas es que la situación del partido podría llamarse con justicia la venganza de «los chiflados». En solo cuatro años, el G.O.P., una poderosa institución de ciento sesenta y siete años, se ha convertido en el partido de Donald Trump. Comenzó su campaña de 2016 lanzando salvas racistas y misóginas, y durante su presidencia dio cobertura a supremacistas blancos, grupos de milicianos reaccionarios y seguidores de QAnon. La toma por parte de Trump del liderazgo del Partido parecía un logro asombroso al principio, pero con el tiempo parece más razonable reflexionar sobre cómo era posible que hubiese fracasado. Había muchas condiciones preexistentes, y Trump se aprovechó de ellas. La combinación de una base avivada por unos medios de comunicación de derechas sensacionalistas y la aparición de figuras afines a la llamada Revolución Gingrich, de 1994, y el Tea Party, han redefinido el temperamento del Partido y sus límites ideológicos. Conviene recordar que el primer candidato que derrotó a Trump en unas primarias republicanas en 2016 fue Ted Cruz, quien, para 2020, hacía tiempo que había dejado de lado sus reservas sobre Trump, e incluso fue de los que estimuló  a la turba que atacó el Capitolio.

Uno de los acontecimientos más reveladores de la contienda de 2020 fue raramente discutido: en agosto, la Convención Nacional Republicana se reunió sin presentar una nueva plataforma del Partido. La Convención se centró casi exclusivamente en Trump; los eventos, todos ellos celebrados en la Casa Blanca, validaron la creciente sospecha de que el propio Trump era la plataforma republicana. En la práctica, la negativa a articular posiciones concretas ahorró al Partido el bochorno de ver al Presidente contradecirlas. En 2016, los conservadores religiosos consiguieron incluir en la plataforma un punto contra la pornografía, sólo para enfrentarse a la noticia de la aventura extramatrimonial de Trump con la actriz de cine pornográfico Stormy Daniels. Ahora no habría distinción entre el Partido Republicano y la mendacidad, el fanatismo, la beligerancia, la misoginia y el narcisismo de su singular representante.

Considérense solamente los acontecimientos de los últimos seis meses: Durante un debate presidencial, el Comandante en Jefe en ejercicio saludó a sabiendas a los Proud Boys, un grupo promotor del odio, de extrema derecha; también se negó a comprometerse a un traspaso de poder pacífico, y posteriormente intentó forzar al secretario de Estado de Georgia a que falsificara los resultados electorales. Él y otros funcionarios republicanos presentaron más de sesenta demandas para intentar anular los resultados de las elecciones; incitó a los insurrectos que invadieron el Capitolio y exigieron el linchamiento de, entre otros, el vicepresidente republicano; y fue impugnado, por segunda vez, y luego absuelto por los republicanos del Senado, temerosos de una base que sigue siendo esclava de Trump. El hecho de que un comportamiento sea habitual no significa que deba confundirse con un comportamiento normal.

Pero el carácter del actual Partido Republicano difícilmente puede atribuirse sólo a Trump. Ciento treinta y nueve republicanos de la Cámara de Representantes y ocho senadores votaron en contra de certificar algunos de los votos del Colegio Electoral, incluso después de verse obligados a desalojar sus cámaras apenas unas horas antes, el 6 de enero. Una semana más tarde, ciento noventa y siete republicanos de la Cámara de Representantes votaron en contra de la destitución de Trump, a pesar de haber utilizado una rama del gobierno para fomentar la violencia contra otra. Liz Cheney, de Wyoming, la más veterana de los diez republicanos que votaron a favor del impeachment, sobrevivió a un intento de destitución de su puesto como presidenta de la Conferencia Republicana de la Cámara de Representantes, pero fue censurada por la organización del partido de su estado. En la Cámara de Representantes, fueron más los republicanos que votaron contra Cheney que los que votaron para destituir a Marjorie Taylor Greene, de Georgia, la incondicional extremista de Trump y promotora de QAnon, de todos sus puestos en las comisiones parlamentarias. Ella los perdió, pero sólo porque los demócratas votaron a favor de hacerlo. Luego, el 13 de febrero, todos los senadores republicanos, excepto siete, votaron para absolver a Trump en su juicio político.

El Partido Republicano de la era Trump ocupa un nicho muy diferente al del Partido de 1964. Cuando Trump juró su cargo, el G.O.P. tenía las dos cámaras del Congreso. En 2018, los demócratas recuperaron la Cámara de Representantes; el Senado está ahora dividido al cincuenta por ciento. Pero el G.O.P. sigue controlando treinta legislaturas estatales y veintisiete gobernaciones. En noviembre, Trump, enfrentado a múltiples crisis superpuestas, todas ellas agravadas por su ineptitud, obtuvo setenta y cuatro millones de votos. Aun así, el Partido Republicano se enfrenta a una crisis potencialmente existencial. El año pasado, Thomas Patterson, politólogo de la Kennedy School of Government de Harvard, argumentó en su libro «Is the Republican Party Destroying Itself?» que, con el tiempo, el Partido se ha puesto una serie de «trampas» que han erosionado su «capacidad de gobernar y de adquirir nuevas fuentes de apoyo». El Partido Republicano moderno se construyó sobre la cabeza de playa del Sur que Goldwater estableció hace más de medio siglo. A Johnson le preocupaba, con razón, que su adopción de los derechos civiles hiciera perder el Sur para los demócratas durante al menos una generación. En 1968, Richard Nixon ganó la presidencia empleando una estrategia típicamente sureña: apelar a los reclamos raciales de los blancos. En 1980, el G.O.P. había pasado a depender totalmente del Sur blanco. En 2018, alrededor del setenta por ciento de los distritos «seguros» o «probablemente republicanos» estaban en estados del Sur. Antes de las elecciones del año pasado, los sureños representaban el cuarenta y ocho por ciento de los republicanos miembros de la Cámara de Representantes y el setenta y uno por ciento de los miembros con jerarquía en las comisiones parlamentarias. El Sur sigue siendo la región más polarizada racialmente del país y también la más religiosa, dos dinámicas que influyen en gran medida en la cultura política del Partido y en sus problemas actuales. «El Sur«, escribe Patterson, «es una razón clave por la que el futuro del GOP está en riesgo».

Además, la constante deriva del G.O.P. hacia la derecha, de la política conservadora a la reaccionaria; su dependencia de los votantes blancos de más edad; su dependencia de los medios de comunicación de derechas; su apoyo a los recortes de impuestos para los estadounidenses más ricos; y su creciente desprecio por las instituciones y normas democráticas, todo ello presagia una creciente división y una disminución del número de votantes. Los republicanos, dice Patterson, han dependido de una «estrategia de retaguardia» para «resistir el tictac del reloj de un Estados Unidos cambiante». El tiempo puede estar agotándose para el partido, ya que su base envejece y disminuye. «Sus votantes leales están disminuyendo en número y, sin embargo, han logrado paralizar el partido», escribe Patterson. «No puede reinventarse sin arriesgar su apoyo y, en cualquier caso, no puede reinventarse de forma suficientemente convincente para un cambio rápido. Los republicanos han cambiado el futuro del partido apostando por la América de ayer».

