Quebec, la ley y la claridad
Las diferencias del caso quebequés y Cataluña
En su creciente extravío a la hora de afrontar el desafío secesionista en Cataluña, el presidente del Gobierno ha dado un paso más. Se ha ido a Quebec para darlo y al tiempo que pedía “empatía” hacia el secesionismo catalán –a propósito de las declaraciones en que la delegada del Gobierno en Cataluña abogaba por el indulto a los golpistas–, elogiaba sin reservas la forma en que el caso Quebec había demostrado que “desde la política se pueden dar soluciones a una crisis secesionista”. Esa supuesta solución fue en 1995 el referéndum de secesión que se celebró en la Provincia canadiense de acuerdo con lo establecido en la llamada ‘Ley de la Claridad’ y el dictamen previo del Tribunal Supremo federal sobre las condiciones en la que sería admisible la secesión de un territorio de la Federación.
No podrá alegar Pedro Sánchez que sus palabras han sido sacadas de contexto. Más aún, si se sitúan en su contexto –que incluyó el reconocimiento como referéndum de las votaciones del 1 de octubre del año pasado– el elogio del presidente del Gobierno a lo que terminó en un referéndum de secesión resulta todavía más inquietante. Pero que sea inquietante no es incompatible con que la admiración de Pedro Sánchez por el proceso de secesión felizmente fallido en Canadá resulte un episodio político de desoladora confusión, en el mejor de los casos. La ‘Ley de la Claridad’ fue un logro destacado de los federalistas canadienses que ha afirmado la autoridad de la Federación para establecer las condiciones en las que sería posible contemplar la secesión de un territorio; condiciones entre las que una consulta que resultara favorable a la secesión tampoco supondría la separación inmediata del territorio, sino únicamente el deber del gobierno federal de negociar de buena fe los términos en que eventualmente esa separación podría producirse. Pero las previsiones de la ‘Ley de la Claridad’ se establecen para un Estado –Canadá– que se reconoce divisible. Y esta diferencia, que es sustancial, ha hecho que sea precisamente Stéphane Dion, padre de la misma y arquitecto político del proceso, el que una y otra vez haya negado que este fuera aplicable a España.
Como Dion ha visitado varias veces nuestro país, ha dejado testimonio inequívoco de que comprende mucho mejor que el propio presidente del Gobierno lo que significa la unidad nacional de España y las bases constitucionales de nuestro Estado democrático. El 22 de julio de 2017, hace poco más de un año, Dion, en una entrevista concedida a El País afirmó con rotundidad que “si en la Constitución de Canadá hubiera habido algo como el artículo 2 de la española [que declara la indisoluble unidad de la Nación], hubiéramos alegado que habría que respetar la Constitución. Y si se quiere cambiar la Constitución hay todo un proceso para hacerlo”. En una ocasión anterior (El Mundo, 10 de marzo de 2014), Dion ya había alertado frente a las falsas analogías: “Ninguna norma internacional dice que el artículo 2 [de la Constitución española] no es válido. La mayoría de países se consideran indivisibles: Estados Unidos, Francia, Italia (…). Canadá es divisible, pero Canadá es la excepción. No hay obligación internacional para otros países de hacer lo mismo que Canadá o Reino Unido”.
Dion, quebequés él mismo, es un federalista convencido, defensor de la unidad canadiense que además de los argumentos constitucionales –por si fueran pocos o menores– explicaba la cuestión central que la secesión plantea desde un punto de vista cívico: “Nunca planteamos la cuestión como un enfrentamiento entre Canadá y Quebec. Dijimos que todos éramos canadienses y que no podíamos privar a un cuarto de la población de Canadá de su derecho a seguir siendo canadiense. Los quebequeses somos tan canadienses como los de Ontario y los de Manitoba. Todos tenemos derecho a serlo y protegeremos siempre ese derecho”.
Finalmente, preguntado por el federalismo como un modelo útil para encauzar movimientos separatistas, Dion respondió: “Puede ser un remedio en algunos países. Pero frente a los separatismos nacionalistas hay poco que hacer. No sirve de nada ofrecerles 10, porque entonces quieren 20, y después 50, y después 100. Lo que quieren es su propia bandera, su propio asiento en Naciones Unidas. No es que no tengan suficientes poderes o universidades, es una cuestión de identidad”.
En 1980 se celebró el primer referéndum de secesión en Quebec. Ganaron los federalistas por un estrecho margen. Como los secesionistas habían perdido, no tardaron en reclamar otro referéndum que se celebró en 1995 y que también perdieron. El nacionalismo separatista, en horas bajas en Quebec, vuelve a pedir otro referéndum que se reserva el derecho de plantear cuando los números les sean favorables, pero que ya ha advertido que se negarán a celebrar bajo las prescripciones de la “Ley de la Claridad”. Por eso, en el razonamiento del presidente del Gobierno hay mucho que se pierde en su negligente traducción del caso quebequés. La política puede dar soluciones, sí, pero todas ellas pasan por la ley y ninguna se sitúa al margen de esta.