¿Qué regalar a los niños este diciembre?
Acabo de ver en youtube el video navideño de Ikea. Se titula La otra Carta y consiste en un experimento muy sencillo. Primero invitan a unos niños a escribir una carta a los Reyes Magos y a continuación los vemos elaborar las clásicas listas de bicicletas, guitarras, muñecos y algunas peticiones más esotéricas, como un unicornio que vuela (recuerdo una Navidad en que mi hijo le pidió al Niño Jesús un traje de Officeboy). Luego les piden que escriban una carta a sus padres sobre lo que quieren para la Navidad. En la siguiente escena aparecen el papá y la mamá leyendo estas segundas cartas de sus hijos y llorando por las peticiones: “Quiero que pasen más tiempo conmigo”, “Que cenen más con nosotros”, “Que juguemos más”, “Que me hagan más cosquillas”.
Le tengo una cierta desconfianza a Ikea, la única empresa que ha logrado que les pague por ponerme a trabajar armando lo que me han vendido inconcluso. Creo que lo logran no solo porque el mueble resulta más barato, parece que además nos gustan las labores entre hogareñas y masoquistas. Este síndrome tan comerciable es parte del mensaje que Ikea nos vende con este video: el tiempo tiene más valor que cualquier objeto. Dicho de otra manera: no se debe llenar la falta de tiempo con los hijos mediante un exceso de regalos, o, según Ikea: nada mejor que armar una biblioteca en familia.
Desde mi frágil condición —llena de arrepentimiento por todo lo que no hice como padre y ahora quisiera hacer como abuelo—, he estado pensando en la crueldad de someter a un niño a escribir esas dos cartas para luego preguntarle cuál enviarían si pudieran enviar una sola. ¿Cómo podemos lograr unir los regalos y el tiempo en una sola ofrenda? Una posible respuesta sería entregarles a los niños algo que les abra las puertas a un enriquecedor intercambio con sus padres, y hasta con sus abuelos. En resumen: regalarles una verdadera experiencia iniciática.
Ahora les narro algunos ejemplos en orden de aparición:
Una cámara fotográfica. La primera cámara que me regaló mi padre fue una Kodak que ofrecía una sola opción: apretar el obturador. Después de enseñarme a colocar el rollo, me dio una recomendación muy precisa:
— Sólo puedes tomar fotos de día.
Pero yo era impaciente y esa misma noche salí al jardín a retratar las andanzas de mi perro. Pocos días después llegó mi padre con el testimonio de mi pecado y fue mostrándome con expresión lúgubre 36 negativos de una absoluta transparencia. Asimilé la lección, pero sin entenderla. ¿Si las fotos habían sido tomadas de noche, por qué los negativos lucían tan claros?
He debido plantearle a mi padre esa duda e incursionar, bajo su guía, en los secretos de un proceso que está lleno de inversiones y compensaciones. Por ejemplo, en los negativos la luz es lo negro y las sombras lo blanco, una etapa previa a una segunda inversión que genera un positivo, el resultado final fijado en papel fotográfico. Estas transformaciones se llaman revelado, y en verdad ofrecen una serie de cruciales revelaciones.
Cuando recuerdo aquella triste sorpresa ante los negativos vacíos, tiendo a hacerme una serie de preguntas: ¿La creación se inicia en una hoja blanca donde vamos dibujando y resolviendo nuestras oscuras realidades? ¿O en una página negra donde vamos extrayendo nuestros pensamientos oscuros y caóticos hasta llegar a una franca luminosidad? ¿O consiste en un ir y venir entre ambas operaciones de agregación y sustracción?
Los padres pueden ser excelentes compañeros en el proceso de entender que la cámara es una extensión de nuestros ojos. Conocer sus mecanismos nos asoma a la relación entre el espacio, el tiempo, la luminosidad, la sensibilidad y el foco, dimensiones que concurren en nuestra percepción de la realidad. Así nos vamos adentrando en nuestro interior e intuimos que nuestra relativa percepción del mundo se basa en una serie de equilibrios y complejas combinaciones.