La marginación de los republicanos moderados se ha acelerado en la última década, desde la llegada del Tea Party. Los moderados en el Congreso reconocieron que, si se aferraban a una posición centrista, se enfrentarían a serios desafíos en las primarias. En 2010, los conservadores se rebelaron contra el rescate de los bancos por parte de la Administración Obama durante la crisis inmobiliaria. En teoría, esa revuelta podría haber dado lugar a una alianza populista interpartidista de la izquierda antiempresarial y los conservadores fiscales, pero fue rápidamente absorbida por corrientes paranoicas y racistas. Ese mismo año, cuando los debates sobre la Ley de Atención Sanitaria Asequible pasaron a dominar la política estadounidense, las reuniones del Tea Party empezaron a parecerse a los mítines de los proto-Trump, en los que a veces se ridiculizaba al primer presidente negro como un mono. Esa mezcla de rabia populista y racismo manifiesto fue el ingrediente activo de lo que finalmente se convirtió en el movimiento Trump. En las primarias republicanas de 2014 en Virginia, cuando David Brat, con el apoyo de los activistas del Tea Party del estado, derrotó a Eric Cantor, el líder de la mayoría de la Cámara de Representantes, el G.O.P. tomó nota de que incluso los conservadores más poderosos se enfrentaban a la amenaza de advenedizos de extrema derecha.

Algunos de los pocos centristas republicanos que quedan, como Jeff Flake, de Arizona, Rob Portman, de Ohio, y Pat Toomey, de Pensilvania, están dejando la política. El mes pasado, Reuters informó de que docenas de republicanos que habían servido en el gobierno durante la era de George W. Bush estaban abandonando el partido. Jimmy Gurulé, que fue subsecretario del Tesoro para Terrorismo e Inteligencia Financiera, dijo que el Partido Republicano que él conocía «ya no existe«, que lo que existe en su lugar es simplemente «el culto a Trump«. La centralidad de Trump ha sobrevivido hasta ahora a su derrota frente a Joe Biden y al espectáculo del motín del Capitolio. En los estados de todo el país, los funcionarios republicanos locales están trabajando contra los líderes que consideran desleales al ex presidente. El Partido de Arizona llegó a censurar a Cindy McCain, la viuda del que fuera senador durante seis mandatos. El resultado es que la dirección del partido no ve ningún incentivo popular para moverse hacia el centro, incluso cuando se acumulan las señales de advertencia de declive. El año pasado, por primera vez, el número de independientes registrados superó al de republicanos registrados. En las ocho contiendas presidenciales desde 1988, los republicanos sólo han ganado el voto popular una vez, en 2004.

La aparición del trumpismo como marca republicana también ha corroborado la advertencia de que el G.O.P. se convertiría en un partido de blancos. En una ya famosa autopsia de la derrota de Mitt Romney frente a Barack Obama, en 2012, los analistas del Comité Nacional Republicano argumentaron que el partido tenía que ampliar su atractivo para la gente de color si esperaba ser competitivo en futuras elecciones nacionales. «No pasó nada», me dijo Patterson, hablando de la respuesta del Partido Republicano al informe. «Los medios de comunicación de la derecha dijeron: ‘América será destruida si seguimos el consejo del Comité Nacional Republicano’. » Hoy, el electorado republicano es más blanco y más masculino, con diferencia, que su homólogo demócrata. En 2020, el 81% de los votantes republicanos fueron blancos.

En noviembre pasado, Trump ganó entre algunas minorías, respecto a 2016, en particular entre los latinos, aunque los grupos minoritarios siguen apoyando mayoritariamente al Partido Demócrata. La brecha de género entre los votantes de Biden y los de Trump fue la más pronunciada de la historia reciente: el cincuenta y siete por ciento de las mujeres votaron a Biden; el cuarenta y dos por ciento a Trump. El G.O.P. también ha ganado cuotas crecientes de circunscripciones decrecientes. Los cristianos blancos conservadores siguen siendo prominentes en el partido, pero son un segmento cada vez más reducido del electorado: en 2007, treinta y nueve estados tenían mayorías cristianas blancas; hoy, menos de la mitad las tienen. En 1996, los blancos no hispanos representaban casi el ochenta y cinco por ciento del electorado; en 2018, solo eran el sesenta y siete por ciento. En las seis elecciones presidenciales desde el año 2000, los demócratas han perdido el voto blanco en todas las ocasiones, pero se han impuesto en la mitad de ellas incluso sin él. El día antes de las elecciones de 2020, Benjamin L. Ginsberg, un veterano abogado electoral republicano, que representó a la campaña de George W. Bush en 2000 y 2004, publicó un artículo de opinión en el Washington Post, en el que advertía de que el Partido podría llegar a ser una «minoría permanente».

Las tensas discusiones sobre el futuro del G.O.P. son en realidad debates sobre si el actual Partido es capaz de adaptarse de nuevo a las circunstancias modernas, o si se convertirá en una versión más maligna de sí mismo, aún más dependiente de las ansiedades del estatus blanco. Como me dijo Heather Cox Richardson, historiadora del Boston College y autora de «To Make Men Free», una historia del Partido Republicano, «Cuando se produce el colapso de los partidos suele ser porque hay algún problema del sistema partidista existente enfrentándose a un cambio importante y novedoso».

El propio Partido Republicano se construyó sobre las ruinas de los Whigs, un partido que se desintegró en las tempestades que condujeron a la Guerra Civil. Marsha Barrett me mencionó un pasaje del discurso de Herbert Hoover en la Convención Republicana de 1936, cuatro años después de haber perdido la Casa Blanca a manos de Franklin Roosevelt, en el que advertía sobre lo que ocurre con los partidos que no logran navegar con éxito por las cuestiones y circunstancias críticas de su tiempo. «El Partido Whig», dijo Hoover, «contemporizó, transigió en la cuestión de la esclavitud para el hombre negro. Ese partido desapareció. Merecía desaparecer». Hoover hablaba en medio de la Gran Depresión, pero su argumento más amplio era que los partidos no son necesariamente elementos políticos permanentes. Teniendo en cuenta esa historia, vale la pena preguntarse si el partido de Lincoln, ahora el partido de Trump, está inmerso en conflictos tan intensos que seguirá el camino de los Whigs.

Las tribulaciones del G.O.P. se hacen eco de un patrón histórico. A pesar de la reputación de Estados Unidos como la democracia más estable del mundo, la mayoría de los partidos políticos nacidos en este país, incluidos los más importantes, han dejado de existir. La lista de los que han colapsado incluye, además de los Whigs, a los Federalistas, los Demócratas-Republicanos, el Partido Americano (también llamado los Know-Nothings), el Partido de la Tierra Libre, el Partido Populista, los Republicanos Nacionales, el Partido Antimasónico y tres variaciones del Partido Progresista. (El Partido Socialista y el Partido Comunista también tuvieron un breve protagonismo en la opinión pública). Lo que llamamos el sistema bipartidista ya se ha derrumbado dos veces. El Partido Demócrata y el Republicano han perdurado tanto tiempo porque han alterado significativamente sus identidades para seguir siendo viables; en cierto sentido, cada uno ha llegado a representar lo que una vez criticó.

Los partidos políticos estadounidenses y el sistema de partidos son, de hecho, accidentes de la historia. Los Fundadores desconfiaban de las «facciones», como se llamaban entonces los partidos, pues temían que los bloques poderosos pusieran sus propios intereses regionales o comerciales por encima del bien común y pusieran en peligro la frágil unión de la nueva nación. Pero, como escribió Richard Hofstadter en su libro de 1969, «The Idea of a Party System», la «paradoja principal» de los Fundadores fue que «no creían en los partidos como tales, despreciaban a los que conocían como modelos históricos, tenían un agudo terror al espíritu de partido y a sus malas consecuencias, y sin embargo, casi tan pronto como el gobierno nacional estuvo en funcionamiento, encontraron necesario establecer partidos».

