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Rafael Narbona: Finales de película

 

Los finales perfectos sólo existen en el cine. Quizá dejan una huella tan duradera en la memoria colectiva porque nos hacen soñar con un mundo donde los buenos triunfan o, en el peor de los casos, fracasan con dignidad. ¿Quién no recuerda el final de ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946), con George Bailey (James Stewart) leyendo la dedicatoria escrita por Clarence, su ángel de la guarda, en un viejo y gastado ejemplar de Tom Sawyer? Interpretado por el entrañable Henry Travers, Clarence le recuerda que los hombres con amigos nunca fracasan. Y es cierto. Al menos en la película, donde todos los amigos de George acuden a ayudarle en su hora más trágica, entonando la vieja canción escocesa «Auld Lang Syne», que celebra los lazos de afecto y comunidad¡Qué bello es vivir! es un cuento de hadas en el que la intervención de un ángel evita el suicidio de George, desesperado por la expectativa de la ruina, el escándalo y la cárcel. Su tío Billy (un magnífico Thomas Mitchell) ha extraviado ocho mil dólares de la pequeña compañía de empréstitos que dirige, casi una entidad filantrópica que presta dinero a bajo interés y construye viviendas sociales para familias de escasos recursos. Nadie creerá que el dinero se ha perdido por la negligencia de un viejo medio chiflado. El dinero no aparece, pero Clarence logra que George renuncie al suicidio, mostrándole todas las cosas buenas que ha hecho por los demás. Un hombre bueno puede pasar inadvertido, pero su vida nunca es inútil o vana, pues sus obras iluminan y mejoran las existencias ajenas. Su ejemplo trasciende su entorno, ya que despierta el sentimiento de imitación, propagando la bondad como una semilla esparcida por el viento. ¿Inverosímil, ridículo, absurdo? Tal vez, pero hermoso, inolvidable y perfecto.

 

No es menos memorable el final de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), donde el cínico y enigmático Rick (Humphrey Bogart) renuncia al amor de Ilsa (Ingrid Bergman) para que continúe al lado de su marido, Victor Laszlo (Paul Henreid), un héroe de la Resistencia. Rick titubea, pero al final comprende que la felicidad individual es algo secundario en un mundo en guerra, donde un simple gesto puede cambiar la vida de infinidad de personas. Ilsa le da la razón y, conmovida, huye de Casablanca con su marido. La inesperada generosidad de Rick, que ha entregado dos valiosos salvoconductos a la pareja fugitiva, impresiona al corrupto capitán Renault (inolvidable Claude Rains), hasta entonces un vividor sin escrúpulos. Cuando Rick mata al mayor Strasser (Conrad Veidt), que intentaba impedir la fuga del matrimonio Laszlo, ordena a sus agentes que detengan a los sospechosos habituales. Después, arroja una botella de Vichy a la papelera. El gesto de Rick ha desencadenado una cadena de cambios. Ilsa ha renunciado a sus fantasías románticas para asumir sus responsabilidades como esposa de un héroe. Rick ha superado el rencor y el despecho que le produjo el abandono de Ilsa, convirtiéndolo en un hombre egoísta y amargado. Ha recuperado los buenos recuerdos, las semanas de felicidad con Ilsa en París, y su idealismo, que ya se manifestó en nuestra Guerra Civil, se ha reactivado. Además, ha ganado un nuevo amigo, el capitán Renault, que a partir de ahora será, además, su cómplice.

 

Esta tierra es mía (This land is mine, Jean Renoir, 1943) no tiene un final feliz, pero sí épico y romántico. El tímido y obeso maestro Albert Lory (soberbio Charles Laughton), que se cobijaba en el seno de su anciana madre, lloriqueando y temblando de miedo cuando los aliados bombardeaban su ciudad, afronta su último día en libertad con la cabeza muy alta. Su escuela ha seguido abierta bajo la ocupación alemana, pero el profesor Sorel (Philip Merivale) no se limita a ejercer sus funciones de director. Es la cabeza pensante de la Resistencia local y publica artículos contra los alemanes en un periódico clandestino. Sorel jamás pierde la calma. En cambio, Lory se derrumba durante los bombardeos, sin que la presencia de los alumnos logre contener su pánico. Secretamente enamorado de su colega Louise Martin (Maureen O’Hara), será acusado de asesinar a su prometido, George Lambert (George Sanders), que en realidad se ha suicidado. Durante su primera comparecencia ante el tribunal, Lory hablará con la libertad que le proporciona una sala penal, donde aún trabajan jueces imparciales. Todo lo sucedido le ha conmocionado profundamente, ayudándole a superar sus miedos. Sus palabras despertarán un gran revuelo, pues justificará los actos de resistencia contra la ocupación. El mefistofélico mayor Eric von Keller (Walter Slezak) lo visitará en su celda y le ofrecerá la libertad a cambio de no utilizar la sala de juicios como tribuna. Lory dudará, pero al presenciar el fusilamiento del profesor Sorel y otros detenidos en el patio de la cárcel, recrudecerá sus críticas contra los alemanes en su última comparecencia. El jurado le absolverá, pero su desafío es demasiado grande para quedar sin castigo. Aprovechará sus últimas horas de libertad para acercarse a la escuela y leer ante sus alumnos los primeros artículos de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Al fin se ha ganado el respeto de sus discípulos y el amor de Louise. Los alemanes irrumpirán en la clase para detenerlo, interrumpiendo su lectura. Lory sabe que correrá la misma suerte que el admirado profesor Sorel. Sin una brizna de temor, besará a Louise, le entregará su ejemplar de la Declaración y se despedirá de sus alumnos con una frase altamente emotiva: «¡Adiós, ciudadanos!» Louise, con lágrimas en los ojos, pero también con enorme determinación, continuará leyendo la Declaración, un verdadero manifiesto a favor de la libertad y la justicia. No es un final inverosímil. El coraje de Sophie Scholl, Irena Sendler o Jean Moulin prueban que el ser humano puede actuar heroicamente, arriesgando su vida para salvar a inocentes o luchar contra la tiranía.

Quizá me precipité al escribir que los finales perfectos sólo acontecen en el cine. Irena Sendler, de nacionalidad polaca, salvó la vida a dos mil quinientos niños judíos del Gueto de Varsovia. Murió a los noventa y ocho años, disfrutando de un merecido –aunque tardío− reconocimiento internacional. Eso sí, fue brutalmente torturada por la Gestapo para que revelara el paradero de los niños y sufrió la hostilidad del gobierno comunista, que hizo todo lo posible para silenciar cualquier referencia a la Shoah. Soportó todo con entereza, sin delatar a sus colaboradores, ni a las familias que habían acogido a los niños. En 2009, se estrenó en televisión The Courageous Heart of Irena Sendler, una película de John Kent Harrison que recrea dignamente la historia, pero sin la magia de los clásicos. Los finales de película a veces se hacen realidad, espantando nuestros momentos de pesimismo y desaliento. Tal vez algunos de esos desenlaces han sido inspirados por el cine. ¿Quién no desearía parecerse al Rick de Casablanca, duro y tierno a la vez? Quizás el simple hecho de pensarlo nos ha inspirado más de lo que podemos imaginar.

 

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