Creo que las cámaras analógicas, anteriores a las digitales, tienen ciertas ventajas didácticas. La principal es que nos conducen a la magia de ese revelado que invierte ante nuestros ojos lo que captó el negativo. Cuando yo era niño no había mayor amenaza que ser encerrado en un cuarto oscuro, y resulta que, en ciertas circunstancias, como el pasar una imagen de negativa a positiva, puede ser el mayor de los premios. Dichosos los padres y los hijos que alguna vez han compartido las ciencias y misterios de esta experiencia.
Un microscopio. Hubo una época en que todos los niños pedían un juego de química y se dedicaban a buscar la sustancia más explosiva, o la mancha más indeleble, o el líquido más pestífero. Yo tuve la inmensa suerte de contar con mi tío Leopoldo, entonces estudiante de Medicina. Mi juego incluía un microscopio y mi tío me ayudó a descubrir que la vida tenía otros ámbitos, otras escalas, que están constantemente ante nuestros ojos pero no logramos verlas. La iniciación se dio con la pata de una cucaracha convertida en la tibia y el fémur de un dinosaurio gigante, y luego con una de las finas capas de una cebolla, donde “la mayor contiene una menor y la siguiente a la siguiente”, como dice Wisława Szymborska en el poema que, gracias al experimento con el adorado tío Leopoldo, puedo hoy recordar con autoridad milimétrica.
Lo de la cebolla, eso sí lo entiendo,
el vientre más bello del mundo:
se envuelve a sí mismo en aureolas
para su propia gloria.
En nosotros: grasas, nervios, venas,
secreciones y secretos.
Se nos ha denegado
la idiotez de lo perfecto.
Me volví voraz y logré ver las gruesas y entorchadas guayas de las telarañas, los ojos hipertiroideos de las moscas, bacterias psicodélicas nadando en gelatina de fresa, y hasta un pedazo de pellejo que me arranqué de la mano y coloreé de azul, sacrificando mi cuerpo en aras de la ciencia.
No me fue tan bien con un telescopio que me regalaron en mi primera comunión. Quizás se debió a que no hubo nadie que me iniciara; o soy más aficionado a lo que está muy cerca que a lo que está demasiado lejos. Una luna llena, lo único que llegué a ver con un aparato que tendía a inclinarse como un cisne cansado, me aburrió con sus gélidas muecas. Los únicos planetas y astros celestes que llegué a observar con fruición fueron las nalgas y los senos de una señora bastante mayor que vivía a unas dos cuadras de mi casa.
Una máscara
No hay mejor máscara que la de buceo. Seguimos siendo los mismos, pero vemos y somos vistos como si perteneciéramos a otra realidad. Y tiene, además, otros usos trascendentales, pues aprender a nadar es muy necesario, pero no tan aleccionador como aprender a bucear. Mi primera exploración en el fondo del mar me dio la base para entender un poema de Paul Eluard que vine a leer muchos años después:
Hay otros mundos, pero están en éste.
Hay otras vidas, pero están en ti.
Estar bajo el agua es como visitar esa luna ingrávida de la que solo me importan sus influencias amorosas y neuróticas, pero con la ventaja de que es tan fácil regresar a la tierra. Lástima que no se pueda respirar y las meditaciones a dos metros de profundidad sean tan breves. Por supuesto que están las famosas bombonas de Jaques Costeau que pueden llegar a convertirnos en un submarino de pensamientos literalmente profundos. Pero no pretendo pedirle a un padre que le compre el equipo completo a su hijo; basta con un esnórquel, germanismo que está a punto de ser aprobado por la Real Academia.
Si los periodistas son los surfistas de la historia, y los historiadores se toman su tiempo observando las olas desde la playa, al novelista le toca hundirse en el mar de lo viviente y sacar de vez en cuando, para distraerse, un periscopio que capta cuentos; pero no atmósferas, que son el tema de su verdadero oficio. Será por esto que me siento tan ficticio cuando buceo, tan apartado, ensimismado y, en cierta medida, tan prehistórico.