George Washington se presentó a regañadientes a la presidencia en 1788. Sigue siendo el único independiente elegido para ese cargo. Su discurso de despedida, el 19 de septiembre de 1796, proporciona el marco para la transferencia pacífica del poder. (Se lee en voz alta en el Senado todos los años; este año, ese acto tuvo lugar una semana después de que concluyera allí el juicio de destitución de Trump). En el discurso, Washington, como un padre que reprende a sus hijos pendencieros, aconsejó a sus compatriotas, independientemente de sus pasiones políticas, que tuvieran en cuenta los vínculos fundamentales que les unían como estadounidenses. Los partidos políticos eran útiles para controlar los peores instintos de un monarca, escribió, pero, en una democracia, un partido

«agita a la comunidad con celos infundados y falsas alarmas, enciende la animosidad de una parte contra otra, fomenta ocasionalmente los disturbios y la insurrección. Abre la puerta a la influencia y la corrupción extranjeras, que encuentran un acceso facilitado al propio gobierno a través de los canales de las pasiones partidistas».

 

Sin embargo, ese otoño la nación celebró sus primeras elecciones partidistas. Las divisiones evidentes en la Administración de Washington se habían consolidado en categorías formales: los federalistas, que apoyaban un gobierno central fuerte y relaciones favorables con Gran Bretaña, se unieron en torno a John Adams y Alexander Hamilton. Los demócratas-republicanos adoptaron los argumentos de Thomas Jefferson a favor de un gobierno descentralizado y una alianza nacional con Francia. Adams venció a Jefferson en la carrera para suceder a Washington, pero, como resultado de una peculiaridad del Colegio Electoral de la época, Jefferson se convirtió en vicepresidente. No sólo habían surgido partidos, sino que incluso James Madison, que había señalado sus peligros en el Federalista nº 10, se había unido a uno, el Demócrata-Republicano de Jefferson. Cada bando racionalizó su existencia señalando los excesos del rival. Después de que Jefferson ganara la Casa Blanca en 1800, los federalistas se opusieron a su acto emblemático, la compra de Luisiana, de 1803. Cuando Madison le sucedió, se opusieron a la Guerra de 1812. Pero ambos acontecimientos avivaron el apoyo popular en todo el país, que se estaba expandiendo rápidamente, y los federalistas, de orientación elitista, y asentados principalmente en el noreste, pronto dejaron de ser contendientes en la política nacional.

El primer sistema bipartidista llegó a su fin, pero el vencedor, a pesar de contar con un gobierno unipartidista esencialmente sin muchos controles, no sobrevivió mucho tiempo. En las elecciones de 1824, el senador Andrew Jackson, demócrata-republicano de Tennessee y héroe de la Guerra de 1812, ganó el voto popular, pero ningún candidato logró la mayoría en el Colegio Electoral. Dos de los candidatos que compitieron, John Quincy Adams, hijo del primer presidente federalista, y Henry Clay, presidente de la Cámara de Representantes, formaron una alianza que dio la presidencia a Adams y convirtió a Clay en secretario de Estado. En el alboroto que siguió, el Partido se dividió, y cada grupo reclamó una parte de su nombre: la facción más pequeña, liderada por Adams, se convirtió en los efímeros Republicanos Nacionales; la más grande, liderada por Jackson, se convirtió en el Partido Demócrata.

El atractivo populista de Jackson, junto con sus prácticas pioneras de campaña, como la organización de barbacoas y el cultivo de una red nacional de afiliados, hizo que la gente no se limitara a votar a los demócratas, sino que empezara a identificarse con ellos. Los partidos se estaban convirtiendo en un elemento fijo no sólo en la política de Estados Unidos, sino también en su vida social. En 1828, Jackson derrotó a Adams por un amplio margen y, cuatro años después, fue reelegido con facilidad. Le sucedió su vicepresidente y antiguo gobernador de Nueva York, Martin Van Buren, un astuto operador político con ideas relevantes sobre los asuntos nacionales. Habiendo sido testigo del gobierno de un solo partido y del colapso de los demócratas-republicanos, dio la vuelta a la advertencia de Washington: una contienda entre partidos, en lugar de poner en peligro la democracia, podría ser la clave de su supervivencia, sostenía, precisamente porque había muchas potenciales líneas divisorias económicas y geográficas en la nación.

Ya existía un segundo partido viable. Henry Clay había estado construyendo una coalición amplia de opositores a Jackson; llegaron a ser conocidos como los Whigs, y para 1836 tenían el control de los principales comités del Senado. (Dos whigs fueron elegidos para la Casa Blanca: William Henry Harrison, en 1840, y Zachary Taylor, en 1848). Como escribió el historiador Eric Foner en «Politics and Ideology in the Age of the Civil War» (Política e ideología en la era de la guerra civil), «Van Buren y muchos de los políticos de su generación habían estado realmente asustados por las amenazas de desunión» en años anteriores. «Veían la competencia nacional entre dos partidos como la alternativa al conflicto sectorial y a la eventual división».

Sin embargo, en un grado notable, la historia del partidismo político y la trayectoria de los partidos estadounidenses ha estado ligada a la historia de la raza en este país. Al igual que los dos principales partidos de mediados del siglo XX reconocieron el efecto polarizador que tendría la legislación sobre derechos civiles, los demócratas y los whigs trataron de evitar que la esclavitud se convirtiera en el eje de la política nacional. Ambos partidos estaban divididos internamente sobre la cuestión, y tuvieron mucho éxito en mantenerla al margen del discurso nacional. Pero, en 1854, el senador Stephen Douglas, demócrata de Illinois, en un esfuerzo por construir una alianza interregional que esperaba le ayudara a ganar la presidencia, presentó la catastróficamente divisiva Ley Kansas-Nebraska, que permitía a los nuevos estados decidir por sí mismos si permitían o prohibían la esclavitud. La ley de Douglas planteó un dilema definitorio para los partidos, al igual que la Ley del Derecho al Voto de 1965 lo hizo un siglo después. El Partido Demócrata se alineó firmemente en torno a su ala pro-esclavista. Los Whigs no pudieron suavizar la cuestión ni establecer una oposición unificada a la misma, y el Partido se disolvió. El segundo sistema bipartidista había llegado a su fin, con graves consecuencias para la nación, y la guerra civil en el horizonte.

Abraham Lincoln, que había vuelto a ejercer la abogacía después de servir en la Cámara de Representantes como Whig, estaba tan indignado por la Ley Kansas-Nebraska que decidió volver a la política. El partido al que se unió comenzó en una reunión en una escuela de Ripon, Wisconsin, a la que asistió un pequeño grupo de whigs descontentos, demócratas alienados del partido y liberales, todos ellos furiosos por la ley. El nuevo Partido Republicano contó de inmediato con una ventaja de la que carecía su predecesor: la claridad sobre la cuestión política y moral fundamental de la época, la expansión de la esclavitud.

Los federalistas se derrumbaron porque no lograron ampliar su alcance demográfico; los whigs, por su incoherencia interna sobre lo que representaban en el debate más crucial de la nación. Una de las dinámicas más sorprendentes del G.O.P. de la era Trump es la medida en que está siendo afectado por estas dos carencias.

El arco de los movimientos políticos en este país nunca ha sido predecible. El Partido Demócrata, enfrentado a una nación cambiante, optó por adaptarse, evolucionando, con el tiempo, desde un bastión del sentimiento pro-esclavista en el siglo XIX, y del racismo volátil durante la primera mitad del XX, hasta su estado actual como una coalición multirracial que hace hincapié en los derechos civiles, de las mujeres y de los inmigrantes. Esa transformación refleja la narrativa que al país le gusta contar sobre el crecimiento de la democracia estadounidense. El Partido Republicano, que en sus inicios tenía un mayor dominio de ese ideal, pasó de una apasionada oposición a la expansión de la esclavitud a convertirse en un reducto de simpatizantes de la Confederación y de reaccionarios raciales, y en el hogar del ex presidente, dos veces impugnado, que los ha cultivado. Jennifer Horn, ex presidenta del Partido Republicano de New Hampshire, me dijo que el G.O.P., en su encarnación actual, es «el abrazo más abierto a un movimiento antidemocrático que hemos visto en nuestro país en mucho tiempo».

