¿Quién anda ahí?
La casa para pájaros llevaba más de un año colgada en el muro de la ventana que da al sur. Había perdido la esperanza de convertirme en la casera de una familia de forasteros. Pero este sábado, a las 6:40 de la mañana, escuché algo. Se escuchaba cerca, muy cerca. Salí de la cama de un salto y, con un pie, me llevé por delante la mesa de noche con la lámpara y los libros que tenía encima. Cuando abrí la ventana, me di un tungazo en la frente con la manilla. Subí la cinta de la persiana lentamente. Ahí estaban: dos espléndidos gorriones. Después de darles la bienvenida a su palacete de madera de sauce y ratán, y de ofrecerles mis disculpas por la bulla, me despedí con una reverencia japonesa. Cerré la ventana despacio y me acordé de Thoreau cuando decía que, por la falta de mástiles en los bosques, las palomas que visitaban Nueva Inglaterra eran cada vez menos. “Y lo mismo parece ocurrir con los pensamientos –advertía–. Año tras año, visitan cada vez menos al hombre que envejece, pues la arboleda de nuestra mente se echó a perder”. Imaginé mi mente huérfana de pensamientos, y la ciudad sin un solo árbol en el que los pájaros pudieran anidar. ¡Cuánta desolación!
No me entusiasmaba la idea de salir a observar pájaros. Me considero una persona impaciente. Puedo permanecer quieta largo rato contemplando un paisaje, las nubes o un cuadro. Pero no es lo mismo que esperar a que algo ocurra con la expectativa de que así sea. El primer día que fui con dos amigos al Parque Natural de los Aiguamolls del Empordà, me impresionó que supieran identificar los pájaros solo por su canto. Habían dedicado horas a la escucha atenta. “Esta gente ha cultivado el temple necesario para librarse de la agitación del mundo”, pensaba mientras los seguía por senderos húmedos sin decir ni “mu”. Consiguen apartarse de esa sinfonía loca que se reproduce a un ritmo acelerado, que no cesa ni un minuto y que nos exige estar pendientes de opiniones ajenas, notificaciones y titulares, ignorando casi por completo todo lo demás.
Querido Thoreau: creo que lo que ahuyenta los pensamientos no es la vejez, sino la falta de silencio. Al sumergirnos en esa ruidosa feria de estímulos que nos convoca a diario, dejamos de escuchar nuestra propia voz para experimentar otro modo de sordera. En su autobiografía, Sordera: un informe personal, el poeta David Wright dice que en algunos momentos de su vida tenía que hacer un esfuerzo consciente para recordar que a su alrededor no había “nada que oír”. Se refería a los movimientos inaudibles: el vuelo de un pájaro, o peces deslizándose en el agua de un acuario. “Cada especie crea una «música visual» diferente, desde la lánguida melancolía de las gaviotas hasta el staccato de los gorriones”. Donde otros hubieran dicho que no había nada que oír, Wright, que era sordo desde los siete años por culpa de la escarlatina, podía escuchar la música del silencio. Había interiorizado la diferencia entre oír y escuchar apasionadamente.
Un artículo de la Sociedad Española de Ornitología explica que el canto de los gorriones está compuesto por un repertorio de reclamos simples: “Chipchip, o chirr-r-r-r”. Parece que la cosa se enreda cuando están en celo: “Chipchiu- chuurp-chelp…”. El talento desarrollado por Wright para ver como si escuchara, captando las ondas de la música visual, pone en evidencia mi pereza auditiva. No creo, por mucho que me lo parezca, que el gorjeo de mis nuevos vecinos siempre suene igual. Los miro y siento que su cercanía podría cambiarme de un modo que no he descubierto todavía. Averiguarlo dependerá de mi pericia para lidiar con las distracciones y enfocar mi atención en aquello que deseo conocer. La manera en que percibimos el mundo, a través de los sentidos, puede ampliar o disminuir nuestra capacidad para apreciar que alrededor de la gran burbuja humana palpitan y cantan múltiples formas de vida.