¿Quieres ser feliz? Entonces no seas abogado
Puede que a pocos sorprenda que los abogados sean las personas más infelices del planeta, al menos en lo que se refiere a su trabajo. Así lo afirman los propios abogados y es la conclusión de un reciente análisis realizado por The Washington Post de los datos sobre los trabajadores más felices y más infelices de Estados Unidos.
El malestar de los abogados se atribuye a los altos niveles de estrés y a la falta de «sentido» de su trabajo. Esto no significa que a todos los abogados les disguste su trabajo, pero los datos no mienten (aunque algunos abogados a veces lo hagan). Debo mencionar que un número significativo de miembros de mi familia han sido y son abogados.
Este análisis fue realizado por Andrew Van Dam, quien, hablando de empleo con sentido, profundiza en vastos bancos de datos para responder a preguntas planteadas por los lectores. En este caso, examinó miles de diarios de la Encuesta sobre el Uso del Tiempo en Estados Unidos de la Oficina de Estadísticas Laborales para averiguar quién es feliz y quién no.
Tras todos estos datos hay quizá una pregunta más importante: ¿Qué es la felicidad?
Cuando era adolescente, le pregunté a mi padre, que era abogado, si era feliz. Frunció los labios, pensó un momento y luego dijo: «Para algunas personas, la felicidad es la ausencia de estrés». Supuse que se refería a sí mismo. También dijo en otra conversación que le gustaba el estrés, de lo que deduje que la vida es a menudo contradictoria. No obstante, su respuesta coincidía con los resultados de la encuesta: cuanto menos estrés, más felicidad.
Entonces, ¿quiénes son los diablos felices que aman su trabajo? Traigan el sobre con los resultados, por favor. Y los ganadores son: leñadores, guardabosques y agricultores.
El denominador común entre los tres es obvio. Todos trabajan principalmente al aire libre, en solitario, en comunión con la naturaleza, lejos del estrés de la oficina y el papeleo. Los agricultores viven íntimamente con la tierra, labrando y oliendo el suelo, plantando, cuidando y cosechando los cultivos, y terminando cada día con la satisfacción de haber logrado algo significativo. Alimentan al mundo.
Del mismo modo, los guardabosques supervisan las tierras boscosas con la vista puesta en la conservación. Trabajan para mantener los ecosistemas y mitigar el cambio climático al mismo tiempo. Según el Departamento de Agricultura, un solo árbol de 9 metros puede almacenar cientos de kilos de dióxido de carbono a lo largo de su vida, e incluso después si se utiliza para construir viviendas o muebles.
Los leñadores, abrazadores de árboles por excelencia, talan árboles para fabricar viviendas, muebles y otros productos de consumo. También son responsables en parte de la deforestación, hay que decirlo, pero también disfrutan de su trabajo y aparentemente sufren poco estrés.
Lo que no aparece en el análisis son las razones metafísicas por las que estos trabajadores son felices. Yo diría que es porque pasan su tiempo cerca de la naturaleza. Según mi experiencia, vivir en sintonía con los ciclos y las estaciones de la Tierra -y no me refiero a comprar ropa de abrigo por Internet- tiene un efecto saludable en el cuerpo, la mente y el alma. Por eso los monjes tibetanos construyen monasterios en cimas remotas. Henry David Thoreau vivió solo durante dos años en una pequeña cabaña que construyó con vistas a Walden Pond. Y muchas personas encuentran un sentido renovado de sí mismas y de su propósito a través de programas en la naturaleza como Outward Bound y la National Outdoor Leadership School. La naturaleza hace maravillas.
Los habitantes de las ciudades pueden decir que experimentan la naturaleza de forma urbana, quizá pasando un día en un parque. O, de vacaciones, observando el flujo y reflujo de océanos, ríos y lagos. Para ver la vida salvaje, pueden ir a un zoo. Pero estas adaptaciones de espectador eluden lo esencial: una cosa es observar el mundo natural y otra muy distinta formar parte de él.
A la mayoría de la gente le basta con observar. En la actualidad, el 83% de los estadounidenses vive en zonas urbanas. Según el Banco Mundial, el 56% de la población mundial, es decir, 4.400 millones de personas, vive en ciudades. En 2050, 7 de cada 10 humanos cambiarán el zumbido de la naturaleza por las arias de la ciudad.
Las razones de esta tendencia migratoria son obvias y sensatas: trabajo, ocio, restaurantes, teatro, compras y todas las demás maravillas que sólo pueden ofrecer las ciudades. Pero los inconvenientes no son insignificantes: las aglomeraciones, el tráfico, el ruido, la contaminación y la pérdida de espacio físico son agresiones a los sentidos. A veces olvidamos que los seres humanos también somos animales, y es entonces cuando nos metemos en problemas. No es de extrañar que tantos niños y adultos se mediquen contra la ansiedad.
En un plano más mundano, la atracción de la ciudad agrava la brecha urbano-rural y seguramente promete una polarización política aún mayor. Las cuestiones que preocupan a los habitantes de la ciudad y a los del campo son tan diferentes entre sí como los abogados y los leñadores.