Comencé buceando con arpón a la caza del mero ideal, hasta el día que bajé sin arma y los peces me aceptaron con una mezcla de curiosidad y amable indiferencia. Me dejé llevar por la corriente y floté hasta una especie de cueva donde vivía la familia Mero. Estaban el papá Mero y la mamá Mero con sus niños en una función, que por la hora y la placidez, ha debido ser la siesta del desayuno. Partiendo de esa imagen me atrevo a proponer que en esta Navidad le compren una máscara a todos los miembros de la familia, y sigan la famosa prédica del padre Peyton: “Familia que bucea unida, permanece unida”.
A los doce años mi hijo Andrés nos sorprendió inscribiéndose en un curso de buceo. Me limité a llevarlo a las clases y acompañarlo el día de su graduación. En los mares de Morrocoy se sumergió rodeado de adultos que le duplicaban y triplicaban la edad. Fue el mejor alumno. He debido acompañarlo hasta el fondo, pero no supe entender que me estaba señalando un camino.
Una carpa. Tuve la buena y la mala suerte de pasar mi infancia en un suburbio de lotes vacíos que tardó en llenarse después de la caída de Pérez Jiménez. Nuestra pandilla vagaba por entre las pocas casas que se construían en Chuao, y fue fácil conseguir tableros abandonados y retorcidas láminas de zinc para construir la sede de un club destartalado, que era apenas una sombra para enanos.
Una vez encontramos en el monte una caja llena de revistas con mujeres desnudas. Alguna esposa las había descubierto, rasgado por la mitad y arrojado en las inmediaciones de nuestra sede. El descubrimiento tenía mucho de tentación satánica por su abundancia e inexplicable dosis de suerte. Como suele suceder con todo tesoro, terminó dividiendo el grupo. Unos lo consideraron un manantial de sacrilegios, otros un regalo divino que no debía desperdiciarse; unos ojeaban llenos de arrepentimientos, otros se masturbaban sin pudor y sin hartarse de aquella oferta inagotable. Al estar las páginas divididas justo en la mitad, se podían lograr infinitas combinaciones, tal como con los “cadáveres exquisitos”, esas figuras que los surrealistas dibujaban entre dos sin saber uno lo que haría el otro.
Una opción más casera son las construcciones con sábanas y cobijas formando una especie de tienda árabe tensada con sillas y guindando de una lámpara. Pero tampoco es una buena opción para un regalo navideño. El ideal es la carpa, que tiene sentido hasta armada dentro de un apartamento.
Cuando mi padre me regaló una carpa, él estaba incluido en el paquete, pues insistió en que era de tamaño familiar. De hecho la inauguramos juntos, solos él y yo, en un paseo a los Canales de Río Chico. Navegamos por los canales todo el día y acampamos en una playa. En la noche asamos unas salchichas de la Colonia Tovar, pero de algún Tovar irresponsable que llenó los embutidos con explosivos que se meteorizaron a lo largo de la noche en un fiero concierto de flatulencias. Al principio me sentí capaz de competir en igualdad de condiciones, pero pronto fui arrollado y tuve que salir a una noche fría y llena de zancudos. Mi padre tenía sin duda más fuelle y experiencia, y la ventaja de estar dormido, o hacer como si lo estuviera. O quizás, honrando el espíritu del refrán: “A nadie le parece su hijo feo ni le huele su peo”, creería que los míos eran también suyos y los aceptaba con la tolerancia de lo inevitable, pues en las carpas se pierde el sentido territorial y las pertenencias se confunden.
En futuras gestas con el Centro Excursionista Loyola comprendí que esa ceremonia digestiva es parte indispensable del ritual nocturno, y supe comportarme a la altura de un hombre tenaz, gracias a aquel primer paseo con mi héroe en una jornada mitológica que solo los dioses pueden regalar y aún me conduce.
Una pelota. La pelota de béisbol es mucho más peligrosa que la de fútbol o la de básquet. Hay que ver el culillo que sienten los principiantes cuando se juega arreado. También es la más bella, exponiendo sus legibles costuras rojas y su blancura pura y epidérmica, capaz de mostrar cada roce con la arcilla, el césped o el bate.
Toda pelota es un regalo que invita a la participación, pues tiene poco sentido para un niño sin compañía. En el caso del béisbol es muy recomendable que sus primeros intercambios con esa bola tan dura y vertiginosa sean con el padre, quien sabrá acompañarlo con paciencia mientras se va haciendo cada vez más diestro y valiente.