Horn abandonó el partido en diciembre y, hasta hace poco, trabajaba con el Proyecto Lincoln, un grupo de republicanos dedicado a impedir la reelección de Trump. Añadió: «Este Partido Republicano no puede ganar unas elecciones nacionales. Todo el mundo dirá: ‘Pero mira, Trump sacó más votos que antes’. Sí, pero la oposición sacó aún más». El Partido Republicano parece haber decidido, tras la derrota de Trump, que, sobre todo a nivel estatal, va a aplicar tácticas, como el gerrymandering (o manipulación en la conformación de los circuitos electorales) y la supresión de votantes, que le permitan ejercer el poder incluso desde una posición minoritaria. Desde la Guerra de Secesión, las ideas de Van Buren sobre los efectos estabilizadores de la competencia partidista han prevalecido en la política estadounidense. Pero cada vez es más razonable revisar la perspectiva de George Washington de que, ante las circunstancias adecuadas, un partido podría convertirse en antagonista de la salud de la democracia.

En la última década, el «gerrymandering» ha adquirido una renovada importancia, especialmente a medida que los programas informáticos se han vuelto más sofisticados y las herramientas analíticas facilitan la predicción del voto de cada hogar. El Centro Brennan para la Justicia informó de que la redistribución de distritos puesta en marcha tras el censo de 2010 proporcionó al G.O.P. al menos dieciséis escaños adicionales en la Cámara de Representantes. En 2013, la decisión de la Corte Suprema en el caso Shelby County v. Holder evisceró una disposición clave de la Ley de Derecho al Voto de 1965, y permitió cambios en las leyes de votación que, en nombre de la prevención del fraude electoral -algo que se ha demostrado repetidamente que es un problema inexistente- dificultaron el voto, especialmente para las minorías. Esas leyes fueron aprobadas por una abrumadora mayoría en las legislaturas estatales controladas por los republicanos. (El Centro Brennan está siguiendo más de doscientos cincuenta proyectos de ley, pendientes en cuarenta y tres estados, que restringirían el voto). El martes pasado, el Tribunal Supremo escuchó los argumentos orales sobre una ley de Arizona que restringe efectivamente el acceso al voto de las personas de color, en un caso que podría socavar las protecciones restantes de la Ley de Derecho al Voto; los jueces conservadores parecían dispuestos a mantener las restricciones.

Michael Steele, el primer presidente negro del Comité Nacional Republicano, me dijo que estos esfuerzos son una estrategia perdedora. Hablamos a mediados de enero, cuando todavía estaban frescas las imágenes de la insurrección del Capitolio. Al principio de nuestra conversación, señaló que las décadas en las que los demócratas controlaron el Congreso a mediados del siglo XX fueron producto del funcionamiento del G.O.P. como partido regional, con base en el noreste, en lugar de como partido nacional. Hacer incursiones en los estados del Sur fue clave para la creciente influencia del partido, pero el partido moderno, me dijo Steele, «no está realmente preparado para la forma en que el país está cambiando», incluyendo, de nuevo, el Sur. «Virginia era un estado rojo sangre», dijo. «En realidad, era una especie de modelo de fuerza y poder político republicano, en virtud de cómo los republicanos controlaban el estado. ¿Pero qué pasó? En 2006, eso se acabó. Y se puede ver la línea de tendencia bajando por la autopista interestatal 95 hacia Carolina del Norte, Georgia, llevándola al resto del Sur». Refiriéndose a la derrota de Trump, seguida, en enero, por la de los senadores David Perdue y Kelly Loeffler, Steele dijo que los republicanos «perdieron Georgia no una sino tres veces».

La evaluación de Steele es similar a las conclusiones que Rockefeller y otros moderados sacaron en el siglo pasado. Entre 1940 y 1970, unos cinco millones de afroamericanos abandonaron el Sur para dirigirse a los centros industriales de los estados del Norte y del Medio Oeste, que eran en gran medida bastiones demócratas. La afluencia cambió el cálculo político. Los votantes negros habían empezado a abandonar el Partido Republicano durante el primer mandato de Franklin Roosevelt; ahora su creciente número en esas ciudades significaba que sus preocupaciones tendrían más peso con los demócratas a nivel estatal y municipal. «Los demócratas se reposicionaron políticamente», dijo Steele. Ese proceso se produjo a trompicones, pero el cambio general de los demócratas hacia una mayor confianza en los votantes negros y una mayor atención a sus preocupaciones abrió una brecha con la poderosa ala sureña del partido, que Goldwater llenó.

Por el contrario, los republicanos se han alejado de los grupos emergentes del electorado, resucitando tácticas políticas que recuerdan al Sur de la época de la segregación. «Si tu base es un noventa por ciento de blancos, y estás perdiendo a los asiático-americanos por dos a uno, el voto negro por nueve a uno y los hispanos por dos a uno», me dijo Thomas Patterson, «la supresión del voto se convierte en la única opción estratégica viable». Ya desde las derrotas del Senado y de las presidenciales en Georgia, la legislatura estatal, controlada por los republicanos, ha presentado veintidós propuestas de ley que dificultarían el voto en ese estado; la más restrictiva limitaría el voto en ausencia y el voto anticipado los fines de semana. (El miércoles pasado, la Cámara de Representantes aprobó el HR1, un enorme paquete de reformas que ampliaría los derechos de voto; ningún republicano votó a favor).

En medio de la tormenta de patrañas sobre el recuento de votos presidenciales del año pasado, surgió un patrón fácilmente discernible: la Administración Trump impugnó los resultados en Milwaukee, Detroit, Filadelfia y Atlanta, todas ellas ciudades con importantes poblaciones negras en estados que perdió. El Partido, me dijo Horn, tiene que admitir que «hicimos algo terrible. Intentamos privar de derechos a los votantes estadounidenses. Nos dirigimos a los votantes de las minorías en Georgia, Michigan y Pensilvania, tratando de anular la democracia en Estados Unidos». Sin embargo, un reconocimiento de lo sucedido no parece estar en el futuro cercano del G.O.P. El partido ofreció a Donald Trump como su plataforma, y no hay indicios de que este estado de cosas haya cambiado desde que Trump dejó a regañadientes la Casa Blanca.

Hace dos semanas, los asistentes a la Conferencia de Acción Política Conservadora  (CPAC, en inglés), se reunieron en Orlando, para reunir al ala derecha del Partido Republicano. Cuando Trump subió al escenario, el último día, fue recibido de una manera típicamente reservada a los políticos que han ganado unas elecciones. Matt Schlapp, el organizador de la conferencia, se refirió a Trump como «el Presidente de los Estados Unidos». Trump repitió las ya conocidas quejas sobre la cultura de la cancelación y las malas decisiones comerciales y, como era de esperar, esgrimió el falso cuento de que lo sucedido es el resultado de un fraude electoral, todo ello entre estruendosos aplausos. Según un estudio reciente realizado por el American Enterprise Institute (AEI), casi el ochenta por ciento de los republicanos tienen una opinión favorable de Trump, y dos tercios de ellos creen que hubo un fraude electoral generalizado en noviembre, a pesar de las claras pruebas de lo contrario. El evento de CPAC incluyó sesiones sobre temas como «Protegiendo las Elecciones – Parte 2: Otros culpables: Cómo los jueces y los medios de comunicación se negaron a mirar las pruebas», y «Elecciones fraudulentas de 2020 en Corea del Sur y Estados Unidos«.

