Rafael Narbona / Calabuch: utopía en el istmo
Las únicas utopías que no resultan dañinas acontecen en el arte. Si alguien intentara trasladarlas a la realidad, fracasaría estrepitosamente, pues jamás pretendieron trascender lo imaginario. Muchas de esas utopías son ficciones cinematográficas, como es el caso de Calabuch, la entrañable película de Luis García Berlanga rodada en 1956. Calabuch es el nombre ficticio de Peñíscola (Castellón), una localidad de unos ocho mil habitantes que compone una península rocosa comunicada con el interior por un estrecho istmo de arena. En esas fechas, el turismo aún no había transformado la costa mediterránea y los pueblos vivían en una quietud reacia a cualquier forma de cambio. Calabuch es una especie de Arcadia donde «cada persona puede ser ella misma», según el físico nuclear Jorge Serra Hamilton, un adorable Edmund Gwenn que interpreta con solvencia un papel que siempre me ha recordado al Clarence Odbody (Henry Travers) de ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946), pues revela a los habitantes del pueblo el carácter edénico de su aparentemente monótono estilo de vida. Los vecinos de Calabuch incurren en el mismo error de apreciación que los de Bedford Falls. La maestra (una bellísima y elegante Valentina Cortese) deplora los largos inviernos, caracterizados por una oscuridad temprana que vacía las calles y propaga el frío en las almas sensibles. Los más jóvenes fantasean con emigrar a otros países, buscando oportunidades de futuro, pues en Calabuch no hay nada que hacer, excepto pasear, contemplar el mar o charlar con los vecinos. Jorge –en realidad, George− no entiende el hastío y la melancolía de los vecinos. Por el contrario, celebra la sencillez de un paraíso elemental que no desvía a las personas de sus verdaderos anhelos.
Aunque es un amante de la paz, Jorge ha realizado descubrimientos que podrían reproducir el horror de Hiroshima y Nagasaki en unas dimensiones mucho más terroríficas. Las circunstancias lo han convertido en algo que nunca soñó ser: una especie de mago del horror, con el poder de sembrar una destrucción apocalíptica. El tranquilo pueblecito de la costa mediterránea le ofrece –al menos, temporalmente− la oportunidad de eludir su destino, integrándose en una rutina donde los afectos discurren plácidamente, sin desembocar en ningún caso en el odio, la crispación o la enemistad. En Calabuch, el tiempo fluye de otra manera. Las horas y los minutos se dilatan hasta adquirir una aparente inmovilidad que parece una prefiguración de la eternidad. Un vecino (Manuel Alexandre) puede dedicar un día entero –o quizás más− a pintar la letra del nombre de una barca que aguarda a unos novios para iniciar su viaje hacia un futuro compartido. Una mañana en la playa justifica una vida entera, pues la suave brisa, el sonido del mar y el fulgor del sol son suficientes para conocer la felicidad.
No sabemos cómo ha llegado Jorge Serra Hamilton a Calabuch. Aparece en la playa, como una especie de Ulises que pisa de nuevo su isla natal, pero en este caso no se trata de una patria física, sino del mágico territorio de la infancia, que siempre traspasa la mera experiencia personal. Jorge conocía la fama y el reconocimiento, dos pesadas cargas que le impedían disfrutar de tareas tan prosaicas como holgazanear en la playa, jugar lastimosamente al billar o barrer sin prisas, casi como si ejecutara unos pasos de danza. Confundido con un mendigo, la maestra le hace acudir al colegio por las tardes con otros adultos casi analfabetos, adjudicándole la responsabilidad de limpiar y ordenar el aula. Cuando le plantean un problema matemático, Jorge recurre a sus fórmulas, pero su compañero de pupitre resuelve la cuestión con los dedos, desechando el cálculo abstracto. Ambos obtienen el mismo resultado, lo cual divierte al físico nuclear, que ha descubierto el reverso trágico de la ciencia y empieza a cuestionar los logros de la civilización. La física nuclear investiga el comportamiento de la materia. Es una actividad de indudable valor, pero sus hallazgos han conducido a los hongos radiactivos. La fisión del átomo es un prodigio de la creatividad humana, pero al mismo tiempo puede desencadenar un sufrimiento inimaginable. Es una paradoja que cuestiona la idea de progreso. Por eso, Jorge se siente mejor con la escoba en la mano o dormitando en la cárcel donde lo han confinado, pensando que era un contrabandista. Entre los cuatro muros de su celda, experimenta una desconocida sensación de libertad, que le ayuda a redescubrir el placer de no ser nada, salvo un hombre.
