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¿Qué te ha pasado, Europa?

1467803698_217589_1468334095_noticia_normal_recorte1La pérdida del sentido de patriotismo y la atención exclusiva a los derechos sin tener en cuenta los deberes explican que la Unión Europea no se entienda hoy como una comunidad de destino y que, en algunos casos, se perciba como una amenaza

Santidad, quería intentar contestar, con humildad, a Su pregunta tan sencilla, tan directa, tan de Francisco: “¿Que te ha pasado, Europa?”

Ambos pertenecemos a tradiciones antiguas. Su tradición, Cristiana, de 2.000 años de antigüedad; mi tradición, Judía, de casi 5.000. Estamos acostumbrados a buscar explicaciones sobre la condición humana a través de largos procesos. De este modo, la respuesta que quería ofrecer a Su pregunta se encuentra en una evolución que comenzó como reacción a la Segunda Guerra Mundial y que ha madurado solo en los últimos años.

El primer proceso fue, por razones del todo comprensibles, la desaparición de nuestro vocabulario psicológico y político de la palabra patriotismo. Se debió al abuso de esta palabra por los regímenes fascistas durante su dominio, y también en algunos países después. La guerra había convertido esta palabra en una palabrota. Y en cierta manera está bien que fuera así. Pero, al mismo tiempo, pagamos también un precio alto por el exilio de esta palabra —y del sentimiento que podría significar— en nuestro discurso social y político. Porque el patriotismo tiene aún una versión noble: una disciplina de amor, el deber de cuidar a la patria y su sociedad, de aceptar nuestra responsabilidad cívica respecto del otro, el vecino, la comunidad. En realidad, el patriotismo verdadero es lo contrario del fascismo: “Nosotros no pertenecemos al Estado: es el Estado el que nos pertenece”. Este tipo del patriotismo es una parte integral y esencial de la versión republicana de la democracia. Puede que pensemos que en la actualidad vivimos en regímenes de inspiración republicana. Hablamos de la república francesa o la república italiana. Y también los reinos, españoles o inglés, reclaman cierto espíritu republicano. Pero la realidad es muy diferente. Nuestras democracias no son más en ningún manera republicanas. Existe el Estado, el gobierno, y enfrente, nosotros.

Somos como accionistas de una sociedad. Si la dirección de esta sociedad, llamada la república o el reino, no produce dividendos políticos, sobre todo materiales, cambiamos de directivos en un junta de accionistas llamada ‘elecciones’. Frente a cualquier cosa que no funciona en el espacio público (y a veces en el espacio privado también) nos volvemos a nuestros dirigentes como si estuviésemos en una empresa privada —¡hemos pagado (los impuestos) y ved, qué servicio pésimo dan! Es siempre el estado, el servicio público —ellos— el responsable. Nunca nosotros. La idea que ellos son nosotros ha desaparecido. Es una democracia clientelar, que no solo nos desresponsabiliza frente a nuestra sociedad y nuestra patria, sino que nos desresponsabiliza de nuestra misma condición humana.

El segundo proceso nació también como reacción a la Segunda Guerra Mundial. Hemos aceptado tanto en el nivel nacional como en el nivel internacional una obligación seria e irreversible de proteger los derechos fundamentales del individuo, también contra una posible tiranía de una mayoría democrática. En general, nuestro vocabulario político-jurídico se ha convertido en un discurso de derechos del individuo. Es un acervo precioso que debemos custodiar siempre, para qué no repitamos nuestro pasado oscuro. Pero, también aquí pagamos un precio; más bien, dos precios elevados. Está claro que el discurso de los derechos pone al individuo en el centro de nuestro mundo social y político. Pero, casi sin tenerlo en cuenta, al poner a estos individuos en el centro se les convierte en unos individuos autocentrados con consecuencias sociales notables.

El segundo efecto de la cultura de derechos, como cultura general y como contenido, es que genera un patrimonio que compartimos todos los ciudadanos europeos. Sin embargo la noción de dignidad humana contiene dos aspectos. De una parte, significa una igualdad básica: estamos unidos como seres humanos en esta dignidad compartida. Pero al mismo tiempo, reconocer la dignidad humana significa también aceptar que cada uno de nosotros es un universo entero, distinto y único, diferente de cualquier otra persona. La dominación de la cultura de derechos, que nos une, tiene un efecto de aplastamiento individual y colectivo contra el cual cabe rebelarse.

El tercer proceso es la secularización. Permitidme ser claro: no lo digo como un reclamo evangélico. No juzgo una persona por su fe o por su falta de fe. La importancia de la secularización está en el hecho que una voz universal que ponía el acento sobre los deberes y no los derechos, sobre la responsabilidad personal sobre la vida personal y colectiva y no apelando de forma instintiva a las estructuras públicas, esta voz está casi desaparecida del espacio comunal. Este proceso empezó con la Segunda Guerra Mundial. Quien de nosotros al mirar la foto de millones de zapatos de niños masacrados en Auschwitz no se ha hecho la pregunta “¿Dios mío, donde estabas?”

Se necesitaban décadas para que estos tres procesos de maduración produjesen sus “uvas silvestres” (Isaías, 5:2). El impacto actual está en todas partes, y naturalmente también en nuestra actitud frente a la Unión Europea.

Al superar sus objetivos económicos, la Unión fue concebida como comunidad de destino. Nuestro destino, como europeos, está determinado por nuestra historia, vergonzosa y noble, por nuestra herencia de valores éticos, por nuestra proximidad geográfica y cultural y, sobre todo, por nuestra interdependencia de hecho, que necesitaba una responsabilidad mutua y una solidaridad que va más allá de las relaciones internacionales normales.

¿Y la Europa de hoy?

La Unión se ha convertido en algo muy diferente. En primer lugar, es percibida en muchos países como una amenaza a la identidad nacional. Seguramente algunas locuras de Bruselas alimentan esta percepción. Pero son marginales. Si Europa da la impresión de amenazar nuestra identidad nacional es porque hemos perdido la capacidad de valorar nuestra propia especificidad cultural y política con orgullo sereno. Digo más. Una Europa vibrante necesita sociedades nacionales igual de vibrantes.

Pero hay algo peor. Europa se ha convertido en una Unión de conveniencia, de cálculo de ventajas y desventajas. La solidaridad existe en periodos de prosperidad, cuando no es puesta a la prueba, pero desaparece en periodos de necesidad. Una Unión de derechos, nunca de deberes.

Parece, Santidad, que no hay esperanza para nuestra Europa. Yo no pierdo la esperanza porque, lo queramos o no, somos en Europa comunidad de destino. Lo que hagamos en cada uno de nuestros países tiene consecuencias en los otros. La única cuestión es cuál será ese destino. Y eso depende de nosotros. Para bien o para mal, no podemos no llamarnos europeos.

Joseph H. H. Weiler es presidente del Instituto Universitario Europeo en Florencia.

Un comentario

  1. Caramba, qué sencilla y densa respuesta. Desborda la pregunta que, por cierto, pasará por piadosa y/o pródiga pero es retórica y un poco tonta.
    Muy buen escrito.

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