La idea de que la nación prosperaría con dos partidos estaba supeditada a que ambos sostuvieran una versión compartida de la realidad. También se da el caso de que un grupo demográfico claramente dominado por teorías conspirativas radicalizadoras, y convencido de que no tiene ninguna posibilidad de ejercer su voluntad a través de la política electoral, recurrirá potencialmente a la violencia como forma habitual de expresión. El estudio de la A.E.I. encontró que el cincuenta y seis por ciento de los republicanos cree que el uso de la fuerza puede ser necesario para salvar «el tradicional estilo de vida americano». La preocupación obvia debería ser que el 6 de enero no fuera una culminación sino, más bien, el prefacio de más violencia llevada a cabo bajo las mismas banderas.

En el CPAC, Trump echó por tierra la idea de que vaya a formar un partido «maga» por separado, dejando claro que el G.O.P. estará atado a su imagen en el futuro inmediato. «Tenemos el Partido Republicano», dijo a la multitud. También está la cuestión de que el trumpismo tenga un potencial intergeneracional. Los observadores se preguntan cómo será el futuro de Ivanka Trump y si Lara Trump, la nuera del expresidente, se presentará al escaño del senador Richard Burr, republicano de Carolina del Norte, cuando éste deje su cargo, en 2022. (Burr votó a favor de la condena de Trump en el segundo juicio político). Jennifer Horn me señaló: «Mantenía la esperanza de que, si podíamos derrotar a Donald Trump, entonces otros en el partido verían eso como su oportunidad para dar un paso adelante y decir: ‘Vale, dejemos lo ocurrido estos cuatro años atrás‘». No anticipó la durabilidad de la versión de Trump del republicanismo incluso después de su derrota. «El partido ha dado el siguiente mensaje: «puede que hayan derrotado a Trump, pero todos nosotros estamos a favor del trumpismo. A toda máquina’.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The New Yorker

What Is Happening to the Republicans?

 

In becoming the party of Trump, the G.O.P. confronts the kind of existential crisis that has destroyed American parties in the past.

 

One of the oldest imperatives of American electoral politics is to define your opponents before they can define themselves. So it was not surprising when, in the summer of 1963, Nelson Rockefeller, a centrist Republican governor from New York, launched a preëmptive attack against Barry Goldwater, a right-wing Arizona senator, as both men were preparing to run for the Presidential nomination of the Republican Party. But the nature of Rockefeller’s attack was noteworthy. If the G.O.P. embraced Goldwater, an opponent of civil-rights legislation, Rockefeller suggested that it would be pursuing a “program based on racism and sectionalism.” Such a turn toward the elements that Rockefeller saw as “fantastically short-sighted” would be potentially destructive to a party that had held the White House for eight years, owing to the popularity of Dwight Eisenhower, but had been languishing in the minority in Congress for the better part of three decades. Some moderates in the Republican Party thought that Rockefeller was overstating the threat, but he was hardly alone in his concern. Richard Nixon, the former Vice-President, who had received substantial Black support in his 1960 Presidential bid, against John F. Kennedy, told a reporter for Ebony that “if Goldwater wins his fight, our party would eventually become the first major all-white political party.” The Chicago Defender, the premier Black newspaper of the era, concurred, stating bluntly that the G.O.P. was en route to becoming a “white man’s party.”

But, for all the anxiety among Republican leaders, Goldwater prevailed, securing the nomination at the Party’s convention, in San Francisco. In his speech to the delegates, he made no pretense of his ideological intent. “Extremism in the defense of liberty is no vice,” he said. “Moderation in the pursuit of justice is no virtue.” (He delivered that famous line shortly after the delegates had defeated a platform plank on civil rights.) Goldwater’s crusade failed in November of 1964, when the incumbent, Lyndon Johnson, who had become President a year earlier, after Kennedy’s assassination, won in a landslide: four hundred and eighty-six to fifty-two votes in the Electoral College. Nevertheless, Goldwater’s ascent was a harbinger of the future shape of the Republican Party. He represented an emerging nexus between white conservatives in the West and in the South, where five states voted for him over Johnson.

The reason for the shift was clear. Many white Southern Democrats felt betrayed by Johnson’s support of civil rights. The civil-rights movement had learned how to translate grassroots activism into political power. Among government leaders, L.B.J. was singularly important to the passage of the Civil Rights Act of 1964, and he stood firmly behind the Voting Rights Act of 1965. In both cases, he pressed on white Southern Democrats in Congress who had long supported the racist culture and strictures of Jim Crow. Until the mid-twentieth century, it was the Republican Party, founded a century earlier by Northerners enraged by the expansion of slavery—the “party of Lincoln”—that looked more favorably upon the rights of Black Americans. In 1957, it was a Republican President, Eisenhower, who deployed troops to intervene on behalf of Black students in the school-integration crisis in Little Rock. Goldwater’s rise proved the catalyst for change. As the historian Ira Katznelson told me, Goldwater opposed the Civil Rights Act mainly for libertarian reasons: “Nonetheless, it was a signal, and opened up possibilities for a major realignment.”

Establishment leaders of the G.O.P. were concerned that Goldwater had opened up the Party, which had barely emerged from the shadow of McCarthyism, to fringe groups on the far right, such as the John Birch Society—people whom Nixon referred to as “kooks.” (Robert H. W. Welch, Jr., the founder of the society, claimed that the goal of the civil-rights movement was to create a “Soviet Negro Republic.”) Marsha Barrett, a historian at the University of Illinois Urbana-Champaign, who chronicles the evolving relationship between civil rights and the Republican Party in her forthcoming book, “The Politics of Moderation: Nelson Rockefeller’s Failed Fight to Save the Party of Lincoln,” notes that, before Rockefeller issued his broadside, George W. Lee, a Black civil-rights activist, businessman, and lifelong Republican, wrote to Robert Taft, Jr., the Ohio Republican who ran for Congress in 1962. Failing a significant intervention, Lee said, “the Republican Party will be taken over lock, stock, and barrel by the Ku Kluxers, the John Birchers and other extreme rightwing reactionaries.”

Yet, once it became clear that Goldwater could win the nomination, shock at his extremism on a number of issues, including the potential use of nuclear weapons, began to morph into compliance. Taft’s behavior was typical of the trend. Although his family had long been a mainstay of the Republican Party—his grandfather had been President; his father, a senator—he endorsed Goldwater. Barrett told me that Goldwater’s rise was facilitated by the fact that “some moderate Republicans were simply trying to protect their own political prospects.”

In the contemporary Republican Party, the resonance is obvious. Mitch McConnell, the Party’s leader in the Senate, has long played this game, despising Donald Trump but knuckling under to the reality of his immense popularity among Republican voters. At Trump’s second impeachment trial, McConnell voted to acquit but, after the vote, delivered an excoriating speech about Trump’s incitement of the January 6th riot at the U.S. Capitol and the effort that day to reverse the results of the 2020 election. Days later, when asked whether he would support Trump if he was nominated by the G.O.P. in 2024, McConnell responded, “Absolutely.”

The most widely debated political question of the moment is: What is happening to the Republicans? One answer is that the Party’s predicament might fairly be called the revenge of “the kooks.” In just four years, the G.O.P., a powerful, hundred-and-sixty-seven-year-old institution, has become the party of Donald Trump. He began his 2016 campaign by issuing racist and misogynistic salvos, and during his Presidency he gave cover to white supremacists, reactionary militia groups, and QAnon followers. Trump’s seizure of the Party’s leadership seemed a stunning achievement at first, but with time it seems more reasonable to ponder how he could possibly have failed. There were many preëxisting conditions, and Trump took advantage of them. The combination of a base stoked by a sensationalist right-wing media and the emergence of kook-adjacent figures in the so-called Gingrich Revolution, of 1994, and the Tea Party, have redefined the Party’s temper and its ideological boundaries. It is worth remembering that the first candidate to defeat Trump in a Republican primary in 2016 was Ted Cruz, who, by 2020, had long set aside his reservations about Trump, and was implicated in spurring the mob that attacked the Capitol.

