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¿Quién gana y quién pierde en el acuerdo parcial sobre Venezuela?

El gobierno y la oposición venezolanos suscribieron hace unos días un acuerdo parcial, fruto de las negociaciones que han entablado en México. Este texto examina cuánto hay de cambio y cuánto de continuidad con respecto a negociaciones anteriores.

A finales de noviembre tuvo lugar en la Ciudad de México una nueva ronda de negociaciones entre el gobierno de Nicolás Maduro y la oposición venezolana. O para ser más precisos: se realizó un acto formal para dar a conocer que las partes habían llegado a un acuerdo, el Segundo Acuerdo Parcial para la Protección Social del Pueblo Venezolano, luego de más de un año sin que se registraran mayores novedades sobre el proceso. El documento suscrito por las partes ha sido recibido con loas y cuestionamientos, dadas las múltiples pasiones e intereses que giran en torno a la terrible realidad venezolana.

En medio de este revuelo mediático, ¿qué cabe decir sobre esta noticia? Y sobre todo, ¿qué podemos esperar? Conviene que cualquier consideración comience por reparar en el contexto, para poder ponderar así cuánto hay de cambio y cuánto de continuidad con respecto al pasado más reciente, que no anima precisamente al optimismo.

El “Proceso de México” es el sexto mecanismo de diálogo y negociación con facilitación foránea que ha sido desarrollado en Venezuela durante las últimas dos décadas. Esta circunstancia permite hacerse una idea de la complejidad inherente al caso venezolano, que por alguna razón ha ameritado semejante participación externa. El primero de estos mecanismos, la Mesa de Negociación y Acuerdos de 2002-2003, tuvo por facilitadores principales al secretario general de la OEA –por aquel entonces César Gaviria– y al Centro Carter, y aconteció durante el período presidencial de Hugo Chávez, quien gobernó al país durante 14 años; los cinco restantes se han desarrollado durante los ya casi 10 años en los que Nicolás Maduro ha regido a Venezuela.

Hasta ahora, solo las negociaciones de 2002-2003 habían conducido a acuerdos formales de alguna entidad, lo cual explica el escepticismo de la  población venezolana ante estos mecanismos. Por ende, el acuerdo anunciado el pasado mes de noviembre implica una novedad importante. Si en 2003 se acordó que la crisis política debía canalizarse a través del referéndum revocatorio que contemplaba la Constitución, en esta ocasión se ha acordado la repatriación de varios miles de millones de dólares para que sean gastados en programas sociales, bajo la supervisión de la Organización de las Naciones Unidas en Venezuela. Esos fondos, vinculados a diversos activos que el Estado venezolano mantiene en el extranjero, han permanecido hasta ahora inmovilizados como consecuencia de las sanciones que Estados Unidos, Canadá y varios países europeos han impuesto al gobierno de Nicolás Maduro y a sus funcionarios por sus violaciones a los derechos humanos.

Probablemente no es fruto de la casualidad que tanto el proceso de 2002-2003 como el actual en México sean los únicos que hayan logrado conducir a acuerdos, ya que tanto en la Mesa de Negociación y Acuerdos de hace 20 años como en el actual Proceso de México la facilitación ha corrido a cargo del Reino de Noruega, por lo que se ha contado con una preparación más metódica de las negociaciones y con un mayor involucramiento internacional, disponiéndose así de una facilitación realmente profesional y cumpliendo con las etapas que dictan los cánones.

Ahora bien, mientras que con los Acuerdos de Mayo de 2003 se dieron por concluidas las negociaciones de aquel año, el acuerdo recientemente anunciado en la capital mexicana es apenas un primer paso dentro de los siete puntos contemplados en un Memorándum de Entendimiento que, en su mayor parte, está aún por desarrollar. Cabe destacar también que de los seis mecanismos que han tenido lugar en las últimas dos décadas en Venezuela, el Proceso de México es el que más se ha prolongado en el tiempo. Durante el último año, las conversaciones entre las partes fueron singularmente lentas y se produjeron en estricto sigilo, ya que el gobierno de Maduro –la parte menos interesada en un acuerdo negociado– se levantó de la mesa mexicana en octubre de 2021, en protesta porque Álex Saab, presunto testaferro del presidente venezolano, fuera deportado desde Cabo Verde a Estados Unidos.

La continuidad del Proceso de México tras un año sin avances visibles permite inferir que, a pesar de las negativas reiteradas del régimen autoritario de Nicolás Maduro, varios de los actores involucrados observan en la posibilidad de un acuerdo negociado su mejor opción para saldar la conflictiva situación actual de Venezuela.