Picharse equivale a conversar. Aún en silencio se dicen muchas cosas con los movimientos del cuerpo, con la velocidad del lanzamiento, con la soltura o tensión al atajar y al lanzar.
Aquí debo aprovechar la ocasión para pedir excusa por hablar más de niños que de niñas —la razón es obvia cuando mi punto de partida es mi propia infancia—, y, de paso, quiero asegurarles que la sesión de picheo entre un padre y una hija, o una madre y un hijo, o un hermano y una hermana, puede abrir compuertas y liberaciones muy estimulantes. No se lo pierdan.
Otra cualidad que he encontrado en estas sesiones es cómo se van manifestando claramente las cuatro etapas del conocimiento. En la primera, el niño o la niña jamás antes ha lanzado una pelota, y es inconsciente de lo que no sabe. En la segunda, comienza a lanzarla y se hace consciente de lo que no sabe. Poco a poco va a aprendiendo y entonces es consciente de lo que sabe. Un buen día lo hace sin pensar y alcanza el absoluto placer de jugar sin estar consciente de todo lo que ha aprendido.
Pude observar este último paso gracias a mi nieto Bernardo, quien unas veces lanzaba la bola duro y directo a mi pecho y otras veces fallaba por dos metros. Hasta que le dije con la debida gentileza:
— Lanza sin pensar… ¡Suéltate!
Y se dio el cambio. En ese momento recordé una tarde que estaba con mi primo Luis Gerónimo tumbando mangos maduros con mangos verdes. Luis no fallaba y yo jamás acertaba, hasta que el dueño de aquella puntería prodigiosa me dijo sin deseos de ofenderme:
— Lanza con los ojos cerrados… deja que la suerte te ayude.
El póker. Coloco de último este económico regalo que solo requiere de un paquete de cartas y unas fichas de colores, porque es el intercambio más reciente que he sostenido con mis nietos.
En el siglo XIII, Alfonso el Sabio, rey de España, escribió un tratado llamado El Libro de los juegos. Comienza con esta anécdota: Un rey de la India citó a sus sabios para preguntarles sobre la esencia de los hechos y las cosas. Uno opinó que era la razón, otro que el azar y el tercero que el equilibrar ambas cosas mediante la cordura. El rey no entendía conceptos tan breves y etéreos y exigió a cada sabio un modelo que aclarara su propuesta. Regresaron después de un año. El primero demostraba las posibilidades de la razón con un juego llamado ajedrez. El segundo reveló el inexorable azar con dos dados. Y el tercero ejemplificó el devenir que la cordura intenta aprovechar mediante unas tablas que hoy llamamos Back-Gammon.
Yo creo que al Rey Sabio le faltó incluir el póker, un juego que además de integrar el azar y la razón, aporta el “bluff”, una palabra que es mejor aceptarla tal como suena en nuestro idioma que intentar traducirla con verbos como “fanfarronear”, “engañar” o “farolear”. Algún purista dirá que es inmoral enseñarle a los hijos el arte de mentir, pero en el póker jamás se miente, se hace creer. Y esa es la gran enseñanza de este juego: quien nos engaña no necesariamente lo hace a través de la mentira, también puede hacerlo con una seriedad avasallante, imponente, presidencial. Ya lo decía mi padre: “Los únicos políticos serios son los que nunca se ríen”.
En nuestras sesiones con frijoles en vez de fichas, he visto a los niños aprender a controlar las emociones, a respetar los turnos, calcular los riesgos, conocer las reglas, observar a sus contrincantes, saber perder, comprender que lo importante no es ganar, sino pasarla bien. Ya lo decía alguien alguna vez:
— A mi me gusta perder en Póker.
— ¿Y ganar?
— ¡Ah! ¡Ganar me fascina!
Aquí termina una lista que en el próximo diciembre será otra. Mi último consejo es que, hagan lo que hagan, no le regalen a sus hijos un celular, esos aparatos que acercan a los que están lejos y alejan a los están cerca.
Y por último: ¡Feliz Navidad!