One of the most telling developments of the 2020 contest was rarely discussed: in August, the Republican National Convention convened without presenting a new Party platform. The Convention was centered almost solely on Trump; the events, all of which took place at the White House, validated an increasing suspicion that Trump himself was the Republican platform. Practically speaking, the refusal to articulate concrete positions spared the Party the embarrassment of watching the President contradict them. In 2016, religious conservatives succeeded in getting an anti-pornography plank into the platform, only to be confronted by news of Trump’s extramarital affair with the adult-film performer Stormy Daniels. Now there would be no distinction between the Republican Party and the mendacity, bigotry, belligerence, misogyny, and narcissism of its singular representative.

Or consider the events of the past six months alone: during a Presidential debate, a sitting Commander-in-Chief gave a knowing shout-out to the Proud Boys, a far-right hate group; he also refused to commit to a peaceful transfer of power, and subsequently attempted to strong-arm the Georgia secretary of state into falsifying election returns; he and other Republican officials filed more than sixty lawsuits in an effort to overturn the results of the election; he incited the insurrectionists who overran the Capitol and demanded the lynching of, among others, the Republican Vice-President; and he was impeached, for the second time, then acquitted by Senate Republicans fearful of a base that remains in his thrall. The fact that behavior is commonplace does not mean it should be mistaken for behavior that is normal.

But the character of the current Republican Party can hardly be attributed to Trump alone. A hundred and thirty-nine House Republicans and eight senators voted against certifying some of the Electoral College votes, even after being forced to vacate their chambers just hours earlier, on January 6th. A week later, a hundred and ninety-seven House Republicans voted against Trump’s impeachment, despite his having used one branch of government to foment violence against another. Liz Cheney, of Wyoming, the most senior of the ten Republicans who voted to impeach, survived an effort to remove her from her post as chair of the House Republican Conference but was censured by her state’s party organization. In the House, more Republicans voted against Cheney than voted to remove Marjorie Taylor Greene, of Georgia, the extremist Trump stalwart and QAnon promoter, from her committee posts. She lost those assignments, but only because the Democrats voted her out. Then, on February 13th, all but seven Republican senators voted to acquit Trump in his impeachment trial.

The Trump-era Republican Party does occupy a very different niche from the Party of 1964. When Trump was sworn into office, the G.O.P. held both houses of Congress. In 2018, the Democrats won back the House; the Senate is now a fifty-fifty split. But the Party still controls thirty state legislatures and twenty-seven governorships. In November, Trump, facing multiple, overlapping crises, all of them exacerbated by his ineptitude, won seventy-four million votes. Still, the Republican Party confronts a potentially existential crisis. Last year, Thomas Patterson, a political scientist at Harvard’s Kennedy School of Government, argued in his book Is the Republican Party Destroying Itself? that, over time, the Party has set a series of “traps” for itself that have eroded its “ability to govern and acquire new sources of support.” The modern Republican Party was built upon the Southern beachhead that Goldwater established more than half a century ago. Johnson rightly worried that his embrace of civil rights would lose the South for the Democrats for at least a generation. In 1968, Richard Nixon won the Presidency, employing the Southern Strategy—an appeal to whites’ racial grievances. By 1980, the G.O.P. had become thoroughly dependent on the white South. In 2018, some seventy per cent of “safe” or “likely Republican” districts were in Southern states. Prior to last year’s election, Southerners composed forty-eight per cent of House Republicans and seventy-one per cent of the Party’s ranking committee members. The South remains the nation’s most racially polarized region and also the most religious—two dynamics that factor largely both in the Party’s political culture and in its current problems. “The South,” Patterson writes, “is a key reason why the GOP’s future is at risk.”

In addition, the G.O.P.’s steady drift toward the right, from conservative to reactionary politics; its dependence on older, white voters; its reliance on right-wing media; its support for tax cuts for the wealthiest Americans; and its increasing disdain for democratic institutions and norms all portend increasing division and a diminishing pool of voters. Republicans, Patterson says, have been depending on a “rear-guard strategy” to “resist the ticking clock of a changing America.” Time may be running out for the Party, as its base ages and dwindles. “Its loyal voters are declining in number and yet have locked the party in place,” Patterson writes. “It cannot reinvent itself without risking their support and, in any event, it can’t reinvent itself in a convincing enough way for a quick turnaround. Republicans have traded the party’s future for yesterday’s America.”

The marginalization of moderate Republicans has accelerated in the past decade, since the advent of the Tea Party. Moderates in Congress recognized that, if they hewed to a centrist position, they would face serious primary challenges. In 2010, conservatives revolted against the Obama Administration’s bailout of the banks during the housing crisis. In theory, that uprising could have spawned a cross-partisan populist alliance of the anti-corporate left and fiscal conservatives, but it was quickly subsumed by paranoid, racist currents. The same year, as debates over the Affordable Care Act came to dominate American politics, Tea Party gatherings began to resemble proto-Trump rallies, at which the first Black President was sometimes lampooned as a monkey. That blend of populist rage and overt racism was the active ingredient in what eventually became the Trump movement. In the 2014 Republican primary in Virginia, when David Brat, with the support of state Tea Party activists, defeated Eric Cantor, the House Majority Leader, the G.O.P. took note that even the most powerful conservatives faced a threat from far-right upstarts.

Some of the few remaining Republican centrists, such as Jeff Flake, of Arizona, Rob Portman, of Ohio, and Pat Toomey, of Pennsylvania, are leaving politics entirely. Last month, Reuters reported that dozens of Republicans who had served in government during the George W. Bush era were abandoning the Party. Jimmy Gurulé, who was Under-Secretary of the Treasury for Terrorism and Financial Intelligence, said that the Republican Party he knew “no longer exists,” that what exists in its place is simply “the cult of Trump.” Trump’s centrality has so far survived his loss to Joe Biden and the spectacle of the Capitol riot. In states across the country, local Republican officials are working against leaders whom they deem disloyal to the former President. The Arizona Party even censured Cindy McCain, the widow of the state’s six-term senator. The result is that the Party leadership sees no popular incentive to move toward the center, even as the warning signs of decline accumulate. Last year, for the first time, the number of registered Independents exceeded the number of registered Republicans. In the eight Presidential contests since 1988, Republicans have won the popular vote only once, in 2004.

The emergence of Trumpism as the Republican brand has also borne out the warning that the G.O.P. would become a white man’s party. In a now famous autopsy of Mitt Romney’s loss to Barack Obama, in 2012, analysts for the Republican National Committee argued that the Party had to expand its appeal to people of color if it hoped to be competitive in future national elections. “Nothing happened,” Patterson told me, speaking of the G.O.P.’s response to the report. “Right-wing media said, ‘You’re going to ruin America if we take the advice of the Republican National Committee.’ ” Today, the Republican electorate is whiter and more male by far than its Democratic counterpart. By 2020, eighty-one per cent of Republican voters were white, and fifty per cent were male.

Last November, Trump made gains among some minorities, over 2016, particularly Latinos, although minority groups remain overwhelmingly supportive of the Democratic Party. The gender gap between voters for Biden and those for Trump was the most pronounced in recent history: fifty-seven per cent of women voted for Biden; forty-two per cent voted for Trump. The G.O.P. has also gained increasing shares of decreasing constituencies. White conservative Christians remain prominent in the Party, but they are a dwindling segment of the electorate: in 2007, thirty-nine states had white Christian majorities; today, fewer than half do. In 1996, non-Hispanic whites made up nearly eighty-five per cent of the electorate; by 2018, they were just sixty-seven per cent. In the six Presidential elections since 2000, Democrats have lost the white vote every time, but prevailed in half of them even without it. The day before the 2020 election, Benjamin L. Ginsberg, a longtime Republican election lawyer, who represented the George W. Bush campaign in 2000 and 2004, published an op-ed in the Washington Post, warning that the Party could find itself a “permanent minority.”