Berlanga ofrece un retrato amable del poder local, que no se corresponde con la realidad. Juan Calvo interpreta a Matías, un cabo de la Guardia Civil que actúa con una inverosímil indulgencia. Vive con su única hija y no escatima esfuerzos para espantar a su novio, pues le aterroriza la posibilidad de quedarse solo. Su mujer ha muerto. Sólo tiene bajo su mando a un joven bastante tímido y atolondrado, que se abrocha el cuello del uniforme con torpeza. Matías persigue a los contrabandistas con fingido celo, disparando al aire, pero con tan mala puntería que casi acierta en la cabeza de un fugitivo. En sus abundantes ratos libres, instruye a los vecinos que hacen de romanos en las fiestas de Semana Santa. Su mayor preocupación es El Langosta (Franco Fabrizi), que comparte celda con Jorge. El Langosta es un joven apuesto que toca la trompeta y trafica con tabaco, perfume y otras mercancías. Detenido por sus fechorías, disfruta de un confortable cautiverio. La hija del cabo le prepara la comida, puede abandonar la cárcel cuando se le antoja y se entiende de maravilla con Jorge. Suele frecuentar el bar del pueblo, donde juega al dominó con el cabo, el cura, el pintor de rótulos y otros parroquianos. El cabo le pide que no regrese a su celda demasiado tarde, pues le gusta cerrar la puerta antes de acostarse. El Langosta no muestra ningún interés por fugarse, pero a veces ronda a la maestra con su trompeta, aprovechando las noches de verano.
No hay ningún villano o personaje repelente en Calabuch. Lejos de ser un energúmeno con aires de inquisidor, el cura es un hombrecillo algo ridículo que juega por teléfono al ajedrez con el farero, un soberbio −¿podría ser de otro modo?− Pepe Isbert. Su partida compone una de las mejores secuencias de la película, con una puesta en escena ágil y fluida, que retrata convincentemente a dos personajes afincados en un tiempo abocado a la extinción. En la era atómica, los faros acabarán perdiendo a sus torreros, pues la automatización hará innecesaria la presencia humana, y las iglesias tenderán a vaciarse, ya que la fe será rebajada a mera ilusión. El modesto torero (José Luis Ozores) que visita todos los años el pueblo se preocupa por la salud de su novillo, Bocanegra, propenso a enfriarse. Sus embestidas son tan inofensivas como los pases del diestro, que maneja la muleta con notable incompetencia. Durante una cómica corrida, donde intervienen los mozos del pueblo, Bocanegra se permite interrumpir el espectáculo, bebiendo en un cubo que acredita su condición de animal doméstico y no de fiera condenada a morir en la arena. La sombra del sacrificio se diluye en el espíritu festivo. Todo es incruento en Calabuch, incluso el conato de resistencia de los vecinos, que se movilizan contra la Sexta Flota cuando se acerca al pueblo con la intención de llevar a Jorge de vuelta a Estados Unidos. Frente a los cañones de los portaaviones, los vecinos esgrimen azadas, tirachinas y una escopeta, con un espíritu unánime que recuerda el heroísmo de Fuenteovejuna.