Dado que uno de esos grupos es más feliz que el otro, no puedo evitar preguntarme qué presagia para nuestra humanidad el éxodo de los hábitats rurales a los laberintos urbanos.
Lo que sí sé es que cuando estoy sola en el bosque donde vivo actualmente, vigilando a los halcones y atenta a la brisa, estoy tranquila y sin sobresaltos. Claro, disfruto de la vida urbana como cualquiera y hago frecuentes incursiones, de las que, estresada por el tráfico y por demasiada gente, me retiro feliz al bosque. En cuanto acabe esta columna, voy a cortar leña, plantar árboles y patatas y, probablemente, a evolucionar hacia una forma de vida superior. Nos vemos en la cima de la montaña.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The Washington Post
Want to be happy? Then don’t be a lawyer.
It might surprise few that lawyers are the unhappiest people on the planet, at least when it comes to their jobs. This is according to lawyers themselves and is the conclusion of a recent analysis by The Post of data on America’s happiest and unhappiest workers.
Chalk up lawyers’ malaise to high levels of stress and a lack of “meaningfulness” in their work. This doesn’t mean all lawyers dislike their jobs, but data doesn’t lie (even if some lawyers sometimes do). I should mention that a significant number of my family members have been and are attorneys.
This analysis was done by Andrew Van Dam, who, speaking of meaningful employment, delves into vast databanks to answer questions posed by readers. In this case, he examined thousands of journals from the Bureau of Labor Statistics’ American Time Use Survey to find out who’s happy and who isn’t.
Beneath all this data is perhaps a more important question: What is happiness?
As a teenager, I once asked my lawyer-father whether he was happy. Pursing his lips, he thought for a moment, then said, “For some people, happiness is the absence of stress.” I assumed he was referring to himself. He also said in another conversation that he thrived on stress, from which I concluded that life is often contradictory. His answer, nonetheless, was consistent with the survey findings — the less the stress, the greater the happiness.
So, who are the happy devils who love their jobs? Envelope, please. And the winners are: lumberjacks, foresters and farmers.
The common denominator among the three is obvious. They all work primarily outdoors, soloists communing with nature far removed from the white-collar stresses of desk life and paperwork. Farmers live intimately with the earth, tilling and smelling the soil, planting, tending and harvesting crops, and ending each day with the satisfaction of having accomplished something meaningful. They feed the world.
Likewise, foresters oversee wooded land with an eye toward conservation. They work to simultaneously sustain ecosystems and mitigate climate change. A single 30-foot tree can store hundreds of pounds of carbon dioxide during its lifetime and even thereafter when used for housing or furniture, according to the Agriculture Department.
Lumberjacks, the ultimate tree-huggers, harvest trees for housing, furniture and other consumer products. They’re also partly responsible for deforestation, it must be said, but they, too, enjoy their work and apparently suffer little stress.
What doesn’t show up in the analysis are any metaphysical reasons such workers are happy. I would submit that it’s because they spend their time close to nature. In my experience, living attuned to Earth’s cycles and seasons — and I don’t mean shopping for outerwear online — has a salubrious effect on body, mind and soul. Thus, Tibetan monks build monasteries on remote mountaintops. Henry David Thoreau lived alone for two years in a tiny shack he built overlooking Walden Pond. And many people find a renewed sense of self and purpose through wilderness programs such as Outward Bound and the National Outdoor Leadership School. Nature works wonders.
City dwellers might say that they experience nature in urban ways — by spending a day in a park, perhaps. Or, on vacation, they get to observe the ebbs and flows of oceans, rivers and lakes. To see wildlife, they can go to a zoo. But such bystander adaptations sidestep the essential point: It’s one thing to observe the natural world; it’s quite another to be a part of it.
Most people, apparently, are fine with observing. Today, 83 percent of Americans live in urban areas. Globally, 56 percent of the world’s population, or 4.4 billion people, live in cities, according to the World Bank. By 2050, 7 in 10 humans will trade nature’s hum for the city’s arias.
The reasons for this migratory trend are obvious and sensible: jobs, entertainment, restaurants, theater, shopping and all the other wondrous things only cities can provide. But the downsides aren’t inconsequential — crowds, traffic, noise, pollution and loss of physical space are assaults on the senses. Human beings are animals, too, we sometimes forget, and this is when we get into trouble. No wonder so many children and adults are being medicated for anxiety.
On a more mundane level, the draw of the city exacerbates the urban-rural divide and surely promises even greater political polarization. The issues that concern city dwellers and country folk are as different from each other as lawyers and lumberjacks.
Given that one of those groups is happier than the other, I can’t help wondering what the exodus from rural habitats to urban mazes portends for our humanity.
I do know that when I’m alone in the woods where I currently live, keeping an eye on the hawks and an ear to the breeze, I am calm and untroubled. Oh, sure, I enjoy city life like anyone and make frequent forays — from which, stressed by traffic and too many people, I happily retreat to the woods. As soon as this column is done, I’m going to chop some firewood, plant some trees and potatoes, and probably evolve into a higher life form. See you on the mountaintop.