The fraught discussions over the G.O.P.’s future are really debates about whether the current Party is capable of adapting to modern circumstances again—or whether it will turn into a more malign version of itself, one even more dependent on white status anxieties. As Heather Cox Richardson, a historian at Boston College and the author of To Make Men Free,” a history of the Republican Party, told me, “When you see the collapse of parties it is usually because you have some problem of the existing party system coming up against a major new change.”

The Republican Party itself was built on the ruins of the Whigs, a party that broke apart in the tempests leading up to the Civil War. Marsha Barrett mentioned a passage to me from Herbert Hoover’s address to the 1936 Republican Convention, four years after he had lost the White House to Franklin Roosevelt, in which he issued a warning about what becomes of parties that fail to navigate the critical issues and circumstances of their time. “The Whig Party,” Hoover said, “temporized, compromised upon the issue of slavery for the Black man. That party disappeared. It deserved to disappear.” Hoover was speaking in the midst of the Great Depression, but his larger point was that parties are not necessarily permanent political fixtures. Considering that history, it’s worth asking whether the party of Lincoln, now the party of Trump, is engaged in conflicts so intense that it will go the way of the Whigs.

The G.O.P.’s travails echo a historical pattern. Despite the United States’ reputation as the most stable democracy in the world, most of the political parties born in this country, including major ones, have ceased to exist. The list of those that have collapsed includes, in addition to the Whigs, the Federalists, the Democratic-Republicans, the American Party (also called the Know-Nothings), the Free-Soil Party, the Populist Party, the National Republicans, the Anti-Masonic Party, and three iterations of the Progressive Party. (The Socialist and the Communist Parties also briefly commanded public attention.) What we refer to as the two-party system has collapsed twice before. The Democratic and the Republican Parties have endured as long as they have because they have significantly altered their identities to remain viable; in a sense, each has come to represent what it once reviled.

America’s political parties and the party system are, in fact, accidents of history. The Founders were suspicious of “factions,” as parties were then called, fearing that powerful blocs would put their own regional or commercial interests above the common good, and endanger the fragile union of the new nation. But, as Richard Hofstadter wrote, in his 1969 book, “The Idea of a Party System,” the Founders’ “primary paradox” was that they “did not believe in parties as such, scorned those that they were conscious of as historical models, had a keen terror of party spirit and its evil consequences, and yet, almost as soon as their national government was in operation, found it necessary to establish parties.”

George Washington reluctantly ran for the Presidency in 1788. He remains the only Independent elected to that office. His farewell address, of September 19, 1796, provides the framework for the peaceful transfer of power. (It is read aloud in the Senate every year; this year, that event occurred a week after Trump’s impeachment trial had concluded there.) In the address, Washington, like a father chiding his bickering children, advised his countrymen, no matter what their political passions, to consider the fundamental bonds that connected them as Americans. Political parties were useful to check the worst instincts of a monarch, he wrote, but, in a democracy, a party

agitates the community with ill-founded jealousies and false alarms, kindles the animosity of one part against another, foments occasionally riot and insurrection. It opens the door to foreign influence and corruption, which find a facilitated access to the government itself through the channels of party passions.

Nevertheless, that fall the nation held its first partisan election. Divisions evident in Washington’s Administration had solidified into formal categories: the Federalists, who supported a strong central government and favorable relations with Great Britain, coalesced around John Adams and Alexander Hamilton. The Democratic-Republicans adopted Thomas Jefferson’s arguments for a decentralized government and a national alliance with France. Adams beat Jefferson in the race to succeed Washington, but, as a result of a quirk in the Electoral College at the time, Jefferson became Vice-President. Not only had parties come into existence; even James Madison, who had charted their dangers in Federalist No. 10, had joined one—Jefferson’s Democratic-Republicans. Each side rationalized its existence by pointing to the excesses of the opposition. After Jefferson won the White House in 1800, the Federalists opposed his signature act, the Louisiana Purchase, of 1803. When Madison succeeded him, they opposed the War of 1812. But both events stoked popular support across the country, which was expanding rapidly, and the élitist-oriented Federalists, nestled largely in the Northeast, soon ceased to be contenders in national politics.

The first two-party system was over, but the victor, despite having essentially unchecked one-party rule, didn’t survive for long. In the 1824 election, Senator Andrew Jackson, Democratic-Republican of Tennessee, and a hero of the War of 1812, won the popular vote, but no candidate achieved a majority in the Electoral College. Two of the runners-up, John Quincy Adams, the son of the first Federalist President, and Henry Clay, the Speaker of the House, formed an alliance that handed the Presidency to Adams and made Clay the Secretary of State. In the uproar that ensued, the Party split, with each side laying claim to a portion of its name: the smaller faction, led by Adams, became the short-lived National Republicans; the larger, led by Jackson, became the Democratic Party.

Crucially, Jackson’s populist allure, along with his pioneering campaigning practices, such as hosting barbecues and cultivating a national network of affiliates, meant that people did not simply vote Democratic; they began to identify as Democrats. Parties were becoming a fixture not just in America’s politics but also in its social life. In 1828, Jackson defeated Adams in a landslide, and, four years later, was easily reëlected. He was succeeded by his Vice-President and former governor of New York, Martin Van Buren, a wily political operator with consequential ideas about national affairs. Having witnessed single-party rule and the collapse of the Democratic-Republicans, he essentially turned Washington’s warning on its head: a contest between parties, rather than jeopardizing democracy, could be the key to its survival, he maintained, precisely because there were so many potential economic and geographic dividing lines in the nation.

A viable second party was already in place. Henry Clay had been building a broad and loosely affiliated coalition of Jackson’s opponents; they came to be known as the Whigs, and by 1836 they were in control of the main Senate committees. (Two Whigs were elected to the White House: William Henry Harrison, in 1840, and Zachary Taylor, in 1848.) As the historian Eric Foner wrote in “Politics and Ideology in the Age of the Civil War,” “Van Buren and many of his generation of politicians had been genuinely frightened by the threats of disunion” in earlier years. “They saw national two-party competition as the alternative to sectional conflict and eventual disunion.”

Yet, to a remarkable degree, the history of political partisanship and the trajectory of American parties has been bound up with the history of race in this country. Just as the two major parties of the mid-twentieth century recognized the polarizing effect that civil-rights legislation would have, the Democrats and the Whigs sought to prevent slavery from becoming the axis of national politics. Both parties were internally divided on the issue, and were largely successful in keeping it at the margins of national discourse. But, in 1854, Senator Stephen Douglas, Democrat of Illinois, in an effort to build a cross-regional alliance that he hoped would help him win the Presidency, introduced the catastrophically divisive Kansas-Nebraska Act, which allowed new states to decide for themselves whether they would permit or prohibit slavery. Douglas’s act posed a defining dilemma to the parties, much as the Voting Rights Act of 1965 did a century later. The Democratic Party aligned firmly around its pro-slavery wing. The Whigs could neither finesse the issue nor establish a unified opposition to it, and the Party dissolved. The second two-party system had ended, with stark implications for the nation, and civil war on the horizon.

Abraham Lincoln, who had returned to legal practice after serving in the House, as a Whig, was so incensed by the Kansas-Nebraska Act that he decided to reënter politics. The party he joined got its start at a meeting in a schoolhouse in Ripon, Wisconsin, attended by a small group of disaffected Whigs, alienated Democrats, and Free-Soilers, all of whom were furious about the act. The new Republican Party immediately possessed an asset that its predecessor lacked: clarity on the fundamental political and moral issue of the day, the expansion of slavery.

The Federalists collapsed because they failed to expand their demographic appeal; the Whigs because of internal incoherence over what they stood for in the nation’s most crucial debate. Among the more striking dynamics of the Trump-era G.O.P. is the extent to which it is afflicted by both of these failings.