¿Se puede acusar a Berlanga de escapismo? Calabuch está muy lejos del neorrealismo y su amarga visión de la realidad. No pretende ser un retrato de la época, sino una fábula rebosante de ternura que aborda al ser humano desde una perspectiva esencialmente optimista. Es cierto que a veces se esbozan sombras. Cuando el cura bendice la barca, el agua del hisopo borra parcialmente su nombre, «Esperanza». El autor del rótulo, que ha dedicado tanto tiempo y tanto amor a cada letra, no puede evitar un gesto de contrariedad. Es una pequeña catástrofe que delata la existencia de un mundo cuyas reglas no coinciden con las del ficticio Calabuch. De hecho, el nombre inicial del pueblo era Calabuig, pero la censura obligó a alterar las letras finales, pues temía que el original alimentara las fantasías independentistas. Aunque las utopías se escriben con paciencia y morosidad, la historia se encarga de mostrar su fragilidad, disipando la ensoñación que habían desplegado. Calabuch no es España y, de hecho, los guardias civiles más bien parecen carabineros. No hay que olvidar que se trata de una coproducción italiana. En realidad, sería más exacto decir que Calabuch es el nombre de un lugar tan fantástico como Oz o Ruritania, el reino imaginario del prisionero de Zenda. Cuando el farero intenta identificar las banderas de la Sexta Flota, confunde sus colores con los del imperio austrohúngaro. Es un gesto de humor, pero también una forma de situar la narración en su verdadero plano, que no es el mundo real, sino el ámbito de lo idílico y fantástico. Sin embargo, lo real a veces se inmiscuye tímidamente. Cuando El Langosta toca la trompeta para la maestra, acompañado por Jorge y otros amigos, se pone de manifiesto la represión sexual del momento. La maestra se asoma discretamente, con los ojos encendidos. Está en camisón y aún no ha podido conciliar el sueño. En su mirada se advierte la tristeza de una Emma Bovary, pero sin su coraje para transgredir las normas sociales.
La apoteosis de Calabuch se produce durante el concurso de fuegos artificiales. Gracias a los conocimientos de Jorge, el pueblo consigue un triunfo memorable, que incluye un cuantioso premio en metálico. Jorge se gasta el dinero del premio en regalos. A la maestra le compra un barquito en una botella, y a El Langosta, una trompeta nueva, conmoviéndolo hasta las lágrimas. Ambos regalos expresan la posibilidad de una vida diferente. La maestra sueña con el mundo exterior. Quizá por eso se le cae la botella y se rompe el cristal, librando al barquito de su encierro. El Langosta logra notas extraordinarias con el nuevo instrumento, que expresan su anhelo de amor y libertad. Tal vez se invita al espectador a reunir a los dos personajes en una aventura romántica, que incluiría el abandono conjunto de Calabuch. Jorge, en cambio, no quisiera marcharse jamás, pero le recoge un helicóptero de la Sexta Flota. Las autoridades militares protegen sus secretos, forzándole a vivir recluido en su laboratorio, donde continuará realizando investigaciones que se emplearán en la industria armamentística. Jorge es un prisionero. Igual que la maestra, el Langosta y Bocanegra, encerrado en el cajón de una camioneta destartalada mientras viaja de pueblo en pueblo. Los últimos planos de la película muestran a Calabuch desde las alturas. Jorge saluda a sus amigos, embargado por la tristeza. La utopía se desdibuja y el mundo real restablece su dominio.
Calabuch continúa despertando sonrisas y complicidades, porque casi todos soñamos con una hendidura que nos permita escapar del mundo, al menos durante unos instantes, fantaseado con un paraíso donde la dicha no es lo insólito, sino lo cotidiano y previsible. En los años cincuenta, el istmo que comunica Peñíscola con la provincia de Castellón desaparecía bajo las aguas del Mediterráneo cada cierto tiempo. La construcción de un puerto y varios edificios puso fin a ese fenómeno. El progreso acabó con los intentos de fuga de un pueblo que tal vez soñó con emanciparse de la realidad, pero nos queda una bellísima ficción cinematográfica que evidencia el poder del arte para crear utopías.