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Racionalidad en tiempos de Trump
En la tragedia clásica griega Las Bacantes, el dios Dionisos, motivado por la sed de venganza y decidido a reconquistar el alma de la ciudad de Tebas, se enfrenta al inflexible e intolerante rey Penteo, cuya rigidez –su voluntad de neutralizar, en lugar de entender o encajar, las emociones avivadas por el apasionado y poco convencional Dionisos– acaba por suponer su ruina. Dionisos sale victorioso y Penteo sucumbe.
Hoy es el vehemente y volátil candidato a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, quien pone en jaque al establishment político con el objetivo de seducir los corazones de su país. Pero Trump no es un dios. Es más, las repercusiones de su eventual victoria serían mucho peores para su nación de lo que lo fueron para Tebas, y el impacto del daño tendría alcance global.
Pese a que, hoy en día, las posibilidades de Trump de ganar las elecciones parecen disminuir, sería prematuro –y en realidad extremadamente arriesgado– descartar por completo esta hipótesis. Tal y como dejó patente en junio el referéndum sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea, los ciudadanos de los países democráticos son perfectamente capaces de tomar decisiones contrarias a sus propios intereses racionales –y esta tendencia viene ganando peso últimamente–.
Esta paradoja presenta, sin embargo, una cierta lógica. En un contexto de dificultades económicas y de crisis ligadas a la identidad nacional, y ante el populismo y sus instigadores del miedo –todo ello magnificado por medios de comunicación y redes sociales–, no resulta difícil comprender que la opinión pública se sienta atraída por voces e ideas que dan consuelo y sirven de válvula de escape a la frustración.
Fantasear con deus ex machina resulta tentador, pero no contribuirá a la resolución de ningún problema. Líderes de la índole de Trump no hacen sino empeorar gravemente la situación, en la medida en que ponen en peligro el sistema fundado en normas que tanta prosperidad y seguridad nos ha proporcionado a lo largo de las últimas siete décadas.
Hace un siglo, el sociólogo Max Weber distinguió tres tipos de legitimidad sobre las que puede reposar la autoridad de un gobierno: tradicional (un sistema heredado), carismática (ligada a la fuerza de la personalidad de un líder), y legal (conjunto de normas racionales aplicadas de forma justa). Para Weber, el Estado moderno descansa con toda claridad sobre la legitimidad legal.
Pero, en contra de la presunción de Weber, cada vez más occidentales consideran que ni la lógica ni la equidad de estas reglas son evidentes. Se crea de este modo un vacío que tratan de ocupar nuevos líderes sobre la base de su carisma personal y apelando a la tradición para ganar adeptos. Esta fórmula ha proliferado, desde los populistas occidentales de extrema derecha, hasta las células de captación del ISIS.
Sin duda, el sistema actual tiene graves deficiencias, y en nuestras democracias abundan los ejemplos de reglamentaciones descontroladas o de normas que se aplican de manera desigual. La frustración en torno al sistema presente no debería sorprender si a lo anterior se suman las diferencias de ingresos y la discriminación étnica o de género.
Lo sensato sería reformar el sistema, y no avivar esta huida en masa que cada vez apoyan más individuos. La clave para salvar un orden fundado en derecho no estriba únicamente en demostrar su indiscutible superioridad, sino también en reconocer y resolver sus flaquezas. Es el único camino para que los ciudadanos vean de nuevo las normas como fuente de protección, no de opresión.
La reforma no será sencilla. En política, resulta mucho más fácil –y, desde un punto de vista electoral, más rentable– criticar un sistema por sus imperfecciones, que defenderlo. Pero debemos defenderlo, y los dirigentes deberán explicar con contundencia por qué son necesarias las normas, y sensibilizar a la opinión pública sobre las razones por las que el sistema funciona como funciona.
También corresponde a los dirigentes analizar nuestro modelo en profundidad para realizar cambios esenciales, como revisar los procedimientos de elaboración de las normas, para que el resultado se ajuste mejor a la realidad del mundo moderno.
Ante la inminencia de los cambios actuales, existe la percepción de que el proceso de legislación formal es demasiado lento para mantenerse al día. Pero la seguridad jurídica que se deriva de estos procesos formales es crítica para reforzar la estabilidad que exige la senda de la prosperidad sostenida. Se necesita un enfoque actualizado que permita la evolución legislativa en un contexto de constante mutación, y con ello asegure que las normas respondan mejor a las necesidades de los ciudadanos.
El último paso para revitalizar el orden basado en normas y vencer al Dionisos destructivo de este mundo es a la vez el más exigente: reforzar las comunidades fundadas en derecho. Desarticulado por la modernidad, Occidente experimenta una vuelta a las identidades del pasado –nacionalismo, tribalismo, sectarismo– cuya fascinación reposa sobre su familiaridad y su permanencia.
Pero es bien sabido que las políticas identitarias pueden ser muy destructivas. Por ello, resulta vital que las comunidades fundadas en derecho, como el Estado moderno, se erijan en amarre para los individuos, rebasados por las turbulencias del mundo actual. Dicho requisito implica superar la razón pura y establecer una conexión emocional con y entre los ciudadanos.
Este planteamiento puede parecer contraintuitivo. Por principio, la ley ha de ser racional e imparcial; ahí estriba su fuerza. Pero si queremos que el orden fundado en derecho sobreviva, este deberá resonar tanto en las mentes como en los corazones de las personas.
No está claro cómo abordar este proceso, pero sí que requerirá una base de valores comunes, y líderes que trabajen activa y consistentemente para ganar en credibilidad y cosechar la confianza de un público escéptico. De otro modo, veremos culminar el giro hacia un mundo ingobernable y moldeado por la pasión y las usurpaciones de poder.
El creciente atractivo de la irracionalidad debería servir de señal de alarma para los líderes racionales del mundo entero. Si queremos evitar que nuestras sociedades se precipiten contra las rocas atraídas por los cantos de sirena del carisma y la nostalgia, debemos comprometernos con la defensa del ordenamiento jurídico y liberarlo de su rigidez actual. Después de todo, no lograrlo llevó a Penteo a la muerte.
Copyright: Project Syndicate, 2016.
Ana Palacio: Fue profesora de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid. Exdiputada al Parlamento Europeo por el Partido Popular de España, y exministro de Asuntos Exteriores de dicho país.