The arc of political movements in this country has never been predictable. The Democratic Party, confronted with a changing nation, chose to adapt, evolving, over time, from a bastion of pro-slavery sentiment in the nineteenth century, and of volatile racism for the first half of the twentieth, to its current status as a multiracial coalition emphasizing civil, women’s, and immigrants’ rights. That transformation mirrors the narrative that the country likes to tell about the growth of American democracy. The Republican Party, which had a firmer grasp on that ideal at its outset, rose from a passionate opposition to the spread of slavery to become a redoubt of Confederate sympathizers and racial reactionaries, and home to the twice-impeached former President who cultivated them. Jennifer Horn, the former chair of the New Hampshire Republican Party, told me that the G.O.P., in its current incarnation, is “the most open embrace of an anti-democracy movement that we have seen in our country in a very long time.”

Horn quit the Party in December and, until recently, worked with the Lincoln Project,a group of Republicans dedicated to preventing Trump’s reëlection. She added, “This Republican Party cannot win a national election. Everybody will say, ‘But look, Trump brought more people out than they did before.’ Yes, but the opposition brought out even more people.” The Republican Party appears to have decided in the wake of Trump’s defeat that, particularly at the state level, it will pursue tactics, such as gerrymandering and voter suppression, that will enable it to wield power even from a minority position. Since the Civil War, Van Buren’s ideas about the stabilizing effects of partisan competition have held sway in American politics. But it is increasingly reasonable to revisit Washington’s perspective that, under the right circumstances, a party could become antagonistic to the health of democracy.

In the past decade, gerrymandering has taken on renewed prominence, especially as software has become more sophisticated and analytical tools make it easier to predict how individual households will vote. The Brennan Center for Justice reported that the redistricting put into effect after the 2010 census provided the G.O.P. with at least sixteen additional seats in the House of Representatives. In 2013, the Supreme Court’s decision in Shelby County v. Holder eviscerated a key provision of the 1965 Voting Rights Act, and allowed changes to voting laws which, in the name of preventing voter fraud—something that has repeatedly been proved to be a nonexistent problem—made voting more difficult, particularly for minorities. Those laws were overwhelmingly passed in state legislatures controlled by Republicans. (The Brennan Center is tracking more than two hundred and fifty bills, pending in forty-three states, that would restrict voting.) Last Tuesday, the Supreme Court heard oral arguments on an Arizona law that effectively restricts voting access for people of color, in a case that could undermine remaining protections of the Voting Rights Act; the conservative Justices appeared ready to uphold the restrictions.

Michael Steele, the first Black chair of the Republican National Committee, told me that these efforts are a losing strategy. We spoke in mid-January, when the images of the Capitol insurrection were still fresh. Early in our conversation, he pointed to the decades when the Democrats controlled Congress in the middle of the twentieth century as a product of the G.O.P.’s operating as a regional party, based in the Northeast, rather than as a national one. Making inroads in the Southern states was key to the Party’s growing influence, but the modern Party, Steele told me, “is not really prepared for the ways that the country is changing”—including, again, in the South. “Virginia was a blood-red state,” he said. “It was actually sort of the model of Republican strength and political power, by virtue of how the Republicans controlled the state. But what happened? By 2006, that was done. And you could see the trend line heading down 95 into North Carolina, Georgia, bringing it over into the rest of the South.” Referring to the defeat of Trump, followed, in January, by that of the senators David Perdue and Kelly Loeffler, Steele said that the Republicans “lost Georgia not once but three times.”

Steele’s assessment is akin to conclusions that Rockefeller and other moderates drew in the past century. Between 1940 and 1970, about five million African-Americans left the South for industrial centers in Northern and Midwestern states, which were largely Democratic strongholds. The influx changed the political calculus. Black voters had begun abandoning the Republican Party during Franklin Roosevelt’s first term; now their increasing numbers in those cities meant that their concerns would carry more weight with Democrats at the state and municipal levels. “Politically, the Democrats repositioned themselves,” Steele said. That process happened in fits and starts, but the Democrats’ over-all shift toward greater reliance on Black voters and more attention to their concerns opened a breach with the Party’s powerful Southern wing, which Goldwater filled.

Conversely, Republicans have moved further away from emerging groups in the electorate, resurrecting political tactics that are reminiscent of the segregation-era South. “If your base is ninety per cent white, and you’re losing Asian-Americans by two to one, the Black vote by nine to one, and the Hispanics by two to one,” Thomas Patterson told me, “voter suppression becomes the only viable strategic option.” Just since the Senate and Presidential losses in Georgia, the Republican-controlled state legislature has introduced twenty-two proposed laws that would make voting more difficult in that state; the most restrictive would limit absentee voting and early voting on weekends. (Last Wednesday, the House of Representatives passed HR1, a huge reform package that would expand voting rights; no Republicans voted for it.)

Amid the storm of canards about the Presidential vote tally last year, an easily discernible pattern emerged: the Trump Administration contested the results in Milwaukee, Detroit, Philadelphia, and Atlanta—all of them cities with significant Black populations in states that he lost. The Party, Horn told me, has to admit that “we did a terrible thing. We tried to disenfranchise American voters. We targeted minority voters in Georgia and Michigan and Pennsylvania, trying to overturn democracy in America.” Yet a reckoning seems nowhere in the G.O.P.’s near future. The Party offered Donald Trump as its platform, and there’s no indication that this state of affairs has changed since he reluctantly moved out of the White House.

Two weeks ago, attendees at the Conservative Political Action Conference convened in Orlando, to rally the right wing of the Republican Party. When Trump took the stage, on the last day, he was received in a manner typically reserved for politicians who have won an election. Matt Schlapp, the conference organizer, referred to Trump as “the President of the United States.” Trump cycled through the now familiar grievances about cancel culture and bad trade deals and, unsurprisingly, flogged the false tale that his fortunes are the result of election fraud—all to rounds of raucous applause. According to a recent study conducted by the American Enterprise Institute, nearly eighty per cent of Republicans hold favorable views of Trump, and two-thirds of them believe that there was widespread voter fraud in November, despite clear evidence to the contrary. cpac featured sessions that included “Protecting Elections: Part 2: Other Culprits: How Judges & Media Refused to Look at the Evidence,” and “Fraudulent 2020 Elections in South Korea and the United States.”

The idea that the nation would thrive with two parties was contingent upon both of them holding a shared version of reality. It’s also the case that a demographic clearly in the thrall of radicalizing conspiracy theories, and convinced that it stands no chance of exercising its will through electoral politics, will potentially turn to violence as a regular form of expression. The A.E.I. study found that fifty-six per cent of Republicans believe that the use of force may be necessary to save “the traditional American way of life.” The obvious concern should be that January 6th was not a culmination but, rather, a preface to more violence conducted under the same banners.

At cpac, Trump shot down the idea that he would form a separate maga party, making it clear that the G.O.P. will be cast in his likeness for the foreseeable future. “We have the Republican Party,” he told the crowd. There’s also the question of Trumpism’s having intergenerational potential. Observers are wondering what Ivanka Trump’s future looks like, and whether Lara Trump, the former President’s daughter-in-law, will run for the seat of Senator Richard Burr, Republican of North Carolina, when he leaves office, in 2022. (Burr voted to convict Trump in the second impeachment trial.) Jennifer Horn told me, “I maintained this hope that, if we could just beat Donald Trump, then others in the Party would see that as their opportunity to come forward and say, ‘O.K., let’s put that behind us.’ ” She did not anticipate the durability of Trump’s version of Republicanism even after his defeat. “The Party,” she told me, said, “ ‘You may have defeated Trump, but we’re all in for Trumpism. Full steam ahead.’ ” ♦

 

 

 

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