Esta situación dista considerablemente de la que privaba hace tres o cuatro años, cuando la oposición optó por desconocer los resultados de la –a todas luces– fraudulenta elección presidencial de mayo de 2018, declarar desde la Asamblea Nacional la falta absoluta del presidente constitucional y designar al diputado Juan Guaidó como presidente interino. La medida, que contó con el respaldo de casi 60 gobiernos en todo el mundo –la mayor parte de las democracias occidentales, cabe destacar–, no fue acompañada del reconocimiento del alto mando militar venezolano, con lo que finalmente se quedó en una movida polémica y ruinosa que incrementó la ya notable asimetría de poder entre un gobierno autocrático y represivo, por un lado, y una oposición fragmentada y perseguida, por el otro.

Esa asimetría de poder –que lógicamente está haciendo valer la delegación oficialista en las negociaciones de México para imponer el ritmo y el talante de los diálogos y acuerdos– se vio incrementada durante los últimos tres años, con dos circunstancias imprevistas: la pandemia del covid-19 y la guerra en Ucrania. Si la primera le permitió al régimen de Maduro conjurar por dos años cualquier posibilidad de protesta popular, la segunda ha propiciado un giro radical en la posición del principal valedor de la oposición venezolana: el gobierno estadounidense.

La administración Biden, que de por sí no se encontraba para nada cómoda con el modo en que Trump abordó la “cuestión venezolana”, y que de entrada prefería algún tipo de normalización de las relaciones con Maduro, ha encontrado en el conflicto con Rusia un incentivo adicional para flexibilizar progresivamente su postura, facilitar un levantamiento gradual de las sanciones y rebajar su respaldo al gobierno interino encabezado por Juan Guaidó, el cual, por lo demás, ni siquiera figura como tal en el Proceso de México, donde sus representantes se presentan como miembros de la “Plataforma Unitaria”.

Apenas puede disimularse el modo en que influye sobre la posición de la Casa Blanca el lobby de actores como Chevron, la única compañía petrolera estadounidense que mantenía operaciones en Venezuela tras el giro geopolítico impulsado por Chávez. De manera simultánea a la firma del acuerdo en México, Chevron obtuvo la licencia para volver a operar por seis meses en Venezuela. En teoría, dicha licencia le exime de pagar regalías al Estado venezolano, pero la posibilidad de cobrarse de este modo lo que este le adeuda es una opción envidiada por otras petroleras en situación similar.

Quizás ello explique por qué de repente vimos al presidente Macron dándole la mano a Maduro: ¿un intento de última hora de obtener un status similar para las petroleras europeas? De ser así, es probable que la reciente renovación de las sanciones individuales que la Unión Europea impone a diversos funcionarios del chavismo haya impedido que la gracia concedida a Chevron se extendiera a empresas como Total, ENI o Repsol. Por lo pronto, Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, se ha encargado de afirmar que las sanciones de la UE a Venezuela se “acomodarán” a la dinámica del diálogo en México.

En definitiva, el chavismo ha logrado que los primeros acuerdos de México giren en torno a sus intereses principales: repatriación de activos y levantamiento de sanciones. Avanza así en el desmontaje progresivo del gobierno interino, vendiéndose además ante la opinión pública venezolana como el actor que ha resistido las sanciones foráneas y rescatado esos fondos de las garras del imperialismo y la oposición. Los estadounidenses, convertidos en parte negociadora, logran que su compañía petrolera satisfaga su reclamo principal y que aporte más petróleo a su mercado interno. La población venezolana, a falta de conocer la letra pequeña de los acuerdos, cruza los dedos con la esperanza de que el dinero repatriado efectivamente redunde en su beneficio. Las Naciones Unidas cobrarían un porcentaje al velar por la correcta administración de los fondos. Y a la oposición venezolana, por su parte, le toca aguardar a que los demás puntos de la agenda, tales como la liberación de presos políticos, la reparación de las víctimas de la represión estatal y la negociación de condiciones para realizar verdaderas elecciones, sean abordados más pronto que tarde. A fin de cuentas, el desarrollo y resultado de una negociación no es más que una demostración de la correlación del poder realmente existente entre las partes involucradas.

 

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Miguel Ángel Martínez Meucci:

Caracas, 1976. Doctor en Conflicto Político y Procesos de Pacificación (Universidad Complutense de Madrid). Licenciado y Magister en Ciencias Políticas (universidades Central de Venezuela y Simón Bolívar, respectivamente). Ha sido profesor investigador en Venezuela en las universidades Metropolitana, Católica Andrés Bello y Simón Bolívar (donde fue Coordinador -2012-2015- del Doctorado y el Magister en Ciencia Política), y en Chile, en la Universidad Austral de Chile. Miembro de la directiva del Observatorio Hannah Arendt, del Comité Académico de Cedice y del Comité Ejecutivo de la Sección Venezolana de LASA.

 

 

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