Racionamiento en Venezuela: un ‘déjà vu’ para los cubanos
Libreta de racionamiento (14ymedio)
El comisario Nicolás Maduro, presidente de Venezuela para desgracia de sus nacionales y –admitámoslo– también para prolongación de la nuestra, acaba de anunciar por estos días la instalación de 20.000 lectores de huellas digitales en los mercados estatales de alimentos y en varias cadenas de comercio del sector privado que, según él, se incorporaron a dicha iniciativa «voluntariamente» tras reuniones que tuvieron con el Gobierno.
Corramos un velo piadoso sobre dichas reuniones, no divulgadas, e imaginemos el ambiente que debió reinar allí en medio de la «permanente guerra económica» que sufre Venezuela, los sucesivos «golpes de Estado suaves» que se vienen suscitando casi con frecuencia quincenal en esa nación suramericana –según denuncias del presidente– y la creciente represión a sectores de la oposición y de la sociedad civil que se manifiestan pública y abiertamente contra el Gobierno. No resulta muy difícil conjeturar sobre lo que determinó la «voluntariedad» de estos comerciantes, en definitiva representantes de las «oligarquías» constantemente infamadas en los discursos y la prensa oficiales.
Pero, volviendo al tema de los mencionados captahuellas del camarada-presidente Maduro, su elevado propósito es, a la vez que garantizar el alimento del pueblo, salirle al paso al contrabando. O, más exactamente, «a los contrabandistas», toda vez que el contrabando puede existir sin socialismo, pero no ha existido jamás socialismo sin contrabando.
De esta manera, los lectores de huellas –que limitarán la compra de víveres y de otros productos de gran demanda cuya oferta ha estado sumamente deprimida ocasionando colas, acaparamiento y desórdenes en los mercados– ahora se suman al anterior racionamiento mediante tarjetas magnéticas, establecido en el transcurso del año 2014. Está claro que el bolche Nicolás no tiene la menor capacidad para superar la crisis económica de su país, pero al menos en los tiempos actuales las nuevas tecnologías permiten administrar la miseria digitalizándola. Es, a no dudarlo, un verdadero aporte del Socialismo del Siglo XXI que pronosticó el finado Hugo en sus días de gloria, antes de ser sembrado en el Cuartel de la Montaña y transmutarse en una avecilla mala consejera.
Con décadas de diferencia, el modelo de gobierno venezolano –si fuera posible llamarlo de tal manera– está arrastrando al país a una suerte de carrera en reversa por similares experiencias a las que hemos pasado los cubanos bajo el castrismo.
Los nacidos antes del catastrófico accidente de enero de 1959, o en los años inmediatos posteriores, recordamos con toda claridad algunas de las variantes burocráticas creadas para gestionar la pobreza, un mal que nuestros mayores creían había sido casi superado con el impulso económico vivido en los años 50.
Esta estrategia administrativa, propia de economías de guerra y hambrunas, se estableció primero para los productos alimenticios, y poco después, con el declive de las industrias cubanas debido a la estatización extrema de la economía, se extendió rápidamente a otros artículos de consumo, tales como las confecciones textiles, el calzado y otros bienes. Surgió entonces la cartilla de productos industriales, popularmente conocida como libreta de la tienda, que en la actualidad solo funciona para la adquisición de los uniformes escolares.
Esta variante de control no solo indicaba los límites del acceso a dichos artículos, sino que también llegó al punto de establecer los calendarios de compra por grupos, con subdivisiones inspiradas en los fuertes patrones sexistas de la revolución, que asignaban dos días de la semana –lunes y jueves– en que correspondía hacer las compras solo a las mujeres trabajadoras; un envidiable privilegio dentro de la pobreza generalizada que, por demás, revolucionariamente daba por sentado que fruslerías como andar de compras no eran cosas dignas de hombres.
Décadas de carencias, manipuladas al detalle desde el poder, sembraron en los cubanos comunes una dependencia extrema del Estado –un proveedor siempre insuficiente pero el único posible– y toda una cultura de pobreza sistematizada que incluye un peculiar glosario con frases que arrastramos hasta hoy en el habla popular: «lo que sacaron» en tal o cual comercio, «lo que te toca», «lo que vence», «plan jaba», «pollo de dieta» y muchas otras similares que reflejan la aceptación nacional de la miseria como destino común, algo que un día –ojalá no tan lejano– deberá avergonzarnos.
El racionamiento en Cuba ha sido toda una institución que ha jugado un papel en lo socioeconómico, y también en lo político, al funcionar más como instrumento de sujeción del pueblo por parte del Gobierno que como verdadero garante de una distribución justa de los bienes de consumo, estableciendo a la vez un igualitarismo ramplón que anuló la iniciativa individual y convirtió al ciudadano en masa.
La cartilla ha constituido un mecanismo de control social, hasta tal punto que en la actualidad al Gobierno no le ha sido posible eliminarla, so pena de dejar en el más absoluto abandono a los sectores sociales más desfavorecidos, en especial los ancianos sin amparo filial y los numerosos hogares humildes en los que no se reciben remesas del exterior ni cuentan con otros ingresos en divisas. Pese a ello, los productos alimenticios racionados y subsidiados mediante cartilla –ese artilugio que constituye todo un rezago de la Guerra Fría– son hoy menos de una decena, y apenas cubren precariamente algunas de las necesidades de alimentación más perentorias, mientras la inflación mantiene un ritmo creciente y los salarios apenas tienen valor simbólico.
Es por eso que, cuando por estos días asisto al proceso de racionamiento venezolano, cuando escucho el desparpajo con que el camarada-presidente Nicolás Maduro disfraza de modernidad el cataclismo de miseria que se avecina para su pueblo, no puedo evitar una especie de sacudida, como un déjà vu. Ya los cubanos transitamos por esa vereda, caminamos medio siglo sobre sus espinas y estamos convencidos de que solo conduce al fracaso. Nosotros hemos comprobado dolorosa y sobradamente que la miseria es lo único que dividido entre muchos toca a más.
En lo personal, tengo la esperanza de que los venezolanos humildes, que por estos días persiguen afanosos el alimento de los suyos o hacen largas colas ante los comercios desabastecidos, logren evitar a tiempo esa grave confusión que a veces lleva a los pueblos a interpretar como justicia lo que es manipulación y sepultura de las libertades.